Ludwig Wittgenstein
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Ludwig Wittgenstein

La consciencia del límite

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Ludwig Wittgenstein

La consciencia del límite

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De lo que no se puede hablar, más vale guardar silencio.Ludwig Wittgenstein revolucionó la historia del pensamiento en dos ocasiones.Es por ello que se distinguen dos etapas claras en su pensamiento: la primera —a la cual pertenece esta sentencia— corresponde a la teoría pictórica del significado y la segunda gira en torno a la máxima "el significado de una palabra está en el uso".La honestidad de su trabajo filosófico fue tal que no titubeó a la hora de tirar por tierra la idea principal de su primera etapa, que aún muchos veneraban y que él mismo había entendido como punto final de la filosofía. Este libro presenta con sencillez los aspectos más importantes de su pensamiento al tiempo que ofrece un retrato de su compleja personalidad, según el propio convencimiento del autor, que sostenía que filosofía y vida no estaban desligados, sino que una era reflejo de la otra y viceversa.De la mano de la doctora en Filosofía Carla Carmona, el lector descubrirá en Wittgenstein a un ser humano profundamente ocupado tanto con cuestiones éticas fundamentales —incluso cuando trata cuestiones de la lógica— como con preocupaciones de corte estético que guían su quehacer filosófico.

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Información

Año
2019
ISBN
9788417822637
Categoría
Filosofía
Categoría
Filósofos

Viena-Cambridge

Un imperio agujereado

Wittgenstein nació en Viena, en la capital del Imperio austrohúngaro, el 26 de abril de 1889, seis días más tarde que Adolf Hitler, con quien coincidió en la escuela secundaria en Linz. En enero de ese año, el príncipe Rudolf, cuando aún no contaba treinta años de edad, heredero a la corona y único hijo varón del emperador Francisco José I, se quitaba la vida junto a su amante, dejando sin heredero directo al Imperio. Fue un duro golpe para el emperador, que ya había sufrido el fusilamiento de su hermano Maximiliano por parte de los liberales mexicanos y que pronto tendría que afrontar el asesinato de su esposa, la emperatriz Isabel, la querida Sissi, apuñalada en el corazón por un anarquista italiano mientras se encontraba de viaje en Ginebra.
Muchos interpretan aquella Austria como la posesión de una familia y no como una nación. Los Habsburgo la gobernaron durante ciento veinticuatro años en total, conformándola mediante tratados y matrimonios dinásticos. En particular, el reinado de Francisco José I, que se inició con la revolución austríaca de 1848 y culminó con la Primera Guerra Mundial, se prolongó durante sesenta y ocho años de apaciguador conservadurismo. No obstante, ese caparazón recogía una larga historia de conquistas y derrotas nacionalistas todavía en ebullición. ¿Qué milagro hizo que el Imperio sobreviviese durante esa auténtica eternidad? La monarquía, la única fuerza capaz de mantener la cohesión en el centro de Europa tanto a los ojos del ciudadano como de la potencia enemiga.
De hecho, la revolución de 1848 no iba dirigida contra el emperador, entonces el inestable Fernando, sino contra el sistema policial y de censura de su primer ministro, quien llegó a prohibir la construcción de una vía férrea para que no entrasen en los confines del Imperio ideas que pudieran desestabilizarlo. Los pueblos necesitaban que el emperador les protegiese de sus (no) iguales. Al igual que los alemanes deseaban someter a los eslavos, los húngaros y los italianos, cada uno de estos buscaba subyugar a sus respectivas minorías. Desde esta perspectiva hay que interpretar que Stefan Zweig, en su obra autobiográfica El mundo de ayer —un testimonio del desmoronamiento de un mundo, el del Imperio, que también fue el del autor, cuya nostalgia, cual bisturí, disecciona los acontecimientos que convulsionaron y desmembraron aquella Europa Central—, definiese la época anterior a la Gran Guerra como la edad de oro de la seguridad o considerase que la monarquía austríaca se asentaba sobre el fundamento de la duración y que el Estado era la garantía suprema de esa estabilidad.
Vista panorámica de la Ringstrasse.
Vista panorámica de la Ringstrasse. Observen las dimensiones del Parlamento, el edificio en estilo neoclásico que puede apreciarse al fondo. Constituía uno de los pilares fundamentales del proyecto de reconstrucción de la avenida circular en torno al centro de Viena.
En Viena, el Imperio resplandecía entre las más profundas miserias, y esa mezcolanza de perdurabilidad y amparo se alzaba sobre la disparidad y el caos. Es imposible conciliar la jugosa vida intelectual de los cafés vieneses, repletos de lectores de periódicos internacionales, con la crisis de la vivienda que azotaba todo el Imperio. Al menos igual de complicado resulta sentar a la misma mesa la costosa reconstrucción de la Ringstrasse y que los vieneses se refugiasen en cuevas bajo raíles ferroviarios, las mujeres jóvenes se hiciesen prostitutas para tener un lugar donde dormir y los húngaros se cobijasen en las copas de los árboles. En apariencia, tampoco concuerda la extendida prostitución femenina con las exigencias de la represiva moral vienesa. Zweig contaba que comprar una mujer para un cuarto de hora, una hora o una noche entera era tan fácil como adquirir un periódico o un paquete de cigarrillos y que las aceras estaban tan abarrotadas de mujeres de la vida que resultaba difícil esquivarlas. Mientras que el hombre podía recrearse en «casas de tolerancia», a la muchacha de bien se la quería modosita e ingenua, desinformada e insegura, para que fuera modelada al gusto del marido. Cuando el coronel del Estado Mayor resultó ser un agente doble pagado por el zar ruso, esta bomba de relojería trató de apaciguarse con el escándalo de su homosexualidad. Asimismo, los políticos se movieron entre el antisemitismo y el sionismo sin demasiados quebraderos de cabeza. No hay que olvidar que en el Imperio florecieron tanto el nazismo como el sionismo, ni que lo hicieron en oposición a la propuesta liberal de centralismo, secularización y racionalidad del espíritu científico moderno.
Hay quienes han afirmado que el carácter cosmopolita de Viena se debía precisamente a los judíos, los únicos verdaderamente austríacos según la filósofa (judía) Hannah Arendt. Al carecer de una nación, la identidad supranacional que les concedía el Imperio les resultaba fundamental. Se dice que los judíos se convirtieron en la aristocracia supranacional de un estado que se caracterizaba por ser multinacional. Atacar a los judíos significaba embestir contra el liberalismo y el Estado. Así lo entendieron muchos, como el pangermanista Georg von Schönerer, una vez que estuvo fuera de las listas liberales. En los núcleos del pangermanismo y el socialismo cristiano se engendró el nazismo. Pero a finales del xix, incluso los judíos volvieron la espalda a quienes les habían prometido un futuro de emancipación y oportunidades. Muchos de ellos, sintiéndose víctimas del fracaso del liberalismo, se entregaron fervorosos a la huida a Sion. De este modo, frente a las amenazas nacionalistas de ruptura, los sionistas también ponían el Estado en peligro mediante la secesión.
La colosal novela El hombre sin atributos, en la que Robert Musil estuvo trabajando hasta el final de sus días, plasma a la perfección toda esta amalgama de fuerzas desintegradoras, centrípetas o centrífugas, según como se mire, hasta el infinito. Su carácter inconcluso puede entenderse como una consecuencia directa de la naturaleza de la empresa. Centrado en la sociedad austríaca anterior a 1914, el libro ofrece un vivo retrato de los súbditos del Imperio. Ulrich, su protagonista, se ve envuelto en una trama a todas vistas importantísima, la «Acción Paralela», por la que entra en contacto con una larga serie de personajes de lo más variopinto, unos movidos por grandes ideales, a menudo contradictorios, y otros por el instinto; en cualquier caso, todos siempre dispuestos a las más altas conversaciones y en ocasiones abandonados a la pereza. La novela bien podría haber servido de escenario del suicidio de uno de los hermanos de Wittgenstein, Rudolf, quien, en un bar berlinés, mientras un pianista tocaba su canción favorita, que él mismo había solicitado, tras pedir dos bebidas a pesar de estar solo, tomó cianuro. En una carta achacaba su suicidio premeditado a la muerte de un amigo; en otra, lo explicaba a partir de sus dudas acerca de su «pervertida inclinación».
Ulrich está tan vacío como la «Acción Paralela», es el hombre sin atributos, una encarnación de la idea de que el sujeto no tiene nada que le sea característico, sino que las cualidades se van posando en los individuos como las mariposas en las flores. De la «Acción Paralela» todo el mundo habla, pero nadie dice nunca en qué consiste. Es como un boquete que diese sentido al mundo. No es que no haya trascendencia, sino que la propia realidad social está horadada.

Una familia exquisita y exigente

La familia Wittgenstein, una de las más ricas de todo el Imperio, estuvo profundamente vinculada al mundo artístico vienés desde que el abuelo de Wittgenstein se instaló en la ciudad en los años cincuenta del siglo xix. Los abuelos paternos de Wittgenstein adoptaron al virtuoso violinista Joseph Joachim, primo de la abuela, y lo enviaron a estudiar con el compositor alemán Felix Mendelssohn, para que, literalmente, pudiera respirar el mismo aire que el gran artista. Fue Joachim quien les presentó a Johannes Brahms, que daba lecciones de piano a las tías de Wittgenstein y asistía con regularidad a las veladas musicales de la casa, donde, por ejemplo, su Quinteto para clarinete fue interpretado por primera vez.
El padre de Wittgenstein, Karl, pronto manifestó un agudo grado de independencia. Deseaba una educación práctica y técnica que no se ajustaba al tipo de educación clásica, general entre la burguesía, que recibía junto con sus hermanos. Solo después de que regresara de su huida a Nueva York, donde se ganó la vida como camarero, músico de café y profesor de las cosas más variadas, su padre le permitió estudiar ingeniería y desarrollar así su vocación. En apenas cinco años se convirtió en el director ejecutivo de una empresa donde entró a trabajar como delineante. Su talento para la industria resultó ser tal que en 1898, a la edad de cincuenta años, se retiró con una fortuna que hasta el día de hoy ha facilitado una vida desahogada a sus descendientes.
A diferencia de sus hermanos, al casarse con Leopoldine Kalmus, parcialmente judía, Karl no se amoldó a las directrices de su padre, quien deseaba erradicar de la familia cualquier indicio del judaísmo de sus antepasados. Pero los ocho hijos que tuvieron juntos fueron bautizados en la fe católica. Leopoldine, de gran talento musical, hizo de su hogar un auténtico centro de la música, visitado por figuras como el citado Brahms, Gustav Mahler, Richard Strauss, Pau Casals o Bruno Walter. Asimismo, la familia financió la carrera del compositor ciego Josef Labor. El mecenazgo de los Wittgenstein no se restringía a la música. El padre de Wittgenstein, aconsejado por su hija Hermine, que practicaba la pintura, atesoró una considerable colección de pintura y escultura. Además, el padre financió el Edificio de la Secesión, del movimiento modernista austríaco liderado por Gustav Klimt, autor del retrato de bodas de Margarete, la hermana con la que Wittgenstein tuvo una relación intelectual más intensa.
Edificio de la Secesión
En 1897 un grupo conocido como Die Jungen (‘los jóvenes’) se escinde de la conservadora Künstlergenossenschaft, la principal asociación de artistas en Austria, y funda la Secesión con la intención de separarse del academicismo y favorecer una práctica artística libre y experimental. El nuevo grupo, con Klimt a la cabeza, sentía la regeneración del arte austríaco como una de sus responsabilidades. Con ese objetivo hicieron construir el Edificio de la Secesión, en la imagen, que además debía servir de refugio al hombre moderno.
La pasión de dos de sus hermanos mayores por las artes, Hans por la música y Rudolf por el teatro, los llevó a huir de la casa paterna, respectivamente a Estados Unidos y Berlín, pues el padre había heredado el autoritarismo del abuelo y tenía un futuro pensado para sus hijos que no contemplaba el camino del arte como una posibilidad. Hans era considerado un prodigio musical por el exigente oído de toda la familia. A los cuatro años ya componía sus propias obras y no tardó mucho más en dominar el piano y el violín. Nuestro Wittgenstein recordó toda su vida la imagen de aquel hermano, absorto mientras tocaba, como la de alguien poseído por el genio. Al final, Hans, al igual que Rudolf, se suicidó. Estos tristes acontecimientos volvieron al padre un poco más transigente con sus hijos menores, incluido Ludwig, el más pequeño de todos.
El hermano inmediatamente anterior a Wittgenstein, Paul, tuvo una suerte diferente a la de Hans y llegó a ser un importante concertista de piano. Dedicado a él, que perdió el brazo derecho en la Gran Guerra, está, por ejemplo, el Concierto para la mano izquierda del aclamado compositor francés Maurice Ravel. Sin embargo, su manera de tocar era tachada de extravagante por la familia, que prefería la sutilidad de la tercera y última de las hijas, Helena. Aquella familia consideraba inconcebible no ya una aproximación bohemia al arte, sino toda práctica que se saliera de la rectitud y la minuciosidad. En una ocasión, a Margarete su madre no le permitió seguir tocando por carecer de ritmo. Nuestro Wittgenstein, no tan talentoso para las artes como la mayoría de sus hermanos (aunque sí con un oído perfecto), movido por el deseo de contentar a su padre, optó por una educación técnica y cursó los estudios de ingeniería en Berlín y más adelante de aeronáutica en Manchester, tratando de apaciguar un interés creciente por la filosofía que se había afianzado en su interior durante sus años de instituto en Linz.
La hermana de Wittgenstein, Margarete, pintada por Gustav Klimt para su retrato de bodas en 1905.
La hermana de Wittgenstein, Margarete, pintada por Gustav Klimt para su retrato de bodas en 1905. Margarete fue la hermana con quien Wittgenstein tuvo una relación intelectual más intensa.
Este contexto explica la veneración de Wittgenstein por la música, que recurriese una y otra vez a ella para ilustrar con ejemplos aspectos bastante peliagudos de su comprensión del conocimiento o que en sus manuscritos rebosen las referencias musicales. Asimismo, casa con el ambiente artístico en que se crio que buscase modelos para la filosofía en el arte y en la estética, incluso el refinamiento y la minuciosidad casi neurótica que desplegó en el diseño de la casa para Margarete.

Entre Viena y Cambridge: lenguaje por todas partes

Wittgenstein llegó a Cambridge en 1911 para estudiar con el filósofo, gran matemático y lógico Bertrand Russell, siguiendo el consejo de uno de los más grandes lógicos de la historia, Gottlob Frege, a quien fue a visitar a Jena para comentar con él sus ideas para un libro de filosofía que había perfilado en Manchester y que Frege desestimó sin titubear. Wittgenstein tenía veintidós años. En Russell encontró un interlocutor idóneo. Justo el año anterior se habían publicado sus Principia Mathematica, una obra capital de la lógica que trataba de derivar de un conjunto de axiomas, es decir, de unos principios lógicos fundamentales, los conocimientos matemáticos elementales. Por aquel entonces, Russell, agotado por el esfuerzo intelectual que le había supuesto su gran obra, comenzaba a escribir libros de divulgación filosófica, convencido de la importancia de difundir sus ideas sobre temas que sobrepasaban el campo de la lógica. La intrusión de Wittgenstein en su vida tuvo lugar en el momento oportuno, puesto que este enseguida demostró tener las capacidades para continuar su trabajo.
¿Por qué hablar de intrusión? Porque Wittgenstein no dejó de requerirlo: en clase discutía persistentemente lo que Russell planteaba y a menudo estas conversaciones continuaban durante horas fuera, incluso en las habitaciones de Russell, a veces sin el beneplácito de tan consagrado interlocutor, ya catedrático de Lógica Matemática del prestigioso Trinity College y con fama internacional. Wittgenstein pronto pasó de querer convencer a Russell de que servía para la lógica a ser una figura con la que este se identificaba y de la que necesitaba aprobación. Era una relación compleja que sufrió muchos altibajos; tuvo momentos de una profunda amistad y ocasiones en las que Wittgenstein llegó a despreciar explícitamente el trabajo y las capacidades de quien una vez fuera su mentor. Por ejemplo, recriminaba a Russell que hablara con inexactitud en su obra de divulgación sobre asuntos de carácter íntimo, como la experiencia de lo trascendente. De hecho, con el Tractatus Wittgenstein quiso delimitar lógicamente el lenguaje filosófico para que no pudiera penetrar en terrenos de esa índole.
De entre los pacientes interlocutores que Wittgenstein encontró en Cambridge, cabe destacar al filósofo George Edward Moore. Al igual que Russell, a pesar del obstinado carácter de Wittgenstein, Moore pronto reconoció en él a un genio. Pero este profesor también recibió la dura crítica de tan sorprendente alumno. En una ocasión le reprochó centrar sus clases en ideas ajenas y no desarrollar su propio pensamiento. Más fundamental fue su relación con David Pinsent, un alumno de matemáticas con quien Wittgenstein vivió una amistad con una dimensión sentimental que dejó tocados a ambos. Además de poder discutir con él su trabajo de lógica, Wittgenstein encontró en Pinsent a alguien con quien compartir su pasión por la música. Asistieron a numerosos conciertos e incluso hicieron música juntos (al parecer, Wittgenstein silbaba canciones de Schubert mientras Pinsent le acompañaba al piano).
Pinsent lo acompañaría en su primer viaje a Noruega en septiembre de 1913, donde Wittgenstein se dedicó a trabajar en lo que más tarde se convertiría en el Tractatus. Tras el mes que pasaron allí juntos, Wittgenstein decidió recluirse durante dos años en algún lugar apartado de Noruega, alejado de Cambridge (y de Pinsent, a quien no volvería a ver), para poder desarrollar sus investigaciones lógicas hasta sus últimas consecuencias. Así lo hizo, aunque por menos tiempo, dado el estallido de la Gran Guerra, que le sorprendió visitando a su familia durante el verano. Yendo y viniendo de Cambridge estuvo toda su vida. Es obvio que necesitaba del aire que allí se respiraba para dar los pasos fundamentales en su trabajo, ya fuera discutiendo con profesores y compañeros, o más tarde, cuando él mismo comenzó a dar clase, pensando en voz alta ante sus alumnos. Pero acto seguido sentía la necesidad de huir de allí para respirar más hondo, un aire más limpio, libre de la burguesía académica, de sus estiramientos sociales y de sus convencionalismos.
La filosofía de Wittgenstein se solía estudiar a la luz de las relaciones que este había mantenido en Cambridge y, en general, de los asuntos de interés —aunque cabría decir inteligibles— para la filosofía anglosajona. Una publicación de 1973 cambió de forma radical esa tendencia interpretativa...

Índice

  1. Prólogo
  2. El doble Copérnico de la filosofía
  3. Viena-Cambridge
  4. Una ética lógica
  5. La lógica contra el enigma y los fantasmas
  6. La caja de herramientas del lenguaje
  7. ¡Ese edificio te ha guiñado el ojo!
  8. Usos de Wittgenstein
  9. Apéndices
  10. Sobre la autora