Cameron
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Cameron

  1. 120 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Cameron, hombre mayor con una pierna artificial, posee buenas razones para no traspasar ciertos límites precisos de la ciudad en la que vive. Pasa sus días contemplando el paisaje ?montañas, nieve, un cielo cambiante? y sale a pasear de noche, a veces al muelle, a veces al Club de Jazz, a veces a deambular.Una noche, luego de una fiesta extraña y una madrugada de la que no recuerda nada, Cameron debe refugiarse en casa de su vecino Orsini, pues la policía lo busca, aunque desconoce la razón. Mientras se pregunta qué fue lo que pasó durante las horas perdidas, el protagonista establece una nueva relación con su cuerpo y con el extraño hombre que lo ayuda.En esta nueva novela de Hernán Ronsino encontramos una vez más la región argentina que el autor se ha enfocado en cartografiar, una en la que el pasado y el presente se encuentran en conflicto permanente, el escenario en el que se juega la identidad individual y la memoria colectiva. Sus materiales narrativos, volátiles y enigmáticos, sostienen una tensión que nos conduce por laberintos de memoria y percepción, hacia el núcleo de un misterio que nos alcanza hasta nuestros días."Hernán Ronsino irrumpió en el sistema literario de su país para ser leído como un verdadero hallazgo, como representante de una nueva y poderosa narrativa." Mónica Maristain"Uno de los más sólidos narradores no solo de su generación, sino de la literatura argentina de las últimas décadas." Damián Tavarobsky

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Información

Año
2020
ISBN
9786078667529
Edición
1
Categoría
Literatura
Julio Cameron: como mi padre, a quien no conocí; como mi abuelo, el general Cameron; como mi bisabuelo. Me gusta ver a Mita, en las mañanas de invierno, lustrar en la puerta de casa la placa con el nombre de todos.
Afuera cae la nieve. Lenta, silenciosa. A veces parece otra cosa. Pero ahora es nieve. Y se junta en los bordes del camino. Se va acumulando sobre la silueta de los montes para hacer aparecer lo que Mita ve siempre que llega enero: un hombre sin sombra. El monte arrastra, dice, un hombre sin sombra. A mí me cuesta verlo, Mita insiste con el dedo: Ahí está la cabeza, eso que cuelga son las piernas. No dice que parecen las piernas. Es literal. Dice que ese es un hombre que perdió su sombra. Cuando la nieve empieza a derretirse, Mita trata de evitar contemplar el monte. Prefiere el invierno y esa compañía secreta que encuentra sobre la ladera izquierda.
Por eso cerca de abril desaparece. No dice nada. Pero está claro que cuando el sol se empieza a expandir por el jardín –podrá dudarlo dos días, no más, porque siempre duda–, Mita sale de casa con el pelo recogido como quien sale a tirar la basura. Y no vuelve. O volverá, quizás, en el invierno. Pero en cada partida hay un desgarro definitivo. Esa sensación de finitud va cubriéndolo todo. Mita se va y algo se muere.
Entonces en ese tiempo sin Mita me dejo llevar por el desorden. Al principio me cuesta la soledad. Deambulo por la casa amplia. Espero encontrarme con Mita en algún pasillo, en alguna habitación desangelada: verla con el delantal celeste, los zapatos blancos que lava una vez por semana. Incluso dejo de comer en la mesa y las puertas, poco a poco, van perdiendo sentido. ¿Para qué cerrarlas? Pero cuando me acomodo en la forma de mis huesos, la soledad comienza a ser una compañía imbatible. Me empiezo a sentir mejor y salgo, recorro la ciudad, los barrios más prolijos. Es decir, empiezo a buscarme afuera, en el mundo de las cosas.
Me gustan los bares que están en la ribera del río. Son casas construidas por familias aristocráticas que, en alguna época, cuando los roñosos del barrio Alto empezaron a frecuentar las orillas del río, tuvieron que venderlas o algunas quedaron abandonadas. Durante años, esas casas fueron tomadas, arrasadas, puestas a la intemperie, pintadas con aerosol, intervenidas por grupos de arte. Hasta que la casa que todos llaman el castillo fue recuperada como bar y restaurante. Eso provocó un efecto dominó. Las demás se transformaron también en clubes de jazz, en bares pitucos, en hoteles finos. Me gusta ir a esos bares a escuchar bandas en vivo porque el olor del río me recuerda a mi madre.
Juan Silverio cena todos los martes en el Club de Jazz. Ese día toca siempre una banda liderada por una mujer gorda, de voz gruesa y un tatuaje entre los pechos. Silverio está enamorado de Elda Cook. Pero nunca se atrevió a decirle nada. Ni siquiera a saludarla. Silverio y Elda Cook son dos desconocidos. O mejor, dos que se conocen de vista. Elda Cook debe pensar que Silverio es un oficinista triste y borracho que escapa de su casa para evitar el tedio, la punzada en el estómago cuando la noche impone su silencio. Silverio piensa que Elda Cook es la vida que él nunca se atrevió a elegir. Son dos ramales que sólo se aproximan en el Club de Jazz los martes a la noche. Desde hace un tiempo comparto mesa con Silverio. Él mira a Elda Cook con la fascinación de un loco. Yo tomo mi whisky silenciosamente y fumo. Cada tanto asentimos con nuestras miradas. O decimos algo del sonido. O le convido un cigarro que Silverio nunca acepta. Es decir, ninguno interviene en el territorio del otro. Respetamos las fronteras.
Cuando termina el recital, Juan Silverio me saluda estirando un gesto con la cabeza y sale, hundido en su propio temor, con la derrota otra vez en la boca. Casi siempre lo sigo. Me gusta seguir a la gente. Inteligencia y preservación, así se dice. Hay deseos que no se pueden olvidar. Silverio camina hasta el Puente de Hierro, desde ahí contempla los veleros con sus capotas azules que se sacuden levemente. Se detiene en la forma en que los veleros se mueven pero a la vez están amarrados. Esa tensión entre el movimiento y la fijeza es, estoy seguro, la tensión del propio Silverio. Pero él no lo sabe. Más bien siente esa contradicción como si fuera una trompada en la cara.
El Puente de Hierro es el puente principal de la ciudad. El que permitía, en sus orígenes, el comercio con las otras ciudades de la región. Fue destruido en el bombardeo del año 63. Ese bombardeo que destruyó, además, tres edificios y una iglesia. A pesar de ser lo más importante para la ciudad, el puente fue lo último que se reconstruyó. Tardaron seis años. Mientras tanto los botes y las pequeñas barcazas comerciales trasladaban todo lo que había que cruzar: comida, herramientas, personas. Juan Silverio llegó por primera vez a la ciudad en una de esas barcazas comerciales que lo dejó cerca del puente derrumbado. Llegó con su madre adoptiva. Tenía seis meses. Yo ahora lo sigo hasta ese puente construido por un ingeniero húngaro, que es la réplica del puente original. Yo lo sigo hasta ese monolito porque la ciudad tiene límites para mí. Y, por ahora, prefiero respetarlos.
La ceremonia se repite. Es martes a la noche, Juan Silverio sale triste del Club de Jazz. Sube el camino estrecho y empedrado. Una leve llovizna cae, moja las cosas. Hace frío y es primavera –no es algo tan extraño en esta época–, seguramente arriba debe estar nevando. Una nieve distinta a la que cae en invierno, cuando Mita me señala la ladera izquierda y dice: Ahí están las piernas, esos son los brazos. Es literal. Juan Silverio enfila hacia el camino de la ribera para cruzar el Puente de Hierro. Yo lo sigo, a cierta distancia. Soy la sombra que, en invierno, le falta al hombre del monte. Cuando se detiene a mirar los veleros con sus capotas azules, yo me refugio atrás de la columna maciza del puente. Prendo un cigarro y trato de ver, entre las nubes, las luces del barrio Alto. Pero esta vez la voz de Silverio me interroga: ¿Por qué me sigue, Cameron?, dice con los ojos tibios y la boca temblorosa; es evidente que desde hace días ensaya esta intervención. Me sorprendo porque nunca percibí que se diera cuenta. ¿Por qué me sigue?, insiste. Porque a usted le gusta, digo con mi voz tajante. Le gusta que lo siga, ¿verdad? Juan Silverio no contesta, evade mi afirmación mirando los veleros. Es extraño, dice después cuando el viento se vuelve más intenso, es extraño este río, no puedo encontrarle una lógica a su movimiento. Es el río más hermoso que conozco, digo, ofreciéndole tabaco, lo hago por pura amabilidad, sabiendo que no lo va a aceptar. Pero lo acepta. Eso es cierto, larga ahora con la boca ocupada por el cigarro mientras espera que el fuego que le ofrezco lo encienda; es cierto, insiste, la belleza del río está en su lógica misteriosa. Después de un rato sin hablar, incómodo –no puede mirarme a los ojos–, cruza el puente fumando, se pierde por los barrios más grises. Yo me quedo mirando el río, esa boca oscura, ese vacío vibrante.
Por las noches, antes de dormir, deambulo por la casa silenciosa. La ropa que deja Mita cuelga como las reses de las vacas en un frigorífico. No sé por qué pienso eso. Y con esa idea se me figura el barrio Alto, allá donde las luces bailotean como un círculo perfecto. Esa es la vida. Pero una vida que desprecio. Mita seguro debe estar ahí, en la ronda de los que quieren beberse la alegría en conjunto. Yo, en cambio, deambulo por las habitaciones, busco el sueño. Y en ese deambular –en ese desequilibrio leve, cada vez más leve– me aferro a los detalles. Es una filosofía secreta. Pensar en los detalles, en las pequeñas formas, en los relieves silenciosos. Por ejemplo: si uno se acerca bastante a Juan Silverio va a descubrir una mancha en la comisura de sus labios. Una mancha pálida, café con leche, que parece una península desafortunada. En el centro de esa península emerge un lunar con bordes precisos. De lejos la península no se ve. Apenas resalta el punto negro del lunar. Una cosa, entonces, es ver ese círculo de luces que titilan en el Alto (los trazos gruesos) y otra cosa es percibir el detalle, la vida rancia de los que eligen esa vida, como Mita. Porque Mita elige eso cuando se va con el invierno.
Un martes Juan Silverio no aparece en el Club de Jazz. Es raro no verlo cuando llego a la mesa. Porque siempre está sentado, temprano, viendo cómo los músicos prueban el sonido. Le gusta todo eso: la vida de una banda. Pertenecer a un grupo. Pero no puede. Ahora, además, el recital está empezado. Elda Cook me mira sin dejar de cantar. Quiere tener alguna respuesta ante el vacío que se le abre en la primera mesa –la mesa, según ella, del burócrata melancólico y el viejo rengo–. Pero yo no logro reaccionar. En principio imagino que Silverio fue al baño. Por eso pido mi whisky y espero que vuelva. Es lo que puedo imaginar. De todos modos que haya ido al baño es algo extraño porque Silverio nunca se mueve de esa mesa. Pero a veces dan ganas de ir al baño, irremediablemente. Es natural. Elda Cook canta de otro modo. Se equivoca en la entrada de un tema de Bill Turner. Hace detener a la banda y pide empezar de nuevo. Dice que está un poco distraída. Y cuando dice eso me mira. Yo, en cambio, la percibo vieja y patética. Está claro que Silverio no fue al baño. Antes de que termine el recital bajo por una escalera estrecha. Un negro alto y perfumado mea en uno de los dos mingitorios. Yo busco el inodoro y me encierro ahí. Mientras espero que el negro se vaya, leo algunas frases escritas en la puerta: Dios ha muerto, pero dejó una gran herencia o Todo bailarín es puto. Salgo a la calle con una angustia en el pecho. La gente camina por la zona de los bares, despacio, fumando. En el castillo hay una fiesta temática. Un viento cálido se levanta en la ribera. Voy en esa dirección. Porque aunque Silverio no esté yo lo sigo igual.
Trabajé en la reconstrucción del Puente de Hierro. Fui parte de una cuadrilla que el ingeniero húngaro, Sigfrido Trasieff, seleccionó en el último tramo del montaje de las planchuelas. Los seis elegidos teníamos entre catorce y quince años. Lurmand, Strech, Sosa, Magallanes, Pit y yo. Me hice amigo de Sosa inmediatamente. Nunca había visto a alguien con hambre. Y tampoco nunca antes había tenido un amigo de la zona alta. Los demás, como yo, estábamos ahí por diversión. Sosa tenía bien claro que ese trabajo era una gran oportunidad. Lo tenía claro. Pero eso, además, no le impedía disfrutar de los pequeños momentos. Los sábados, después de la jornada en el puente, tomábamos cervezas en el Volkshaus hasta bien entrada la noche (el tío de Lurmand, que después fue conocido como el poeta Boris Gordon: el que se suicidó en el puente que reconstruíamos, trabajaba en la cervecería y nos dejaba tomar en un salón secreto del fondo: Así se conoce la vida de verdad, decía en voz baja trayéndonos las jarras espumosas). Recuerdo la tarde del montaje final. A Strech lo golpeó una viga en la mano y el colorado Pit, de la impresión y la culpa, cayó al río desde la grúa. La sangre de Strech sigue confundida en la columna del puente.
No sé por qué ahora recuerdo estas cosas. Será la fiebre que me atraviesa desde hace unos días. Hoy amanecí necesitando a Mita. Usted debe cuidarse del río, señor, me recomienda siempre con esa voz estrecha. Y cuando Mita dice eso quiere decir que me cuide del tabaco y la humedad. Sus pulmones son un estropicio, agrega desde lejos. ¿Será por eso que Mita me cuida en el invierno? La fiebre va y viene, como los veleros que contempla Silverio desde el puente. La fiebre va y viene y me despierta ciertos recuerdos. ¿O es el río? El olor del río que me trae a mi madre: maciza y católica, con su rodete estirado y rígido, tan burócrata. En esa confusión, en el pegoteo de las sábanas calientes veo parte del cielo despejado y recuerdo cuando le pedíamos a Sosa que nos hiciera oír el chillido de sus tripas. Lurmand y Pit se sacudían de la risa en los andamios del puente con el gorgoteo de aire que venía de esa panza negra y flaca. Nunca habíamos visto a alguien con hambre. Y Sosa hacía su juego. Tal vez pensaba que esa era una forma de acceder, de aproximarse a donde nunca iba a poder entrar.
La fiebre me tiene derrumbado varios días. Eso quiere decir que un martes no puedo ir al Club de Jazz a escuchar a Elda Cook. O a compartir la mesa con Juan Silverio. O a seguirlo. Ese martes que no voy, reconstruyo desde la cama cada momento, cada secuencia de lo que, se supone, está sucediendo en el Club de Jazz. Tomo una sopa y mientras miro por la ventana la zona alta, las luces titilantes de los barrios humildes, descubro, también, los movimientos en la casa de la señora de Burstein. Un camión de mudanzas está estacionado de culata en la entrada del garaje. No puedo ver...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Portada
  5. ÍNDICE
  6. CAMERON