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«¡ESPAÑOLES, A MARRUECOS!»1
LA CUESTIÓN DE LOS «MARMOLILLOS»
En la noche del 10 de agosto de 1859, sombras furtivas se afanan en torno a un edificio en construcción. Jadeantes, con palos y medios de fortuna destruyen las paredes apenas levantadas. Terminada la labor, se pierden en la oscuridad.
La mañana del día siguiente, Ramón Gómez Pulido, gobernador militar de Ceuta, envía a un subordinado a pedir explicaciones a la autoridad marroquí más próxima, el alcaide del Serrallo, un vetusto palacio situado a corta distancia de los muros de la plaza. El representante del sultán Abderramán se muestra sorprendido por la noticia, que atribuye a un desmán de la arisca cabila de Anghera. Aunque presenta sus excusas, maldiciendo a los montañeses, y ordena a sus acólitos restablecer como puedan un garitón que ha sido demolido, el español, hombre de corta paciencia, no se da por satisfecho. Ese mismo día 11, comunica al ministro de la Guerra, en Madrid, su propósito de «escarmentarlos [a los agresores] sangrientamente, emboscándoles fuerza fuera del recinto».2
No obstante, solicita permiso para esa iniciativa, consciente de su posible alcance. Por el mismo motivo, pone al corriente al cónsul general de España en Tánger, Juan Blanco del Valle. Este, un rico propietario de San Roque, transformado en diplomático por los azares de la política, no oculta su alarma, o, en frase más expresiva, «una bomba que hubiese caído a sus pies no hubiera causado más desastroso efecto»3 que la inoportuna novedad.
En esas fechas estaba pendiente de firma un acuerdo sobre los límites de Melilla,4 muy favorable para el Gobierno, y temía, justificadamente, que lo sucedido afectase a las buenas relaciones entre los dos países. De hecho, como recordará a Gómez Pulido, en respuesta a un oficio suyo del 6, había expresado ya su preocupación ante las eventuales «dilaciones y entorpecimientos» que podían causar los trabajos que se habían emprendido en el campo exterior de Ceuta.
Por eso, en su contestación del 12 volverá a mencionar las posibles «complicaciones y dificultades» que se suscitarían. Al tiempo, evoca el muy delicado estado de salud del «anciano emperador berberisco», esto es, del sultán, y comenta que «si llegare a sucumbir todo lo habríamos perdido, porque la anarquía más espantosa se entronizaría en este país casi salvaje», haciendo estériles todos sus desvelos para concluir el tratado de Melilla. Con ese motivo, le ruega que, de momento, «suspenda las obras proyectadas». A la vez, traslada al Ministerio de Estado, como se titulaba entonces el actual de Asuntos Exteriores, su inquietud ante «los propósitos belicosos» del gobernador.
Finalmente, se dirige a Mohamed el-Jetib, ministro de Negocios Extranjeros de Marruecos, refiriéndose al «ultraje» cometido, que «no puede quedar impune». «Es preciso, absolutamente preciso, que se haga en presencia de la mencionada plaza […] un ejemplar castigo […] justo y severo» de los culpables.
Siempre el 12, una delegación de cabileños pidió parlamento ante Ceuta y manifestó al mayor que salió a escucharles que, en ningún caso, consentirían la erección de edificaciones en ese terreno, «aunque el sultán lo mande». Al informar de ello, y de su firme respuesta, Gómez Pulido destacó que estaba «sumamente satisfecho de la conducta que ha observado el alcaide del Serrallo» en toda la cuestión, porque había hecho lo posible para convencer a los de Anghera para que depusiesen su actitud. Solo al final del despacho alude, por primera vez, a «los marmolillos […] volcados», que en el curso de los siete meses siguientes llevarían a la muerte a miles de hombres.
Para valorar lo sucedido, es preciso situar los acontecimientos en su contexto. En virtud del artículo 15 del Tratado de Mequínez, de 1 de agosto de 1799, vigente en 1895, que se remitía a su vez a un acuerdo de 1782, se estipulaba la concesión por parte de Marruecos de un «terreno para el pasto» a las afueras de Ceuta, delimitado por los malhadados marmolillos.5 Se trataba del campo exterior, o «del moro» –la expresión ya revela la pertenencia–, de unos mil metros. Remacha6 estima que ese «espacio agropecuario» es «territorio del sultán, gravado con una servidumbre», pero considera que ello no excluía que España pudiera tomar «medidas de seguridad para su mantenimiento y uso». Acaso, en cambio, cree que cualquier construcción en dicho territorio era contraria a «la letra y el espíritu del tratado en vigor».7
Panorama de Ceuta, en el Atlas histórico y topográfico de la Guerra de África (1861).
Este punto de vista parece acertado. Se trataba, sin duda, de suelo marroquí; más concretamente, de la cabila mencionada. Desde luego, al cederlo para su aprovechamiento en un ámbito específico, estaba implícito que el usufructuario pudiera tomar las providencias precisas para hacer efectivo su disfrute, ya que, en caso contrario, el derecho cedido estaría vacío de contenido. Pero incluir entre ellas el levantamiento de estructuras duraderas, y más aún de carácter militar, se antoja exagerado. Al respecto, es muy significativo que los montañeses no protestasen por la existencia de construcciones, sino porque las nuevas, a diferencia de las anteriores, no eran de madera, sino de obra, lo que implicaba una clara voluntad de permanencia.
El fondo del asunto es que, al margen de disquisiciones, dicha voluntad existía. En efecto, de creer a una fuente nada sospechosa,8 ya desde julio de 1854, Leopoldo O’Donnell, como ministro de la Guerra de un gobierno anterior, acariciaba la idea de «redimir de su desprestigio nuestra influencia en África mediante una acción enérgica». Con vistas a ello, en noviembre nombró gobernador militar de Melilla al brigadier Manuel Buceta, un belicoso militar. Es más, siendo presidente del gabinete, en 1859 le repuso en el puesto del que había sido relevado. Sin duda, se arrepentiría más tarde, ya que era tan impetuoso que sería condenado al año siguiente en un consejo de guerra por su acometividad, tan excesiva como poco prudente.
Por otro lado, en 1855, una comisión había realizado reconocimientos de la costa marroquí para estudiar posibles puntos de desembarco. Fueran o no reales los pretendidos planes de O’Donnell, existía una última cuestión de mayor cuantía: la vulnerabilidad de las plazas ante los crecientes avances en el alcance de la artillería, fruto de la aparición de nuevas tecnologías, que permitían que Ceuta pudiese ser bombardeada desde la altura llamada El Otero, en pleno «campo del moro». Para eliminar esta eventualidad, en Madrid se había decidido la erección de cuatro fuertes en esa zona. Justamente para vigilar a los penados que trabajarían en ellos, se había comenzado a levantar el cuerpo de guardia llamado de Santa Clara, objeto del atentado del 11.
Complicaba todo la tenue soberanía ejercida por los sultanes en el ámbito de su propio país. Durante siglos, Marruecos estuvo dividido entre un estrecho Bled el-Majzen, donde la autoridad del emperador era indiscutida, y un amplio Bled es-Siba, en el que era contestada en mayor o menor medida, y que podía englobar, según las épocas, hasta dos tercios del territorio, incluyendo las regiones vecinas tanto de Ceuta como de Melilla.
De ahí que en el citado texto de 1799 se autorizara a España a usar «del cañón y del mortero», si resultara preciso por «la mala índole de aquellos naturales». Así, el sultán reconocía expresamente que no siempre estaba en condiciones de reprimir los desmanes de sus revoltosos y teóricos súbditos. Por eso, la buena voluntad del alcaide del Serrallo, aun siendo real, tenía una eficacia muy relativa.
En cierto modo, pues, a mediados de agosto ambos países se encontraban, incluso aunque no lo desearan, en rumbo de colisión. Los de Anghera se resistían a perder de forma definitiva unas tierras que consideraban propias, con razón; par...