Relatos impares
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Relatos impares

  1. 134 páginas
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Relatos impares

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Índice
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Información del libro

Una mujer que va con su marido y sus hijos al circo se ofrece a entrar en la caja del mago. Segundos después la que sale de allí, ante el asombro del público, es una pantera furiosa. De la mujer nunca se vuelve a saber nada. ¿Hacia dónde se fue? ¿A qué territorio desconocido fue a parar? Ni siquiera Julio Paredes lo sabe. Él apenas es el que arma la gran carpa del circo y convoca a los protagonistas. Lo demás corre por cuenta de ellos. Julio es uno más entre el público. Es inútil que la hija de la mujer le pregunte por su madre.Este es el oficio del cuentista, y Julio Paredes lo ha ejercido durante más de veinticinco años en los que ha escrito cuentos y novelas, ha traducido, ha editado libros y revistas. Esta colección recoge una selección de sus cuentos que muestra al autor en la plenitud de su técnica, con la frescura de la imaginación del que ha decidido hacer de su vida un observatorio del ser humano.

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Información

Año
2020
ISBN
9789587205282
RELATOS IMPARES
Para Sofía y Carmen
Para Marina
La mayoría de nosotros tiene solo una historia que contar
Julian Barnes, The Only Story

MORIAH

Había perdido la cuenta del número de veces que habíamos venido con mi papá al monte. Tampoco tenía una sensación clara del avance del tiempo. De los días y las noches que separaban una y otra nueva travesía. Así, no sabría decir si desde la primera vez a esta tarde transcurrían ya varios meses o, incluso, años; dos o tal vez tres, o más. Sin embargo, cada vez que nos internábamos por entre los primeros árboles, llegaba de nuevo el momento en el que la secuencia idéntica de los hechos me hacía creer que nos entrábamos en los mecanismos y accidentes de un sueño repetido. Identificaba entonces las mismas variaciones físicas y acústicas de las veces anteriores, los leves crujidos de las ramas, el posible canto de un pájaro, y volvía a creer que hoy vendría, por fin, el desenlace providencial que le daría sentido a nuestro ascenso.
Me había acostumbrado a darle a cualquier acontecimiento común la estructura típica de los episodios fantásticos. Mi escasa juventud había estado, desde un comienzo, sometida al rigor diario de medicamentos poderosísimos, a la permanente digestión de un revoltijo de químicos, de un recetario profuso que sin duda me mantenía siempre al borde de las alucinaciones. Además, por encontrarnos siempre en los minutos finales del atardecer, con el resplandor ya débil de los rayos casi horizontales del sol, las formas del escenario que teníamos alrededor, atravesado por un camino de largas curvas, convergían en este engañoso mundo exterior, articulado a la medida de los espejismos y al salto de siluetas entre las sombras y los últimos destellos de luz.
Pensaba en efecto en un sueño, pero la espesura por la que nos adentrábamos, el viento de ráfagas repentinas (un aleteo furioso que no solo nos enfriaba sino que llegaba como el anuncio de un espíritu irritado), la gruesa franja de rojo encendido que dividía en dos el horizonte a nuestra izquierda, la respiración de mi papá, el ruido firme de sus pisadas, no eran los materiales de un argumento ficticio, piezas simples, truncadas y ensambladas en una sucesión caótica, para encubrir un embuste. Formaban, por el contrario, el catálogo necesario para reforzar el panorama que acompañaba nuestra travesía hacia la promesa del milagro, a la revelación del portento inmenso que, según había afirmado mi papá desde la mañana inicial, encontraríamos en la cima del monte. En mi ilusión, imaginaba desde el comienzo del día la forma de un botín maravilloso, que además de darnos la riqueza nos mostraría el ungüento, o su fórmula secreta, para mitigar y hacer desaparecer el rigor físico que me había inmovilizado por años.
No me pareció raro que mi papá eligiera esta particular tarde de agosto. Había esperado, como en ocasiones anteriores, una fecha con luna llena. Como él, yo sabía también que, semejante a las criaturas protagonistas de tantos relatos que escuché inmóvil y emocionada, bajo el influjo de sus rayos entraría en una melancolía apacible, en una especie de recogimiento pasivo que me ayudaría a perder el miedo y a no pensar en el paso de los minutos. Yo reconocía, por otro lado, que esta leve inconsciencia resultaba cada vez más necesaria para mantener el equilibrio endeble de mi naturaleza y, sin duda, la serenidad de mi papá.
Ya en la oscuridad, mi papá ascendió el tramo final con el mismo esfuerzo pasado y escuché cómo, en ese preciso instante, el ritmo de su respiración aumentaba considerablemente. Aunque yo era un cuerpito que no pesaba nada, recogida en sus brazos como una novia de trapo, las últimas curvas se empinaban de pronto y desembocábamos en un sendero estrecho, de escalones imprecisos, con piedras y raíces que formaban trampas. Flanqueado por un semicírculo de arbustos y matorrales, alcanzábamos el claro que coronaba el monte. Sin soltarme nunca, mi papá buscaba con los ojos el rincón donde acomodaría finalmente mi cuerpo. Con un terror que siempre me parecía repentino, no sabía si el brillo que descubría en su mirada, durante esos segundos en los que intentaba recuperar el aliento, respondía a ese designio impuesto, a ese propósito inconfesable que, por sugerir un desenlace en el fondo atroz, me ponía a temblar. Quizás achacándole de nuevo mis sacudidas al frío, que aumentaba con rapidez, mi papá me apretó con fuerza y me rozó la frente con los labios. Sospechaba que de preguntarle alguna noche sobre las razones de nuestra ascensión recibiría una respuesta imprecisa, sin sentido. Los dos sabíamos que se trataba de una ceremonia que debíamos cumplir en silencio.
Escogió otro árbol alto, con muchas ramas, y, después de tender a un lado del tronco las mantas que había traído, me arropó y puso con cuidado mi cabeza sobre la improvisada almohada. Me gustaba la delicadeza con la que me trataba; la aplicación con la que parecía suavizar la rudeza del entorno. Entonces, como sucedía siempre en la terraza de la casa, cuando, si no caía mucho frío, me dejaba ver las estrellas desde la tumbona, se retiró a un lado y fumó sin afán y pensativo un cigarrillo.
Aunque nunca me parecía del todo triste, no dejaba de imaginar que mi papá reflexionaba en ese fallido azar que nos había unido, en su impotente y solitaria aspiración de ver crecer una niña hermosa, con la fuerza para ponerse en pie y correr hacia su lado. Iluminada quizás por la poderosa luz lunar, comprendí que en este sacrificio secreto y sin palabras mi papá me ofrecía la compasión más dulce. Se acercó de nuevo y, en cuclillas, me pasó la mano varias veces por la cara. Arregló los mechones que me caían en la frente. ¿Sería este el último ademán antes de su despedida? ¿La señal que me daría antes de alejarse, la silueta cada vez más borrosa a medida que descendía, sin mirar hacia atrás, doblada hacia adelante, como el espectro verdadero de mi alma?

ROTTERDAM

Una vez entraron al puerto, la velocidad del buque se redujo considerablemente. Después de varios días de balanceos y sacudidas fuertes mientras pasaban el Canal de la Mancha, este deslizamiento suave agudizaba la sensación de extrañeza que se le había instalado entre pecho y espalda. Echado en el camarote, repasó la última conversación que sostuvo con Irene por teléfono dos días antes de que él saliera de Bogotá. Ella había encontrado ya un apartamento por el centro de Madrid, no muy lejos de la sede de la universidad. Un lugar que llevaba abandonado casi dos años y que la dueña dejó a un precio mensual muy bajo, con la condición de que lo limpiaran y arreglaran algunas cosas.
Volvió a escuchar la dulzura de esa voz con la que Irene explicaba el mundo. Pensó que no sería bueno contarle a Irene sobre el vértigo que lo apresó una noche cuando se asomaba por la borda y miraba el agua oscura del mar; aferrado a las varas metálicas, consciente de que había una frontera muy frágil entre sus pies sobre la cubierta y el salto al vacío. Vio por entre el ojo de buey la noche al otro lado, las estrellas inmóviles, y entendió que su tarea más importante era no atentar contra la belleza de Irene, dominar su impaciencia, uno y otro de los días por venir.
Le contaría, mejor, sobre la increíble luz del mar en el Caribe y que llegó apenas a tiempo a la zarpada del buque, pues el vuelo de Bogotá a Cartagena se había atrasado por la llegada del Papa. Imaginó que podría inventar una metáfora con la accidentada presencia de este segundo Papa en Colombia, pues así como traía la particular misión de bendecir una tierra desarticulada y brutal, por poco le impedía subir a este buque que lo acercaba de una vez por todas a Irene. Un Papa polaco, como el puerto final donde este mismo buque desaparecería para siempre.
*
En la mañana y ya en tierra, los oficiales de inmigración los separaron en dos filas. Un hombre vestido de civil le ordenó a Cárdenas con una rápida seña de la mano que recogiera el equipaje y lo siguiera hacia un cuarto. Cárdenas conocía la rutina y obedeció con calma. Se trataba de un escenario que replicaba sus dos únicas visitas a Estados Unidos. Una vez adentro el oficial apuntó, con un índice que a Cárdenas le pareció súper desarrollado, una larga mesa vacía. Obediente a esa especie de encuentro entre sordomudos, puso la maleta, el maletín y el morral par sobre la mesa y empezó abrir las cremalleras. El hombre le señaló la pared y esperó a que se alejara.
En el mismo instante entraron dos oficiales más a la salita. Una mujer, con un kepis azul que parecía flotarle sobre el pelo recogido, de un rubio brillante, con visos dorados, y otro hombre de idéntica corpulencia a la del primero, con uniforme de policía. Esperaron a que Cárdenas terminara de vaciar el contenido de lo que formaba su equipaje. Con parsimonia excesiva cada uno de los oficiales inspeccionó las costuras del equipaje. La mujer se concentró en la maleta. Hacía la tarea con tanta seguridad y fácil destreza que Cárdenas se inquietó con la posibilidad de que al final descubriera un comportamiento secreto que hasta él mismo ignoraba.
El segundo oficial mostró la misma concentración con los libros que cargaba Cárdenas en el morral. Pasaba las hojas casi una a una, atento a cualquier papel que pudiera caer o aparecer dentro. Por un segundo, Cárdenas tuvo la sensación de que los ruidos habían desaparecido del cuarto y le subió un leve mareo que achacó al hecho de estar de nuevo en tierra. Vio que el policía se detenía un rato más largo en las páginas del ejemplar de Viaje a Samoa de Stevenson. Nada raro que también fuera un lector, pero por el movimiento silencioso de los labios imaginó que deseaba jugar con el arreglo de unas frases traducidas a un idioma incomprensible.
Entonces la mujer le pidió en español el pasaporte. Cuando lo recibió salió del cuarto. Cárdenas sabía que era ilegal sacar fotocopias del documento, pero era inútil negarse. Recordó la especie de advertencia impresa en la primera página y que aludía a la solicitud que el gobierno de su país hacía a todo tipo de autoridad para que brindaran al titular del papel las facilidades pertinentes para realizar un tránsito normal por el territorio al que llegaba. Tenía la seguridad de que, en su caso, como colombiano arribando por mar, la petición sonaría como una ingenuidad risible.
La mujer regresó después de unos minutos y, cuando le entregó el pasaporte, quiso saber por qué razón llegaba a Europa. Tenía un acento fuerte pero construía las frases de una manera excesivamente perfecta, como si repitiera las frases de una grabadora invisible y en realidad no comprendiera su significado. Cárdenas explicó sus intenciones de trabajar y estudiar en Madrid. También le preguntó si conocía alguna persona en Rotterdam. Cárdenas negó y añadió que estaba ahí solo por accidente, no pensaba quedarse más que esa noche. La mujer lo observó con curiosidad, y se echó un paso hacia atrás, como impulsada por un órgano oculto.
Hubo un largo silencio y cuando la mujer le pidió que se quitara la chaqueta, Cárdenas sospechó que la siguiente orden sería la de desvestirse. Nunca antes se había visto obligado a esa clase de strip tease. Sin embargo, la cosa no pasó de un cacheo más o menos violento. Uno de los policías imprimió un sello en el pasaporte y le comunicaron que podía irse. Acomodó con tranquilidad la ropa, pero por poco perdió la calma mientras intentaba cerrar el maletín. La cremallera no se movía del punto donde había quedado atascada. Los tres se mantuvieron impávidos, despreocupados ante los esfuerzos de Cárdenas, que había empezado a sudar rápidamente.
*
Decidió probar el hostal que les había recomendado uno de los marineros del San Buenaventura. Buscó un taxi y le mostró al chofer el papel con el nombre escrito. El taxista pareció comprender y sin mucha delicadeza acomodó parte del equipaje en el baúl. El hombre conducía como si odiara el oficio y afortunadamente, pensó Cárdenas, no pasaron más de diez minutos antes de que frenara ante un aviso de neón.
La pensión, con el sonoro nombre de Dunderlandsal, tenía una hermosa puerta de madera. Después de insistir unos segundos en el timbre lo recibió un individuo amable y sonriente quien, luego de hacerlo pasar y tomar los datos pertinentes, confesó, con bastante emoción, que había estado en Bogotá por la década de los años cuarenta. Para sorpresa y entretenimiento vocalizaba algunas palabras en español. Después de pagar lo de la noche y escuchar con una sonrisa una breve anécdota sobre la belleza de las colombianas, Cárdenas siguió al hombre por unas escaleras en forma de caracol que llevaban hacia una especie de bajo. Se detuvo ante una puerta y enseguida le enseñó a Cárdenas un cuarto con una diminuta ventana hacia la calle. Parecía orgulloso de indicarle las características del lugar, como la ducha amplia y limpia, la lámpara sobre la cabecera de la cama, ideal para la lectura.
Decidió echarse unos minutos en la cama. La calidez y disposición del anfitrión habían servido para reducir la inquietud de esas primeras horas. Después se preparó para salir y caminar un rato por entre las calles del famoso puerto. Mientras terminaba de vestirse observó con detenimiento la única reproducción que adornaba las paredes del cuarto. Se trataba de una escena campesina y mostraba probablemente a la familia de algún famoso noble en recorrido por los campos para reconocer la maravillosa extensión de sus propiedades o la fidelidad de sus siervos empobrecidos. El paisaje había sido tratado con una minuciosidad excesiva. Sin embargo, el rostro de los aristócratas era melancólico y Cárdenas imaginó que estaban ahí por la desagradable o inexplicable fatalidad de tener que acatar una tarea incómoda como la de acariciar la cabeza piojosa del interminable número de niños que los rodeaban o escuchar el dramático relato del destino de algún tullido. El estruendo de un tranvía, que casi rozó la ventana, lo sacó de la elaboración.
*
Cuando bajó de nuevo a la recepción, el dueño del hotel dibujó sobre una hoja un pequeño mapa que le indicaba un fácil recorrido para llegar hasta la plaza central donde, según sus palabras, estaba la “vida de Rotterdam”. En la puerta, lo tomó con fuerza del brazo y, adoptando un tono teatral, le aseguró que esa era una ciudad peligrosa. Cárdenas agradeció la advertencia y le recordó a uno de esos actores secundarios de las películas de terror, que siempre previenen al incauto protagonista sobre los peligros que se avecinan si no desiste en su empeño de adentrarse en las regiones tenebrosas. Según el pequeño plano la plaza se encontraba hacia el costado derecho de la puerta principal de la estación central de buses, a la que llegó después de caminar un par de cuadras.
En la plaza había bastante movimiento a pesar de la hora. Se sentó, como otros turistas, sobre la base del monumento ecuestre que se levantaba en el centro y se entretuvo con un grupo callejero de rock. Después de un rato sintió hambre y buscó un puesto de comida. Intuyó que si en ese momento alguien lo observara podría identificar sus esfuerzos por esconder su condición de nuevo extranjero en una ciudad extraña, adjudicándole la desprotección propia de todos los que se encuentran alejados de su hogar. Tuvo una confusa relación de los últimos días en Bogotá. La lenta distribución de sus pertenencias en la casa de su mamá, donde aún vivían sus dos hermanos menores. Sabía que viajaba hacia una estadía de mínimo cinco años y, probablemente, Madrid se convertiría en la ciudad donde se quedaría a vivir. Terminó el sándwich y salió de la plaza.
*
Supuso que empezaba a caminar por la parte vieja de la ciudad. Se entretuvo con algunas vitrinas y trató de pensar en un posible regalo para Irene. Las construcciones eran altas y angostas y pensó que parecían concebidas por un arquitecto obsesionado con las florituras del pastillaje. Descubrió que seguía un prolongado zigzag. Sospechó que en un momento se encontraría de nuevo en la plaza, como había escuchado que les sucedía a los extraviados en el desierto que al pisar con mayor fuerza sobre uno de los pies quedaban sometidos a un círculo que los devolvía al punto inicial. El aire era fresco, con un viento apenas cálido. Miró el reloj y calculó que a esa hora empezaba la tarde en Colombia. Entonces un desmesurado golpe le hizo perder el equilibrio. Enseguida una avalancha lo lanzó contra la pared y un intenso tufo le cayó en la cara, una mezcla improbable de adivinar. Casi en el mismo segundo la punta de una navaja le pinchaba el cuello.
No vio los rasgos del otro que de inmediato empezó a buscar con afán entre sus bolsillos, mientras mascullaba términos ininteligibles, como si revolviera el contenido de un cajón donde escondiera un documento precioso. Cárdenas entendió la escena como parte de otro cacheo por su condición de inmigrante molesto, indeseado. Entre el aturdimiento recordó que llevaba un poco más de doscientos dólares. Cuando por fin el tipo tuvo los billetes en la mano se separó con cautela y, bajo la luz, entró en una pasajera ausencia al tiempo que la navaja se le caía de la mano. Cárdenas no comprendió lo que sucedía, pero respondiendo a un ignorado impulso lanzó un fuerte manotazo sobre el oído izquierdo del otro. El hombre se tambaleó y no hizo nada por defenderse. Cárdenas tiró otro golpe, esta vez buscando la altura de la nariz, y se abalanzó sobre el cuerpo, estrellándolo contra el tronco del árbol, que había servido de sombra inesperada para la silenciosa pelea. Cárdenas escuchó un chasquido, como una rama seca partiéndose en el fuego. El otro soltó un débil quejido y se escurrió en el piso.
Cárdenas se mantuvo un rato al lado del cuerpo. Perplejo, no su...

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  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. Los cuentos de Julio Paredes
  6. RELATOS IMPARES
  7. Contracubierta