Leer, viajar, estar vivos
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Leer, viajar, estar vivos

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"Conocía Trieste, su café San Marcos y su Jardín por la voz de Claudio Magris. Respiré el atardecer en Buda, en el Bastión de los Pescadores, al lado de Kristóf, el protagonista de Divorcio en Buda… Ay, Budapest, horas y horas contemplando el Danubio como si tuviera el río en los labios. (…) Visité estas ciudades en otoño. Tiempo de vacaciones. Hubo días de lluvia, días de frío, de viento, de cierta nostalgia, de anhelos. No había gente en los parques, nadie paseaba, solo se iba a algún sitio. Pocos turistas. Detrás de los cristales de un café, esperaba, como si la vida fuera eso, mirar tras las ventanas manchadas de un elegante café..."Este libro describe viajes literarios, pequeñas odiseas, geografías de ciudades poéticas. Viena, Trieste, Varsovia, Budapest, Praga, Salzburgo, Berlín, Lisboa, Tánger y la hermosa librería Lello & Irmao en Oporto. Una obra que habla de escritores, personajes, paisajes. De viajar lento. Del gozo de descubrir que son las personas las que dan sentido al viaje… Viajar para escribir, aprender, experimentar. Soñar. Viajar para mostrar que todas las ciudades se parecen, que todos los lectores, todos los viajeros caminan detrás de un sueño: Leer, viajar, estar vivos.

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Información

Editorial
Casiopea
Año
2019
ISBN
9788412001211
Edición
1
Categoría
Viajes

LOS VIAJES


Viena

Viena es uno de estos lugares en los cuales recupero lo sabido y lo familiar, el encanto de las cosas que, como en la amistad y en el amor, con el tiempo se convierten en algo cada vez más nuevo. Esta familiaridad de Viena reside tal vez en su naturaleza de encrucijada, lugar de partidas y de regresos, de personas famosas y oscuras, que la historia recoge para dispersar, después, en la errabunda provisionalidad que es nuestro destino.
El Danubio, Claudio Magris
Llegué a Viena un lunes de otoño, la tarde languidecía al tiempo que una lluvia terca y fina cubría sus calles adoquinadas.
El martes amaneció gris; pero yo me sentía luminosa, emocionada, callejeando por espacios donde tiempo atrás habían paseado Stefan Zweig y Joseph Roth. Era la intención de mi viaje. Habitar durante unos días esa urbe. Pasear bajo el cielo de mis escritores, mis maestros, autores de cabecera que me fascinan, me asombran y me enternecen por igual. Compañeros de viaje, compañeros de Ítacas.
Nunca comprendí por qué sentía cierta añoranza de aquel tiempo invisible. Quizás fuera curiosidad, no estoy segura. Lo cierto es que me atraía aquella época y esta ciudad racional, refinada, culta, despierta a nuevas ideas humanistas. Ideas y personas que se perdieron en el aire, igual que el humo de una chimenea.
Caminando por las calles de la vetusta ciudad, el sonido rítmico del trotar de los caballos me llevó a recordar las palabras de Roth sobre los adoquines, en contraste con el asfalto. Era un signo muy evidente y claro. Las piedras eran el regalo de la naturaleza a la ciudad… Viena jamás dejó de ser campo.
Soma Morgenstern, escritor y periodista, amigo íntimo de Joseph Roth, adoraba Viena, en ella encontró la «sociedad de sus amigos». Pertenezco a la desventurada generación que naufragó en el diluvio de la historia universal, del que sólo unos pocos salvaron su vida, pero no salieron, en ningún caso, indemnes.
La entonces capital del mundo siempre fue para Roth la amante poco solícita y bella que tanto buscó entre sus mujeres. La eterna conexión de la ciudad con la naturaleza.
El día transcurrió ligero. Yo andaba entre párrafos, mirando las avenidas, los edificios, los palacios, los comercios antiguos, las cornisas de las ventanas, las jambas de las puertas, los llamadores. Todo. Buscaba contemplar la Viena de aquellos años en los rostros de las gentes. Cualquiera de esos seres podía haber inspirado los libros de Zweig: Amok, Cartas de una desconocida, o los libros de Roth: Job, La cripta de los capuchinos y tantos otros. Solo había que cambiar el attrezzo, como en el teatro, y ahí estaban ellos y sus personajes de carne y hueso.
Nos encontrábamos ya en la plaza Schwarzenberg y enseguida nos dieron las once y media. Bajamos por el Ring hacia el parque, luego lo atravesamos y volvimos por la calle del Ring hasta el ministerio de la guerra. Ante el edificio, a Joseph Roth, que entonces gestaba su Marcha Radetzky, le vino la idea, como no es posible hacer menos: Aquí es preciso que hablemos del emperador Francisco José.
Stefan Zweig
El miércoles, la apacible y amable ciudad de los Habsburgo amaneció luminosa.
En la plaza de la catedral, bajo su pavimento, duermen el sueño eterno miles de almas. Hace más de doscientos años, las crónicas vienesas hablaban de ello. Luce el sol y un grupo de tres hombres dirigidos por una mujer gruesa con un sombrero verde cantan una canción a tres voces. Voces gruesas, graves, contundentes que causan admiración y embeleso entre las gentes que allí nos encontrábamos. Eran las nueve y media de la mañana. Una hora más tarde volví a encontrarlos frente a la Escuela de Equitación Española. Seguían cantado. Una singular forma de anunciar la actuación de un grupo musical en un local céntrico.
La capital mundial de la música respira melodías y canciones por doquier. Conciertos diarios en iglesias, salas de música, óperas, recitales, cafés donde no deja de sonar el piano, incluso al pasar por algunas calles se pueden escuchar grupos de niños ensayando a varias voces una canción.
Dentro de este precioso edificio gótico, la catedral de San Esteban, se casó el genio precoz de la música: Mozart. También tuvo lugar su funeral, aunque a ciencia cierta nadie sabe dónde está enterrado. Olía a madera vieja, a velas ardiendo. Sonaba el órgano. En una de las naves laterales, un grupo de japoneses dispuestos como soldados siguen con fidelidad religiosa a su guía, un joven que porta un sombrero tirolés en la mano. Lleva el pelo rubio, abundante, pegado a la cabeza como si fuera un casco. Habla entre susurros.
A la derecha de la entrada, una anciana, encorvada con un abrigo naranja, enciende dos velones blancos que ha sacado de un carrito de la compra. Docenas de velas encendidas brillan como luciérnagas junto a la milagrosa imagen de la Virgen de María Pocs.
En la calle, el sol brillaba orgulloso y altanero como un emperador. El cielo es de un azul claro, solemne. Estoy en los jardines de Burggarten camino de una de las salidas, donde se encuentra una estatua en bronce de Goethe. El gran escritor contempla el mundo, soberbio y majestuoso sentado en un sillón, sobre un pedestal. Recuerdo que la primera vez que la vi yo iba en el tranvía número 2, el famoso tranvía que rodea el centro de la ciudad, el anillo principal. En el libro Huida y fin de Joseph Roth, Soma Morgenstern, escritor y amigo íntimo, contaba cómo Joseph erró al confundir el bronce con la piedra, hablando de ella en un artículo en el periódico.
Seguí despacio sin rumbo, callejeando. Un aire fresco y cálido abrigaba el centro de la ciudad. Recordé que a Zweig la inspiración le llegaba a través del aire. Lo entiendo: En Viena y en el campo mis versos me salen en las calles y en los jardines.
Los cafés de Viena, declarados patrimonio de la humanidad, son su seña de identidad. Ella está íntimamente unida a los cafés, como una madre con su hijo, un vínculo invisible que huele a eterno. El día anterior yo había visitado alguno de ellos. ¡Ay, los cafés vieneses! Todos compartían el mismo mobiliario y la misma atmósfera añeja, sosegada, decadente de tiempos pasados. Allí, escritores, humanistas, músicos, abogados, doctores, políticos, filósofos, poetas y gentes de aquel mundo de entreguerras bebían la vida a sorbos. Mesas de mármol, zócalos de madera, percheros de pie junto a la entrada donde cuelgan los abrigos y algunos sombreros, lámparas de cristal, vitrinas inmaculadas llenas de tartas y pasteles, cubertería regia, camareros vestidos como en épocas pasadas. Entrar allí es como atravesar el umbral de otro siglo.
En la guía que llevaba conmigo, se hablaba de la gran variedad de tipos de café: inspanne: café solo doble con nata montada; kleiner brauner: café solo con leche condensada. El que con más frecuencia se servía era el melange: café con leche, o el kapuziner: un cortado. Todos se sirven con un vaso de agua. Cuentan que se utiliza la formula «1-2-3-4», es decir: un melange, dos vasos de agua, tres periódicos y cuatro horas para leerlos.
De pronto, el otoño parece detenido al borde de la calle donde se encuentra el Café Central. Está situado en la planta baja del palacio Ferstel, en la calle Herrengasse. Mi anhelada cafetería. Son las dos de la tarde y el cielo parece una paleta de azules y grises. Por un instante, los ángeles pasean entre las mesas.
Nada más entrar me envuelve su luz pálida y amarillenta. El emperador Francisco José y su desdichada esposa, la emperatriz Elizabeth, contemplan a las gentes desde sus enormes retratos. Es un sitio acogedor, reconforta como un plato de sopa caliente. Allí vivía el escritor y poeta Peter Altenberg, un bohemio empedernido que dormía de día y conversaba de noche. De él decía Claudio Magris que era el «poeta sin casa». De hecho, allí está su figura representada en papel maché, sentado en una silla, dejándose fotografiar.
Los debilitamientos trágicos: comer cuando no se tiene hambre. Beber cuando no se tiene sed. Moverse cuando se necesita descanso. Copular cuando se carece de amor. ¡Sabiamente nos conduce la naturaleza! Cuando tenemos hambre, al pan. Cuando tenemos sed, al agua. Cuando estamos cansados, al sueño. Cuando estamos llenos de amor, a la mujer. ¡No tomarse la propia vida más en serio que una pieza de Shakespeare! ¡Pero tampoco menos! Dejar que la vida se apodere de uno como en el teatro. El teatro de la vida. ¡Ser el espectador ideal de uno mismo! ¡Estar del todo concentrado y, sin embargo, saber salir luego de los embrollos e intrigas al aire fresco de la noche! ¡Haber vivido lo que no se ha vivido y no haber vivido lo que se ha vivido! ¡Así te purificas de ti mismo! Y tus «propias tragedias» te proporcionan la sonrisa… de la sabiduría.
Cavilaciones de un revolucionario, Peter Altenberg
En las mesas, había carteles con el nombre del escritor que solía sentarse en cada una. Era temprano y la mayoría estaban vacías. No encontré el nombre de Zweig y me senté en la mesa de Robert Musil. Cuando pregunté a un camarero de pelo grisáceo que se movía lento, como un sacerdote en un altar, por el lugar de Stefan, sonrió, se encogió de hombros y recorrió con la mirada todo el lugar.
Llevé conmigo El mundo de Ayer, un mundo desconocido y atractivo, ávido de conocimiento, brutalmente deshilachado. En el café central, la luz catedralicia de la tarde teñía de nostalgia las columnas de mármol claro de este entorno mágico. Conmovida, dichosa con las palabras de Stefan Zweig en las manos.
Lo que antes nos parecía importante, ahora lo era todavía más; nunca en Austria habíamos amado tanto el arte como en aquellos años de caos, porque, traicionados por el dinero, nos dábamos cuenta de que solo lo eterno que llevamos dentro es lo realmente estable.
Stefan Zweig
Aquí el intrépido Roth escribía sus libros y sus crónicas periodísticas.
En mi ronda por la ciudad, observé el más espléndido ambiente de Nochevieja. ¡Esas nuevas lámparas! En algún sitio oí resonar tapones de champán. Se saludaba la nueva luz. En La Ringstraße o el Ring de Viena se erguía la estatua de Goethe, y se citaba: ¡Más luz!… En el Café Central, los relámpagos del espíritu iluminaban más que suficiente… A su luz escribí lo que antecede.
Primavera de café, Joseph Roth
Pasé horas en el famoso café. Tranquila, observando a las damas, caballeros, amantes, solitarios, amigos, turistas, curiosos y, en especial, a los camareros, vestidos de pingüinos, con sus delantales largos y sus gestos contenidos, amables, sencillos. Por fortuna, el café melange lleva poca cafeína, para no excitar el corazón en exceso, y la suficiente crema para suavizar las aristas de una extraña morriña que me habitó aquellos días.
A la salida, me asomé a la parte de atrás, un patio central porticado cubierto con una enorme cristalera. La luz dorada y gris se posaba delicadamente sobre los arcos de piedra de las ventanas interiores. Esa luz y aquel lugar de antaño producían una sensación de irrealidad entre el silencio sagrado y la calle. Fuera, unos jóvenes cantarines llamaban alegres a una mujer, Lena.
El cielo tenía una tonalidad rojiza cuando me acerqué al café Griensteidl, frente al palacio Hofburg. Lugar donde Mendel, el de los libros, encantaba a todos con su prosa y su verbo. Uno de los relatos más bellos y conmovedores de Zweig.
Los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda la existencia: la fugacidad y el olvido.
Mendel el de los libros, Stefan Zweig
Lo cierto es que la atmósfera de aquellos cafés del centro parecía impostada. Sobre todo, si permanecía más tiempo del que se tarda en tomar un té caliente o entraba a media tarde. Flashes de cámaras, guías ruidosos, puertas que se abren y cierran con afligida frecuencia. Era como estar en un escaparate.
Encontré lugares más genuinos en los barrios. Cafés con luces desvaídas, paredes con las grietas pintadas, sin rellenar, donde los hombres jugaban a las cartas y las mujeres charlaban o leían la prensa.
Cerca del hotel, apartado del centro, entré en un café que no llama la atención. Me siento junto a la ventana y observo la tarde. Es un lugar que no figura en las guías de viajes. Aquí llegan los habituales, gente que tras sentarse, y sin pedir, les sirven un café y una porción de tarta junto al periódico doblado, cuidadosamente dejado sobre una esquina de la mesa. Clientes y camareros se miran, saludan con los ojos, con una leve inclinación de cabeza, con la complicidad que da el trato cotidiano. Reina el silencio en medio de estas paredes blancas, con lámparas sencillas que cuelgan del techo. A ráfagas llega un olor a tarta de manzana. Y aquí me quedé, escribiendo, pensando.
Yo era una observadora atenta de una Viena que ya no existía, de un mapa que conocía por los autores que la retrataron como si fuera una madre, una amiga, una esposa. No terminaba de entender qué me fascinaba de aquel lugar. Debía de ser un sentimiento universal, pensé recordando las palabras de Zweig: A cada instante siento añoranza de ciudades que no son la mía; y ganas de marcharme cuando estoy en casa.
El jueves recorrí con ellos la Ringstraβe o calle del Anillo, un paseo que rodea el centro como un abrazo, redondo. Edificada en el círculo ocupado por una muralla medieval. Cerca del palacio del emperador, un mimo miraba al infinito vestido como un soldado de la Primera Guerra Mundial, con su uniforme azul oscuro y un casco con plumas rojas y remates dorados en su mano. En su cuenco de barro marrón, había algunas monedas. Me recordó al joven teniente Trotta, el protagonista de quizás la mejor novela de Joseph R.: La marcha Radetzky.
Mirando a aquel mimo y su impecable disfraz, pensé en todos aquellos jóvenes, obligados a llevar los pesados uniformes. Recuerdo sus caras en una exposición. Algunos alegres; pero la mayoría, asustados, tristes. Adolescentes temblando dentro de sus uniformes de soldado.
El diccionario de la guerra lo han hecho los diplomáticos, los militares y los gobernantes. Deberían corregirlo los que regresan de las trincheras, las viudas, los huérfanos, los médicos y los poetas.
Arthur Schnitzler
Estoy en el Leopoldstadt, antiguo barrio judío, el segundo distrito de...

Índice

  1. PRESENTACIÓN
  2. LOS VIAJES
  3. Agradecimientos