Votos de riqueza
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Votos de riqueza

La multitud del consumo y el silencio de la existencia

Ignacio Castro Rey

  1. 261 páginas
  2. Spanish
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Votos de riqueza

La multitud del consumo y el silencio de la existencia

Ignacio Castro Rey

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A pesar de todas las advertencias, la democracia se ha convertido en un sistema de acoso múltiple a la indeterminación común de la existencia. Y es ahí, en ese peligro, donde el presente libro se sitúa, intentando colaborar al fin de cierta ilusión política en la que ha cristalizado nuestra metafísica separadora.Sin dejar de registrar minuciosamente cada uno de los rincones que configuran nuestro cotidiano presente, Votos de riquezase plantea la crítica de la separación que se ha encarnado en el consumo con el objeto de plantear una mera posibilidad: la de una comunidad sin presupuestos en un día que, ciertamente, no pertenece al mañana.El propósito del libro se sitúa, pues, en el espacio de intenciones que albergó en el pasado siglo libros como La rebelión de las masas de Ortega y Gasset o La sociedad del espectáculo de Guy Debord. Sólo que, para bien o para mal, este libro se escribe desde una época en la cual, dentro y fuera de nuestra cultura, resurge lentamente una noción impolítica de la existencia. Esto reanima la posibilidad de denunciar a la vez esta alianza profunda de izquierda y derecha que mantiene la gestión global de nuestro integrismo. Parafraseando a Kant, hubo que herir la arrogancia de Occidente para dejarle sitio a la tierra, para volver a creer en la posibilidad de la existencia. La Historia es siempre la pesadilla de la que debemos despertar, el conjunto de condiciones, prácticamente reactivas, que deben ser violentadas para que surja la comunidad de algo nuevo. En tal sentido, quizá el llamado Estado de derecho sea la forma de opresión propia de esta época, el muro que siempre debemos desplazar para ejercer nuestra libertad.

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Información

Año
2019
ISBN
9788491142652
Categoría
Economía
XIV

SEXO, OBSCENIDAD Y PURITANISMO

Los sentimientos antinatalistas fueron desarrollados a raíz de la incorporación de las mujeres casadas a la fuerza de trabajo asalariada. La liberación homosexual acompañó a la de la mujer porque cada uno de los dos movimientos representa una faceta diferente del derrumbamiento del imperativo marital y procreador en la familia dominada por el varón proveedor. La homosexualidad, en su forma exclusivista, constituyó algo así como la extrema izquierda del movimiento antinatalista. El destacado papel de las actividades lesbianas en el movimiento de liberación de la mujer ilustra este hecho. Las lesbianas radicales han atacado reiteradamente a las feministas heterosexuales por «colaborar con el enemigo». Manifestando con precisión el feroz individualismo que constituía su medio, para ellas el embarazo era «una deformación temporal del cuerpo por el bien de la especie», una dolencia propia de «señoras gordas» causada por un «inquilino», un «parásito» o «un huésped no invitado». La mujer, se dice en las proclamas pro- abortistas, debe poder ser «dueña de su cuerpo», hacer lo que quiera con él [1]. Pero es evidente que esta consigna y otras parecidas, lanzadas precisamente sobre el tema crucial de la concepción, sólo son posibles después de que el cuerpo ha perdido su rango, cuando ha dejado de ser el primer templo de lo otro, en el que la descendencia se inscribía, para pasar a convertirse en el primer coto de caza para la razón instrumental del individuo, convertido en inquisidor de su propia existencia [2]. En suma, en aquella consigna se olvida que «el cuerpo», fuera del delirio puritano de la privacidad, no existe, pues en él está inscrito el ser-afuera de la existencia.


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Precisamente con respecto al cuerpo, a pesar de su fama de haber desatendido la cuestión de la fisicalidad, ya hemos mencionado el siguiente comentario de Heidegger: «No estamos en primer lugar “vivos” y después tenemos un aparato llamado cuerpo, sino que vivimos en la medida en que vivimos corporalmente. Este vivir corporalmente es algo esencialmente diferente del mero estar sujeto a un organismo. La mayoría de lo que sabemos del cuerpo y del correspondiente vivir corporalmente en las ciencias naturales son comprobaciones en las que el cuerpo ha sido previamente malinterpretado como mero cuerpo físico. De ese modo pueden encontrarse muchas cosas, pero lo esencial y decisivo queda ya siempre fuera de la mirada y la comprensión; la búsqueda que va detrás de lo “anímico” para un cuerpo que previamente ha sido malinterpretado como cuerpo físico desconoce ya la situación real» [3].
En dirección contraria a esta experiencia, toda nuestra endurecida mentalidad media está emparentada con la consumación de un nihilismo típicamente moderno que acaba entendiendo que el mundo concluye en el propio yo, en el reducto corporal, convertido en un finisterre amurallado contra una otredad exterior que ha perdido todo sentido afirmativo. Tanto en su versión inicial como en la posterior del Fin de la Historia, el cuerpo se encuentra ahí entregado al placer egoísta de una vida que parece rematar en su infinita autorreproducción, en la multiplicación de su cifra inmanente. En efecto, «Si mañana el tiempo concluirá, ¿qué objeto tiene procrear?» [4].
Al margen incluso de este solipsismo, hay de hecho muy pocos homosexuales que, por medios naturales o por adopción, sean al mismo tiempo padres o madres. No es divertido ser padre, se decía, explicitando hasta qué punto el ludismo alternativo está también al servicio del más flamante egoísmo de mercado. ¿Ha habido alguna generación que haya contemplado las viejas delicias de la paternidad con más antipatía que la generación del «sólo yo»? Lo propio de un país desarrollado de entonces (y sólo últimamente algunas generosas ayudas estatales han hecho cambiar esto) era situar el coche nuevo por encima de los hijos en la lista de lo que se necesita para vivir bien. Así pues, la liberación de la mujer, la liberación homosexual y la liberación sexual son partes del mismo proceso económico que dinamita la familia tradicional. Son pasos sucesivos en la evolución hacia la llamada familia nuclear que, adaptada a los imperativos ligeros de la turbo-economía, debe ser ágil y competitiva, casi transportable. No es extraño después que los «nuevos modelos familiares», a veces sin padre ni madre, que nos prometen los especialistas acaben adaptando aún más la «familia» a la velocidad de desarraigo que exige la economía. Padres separados, padres adoptivos homosexuales, padres extranjeros, padres de hijos únicos, padres que educan en solitario, padres de fin de semana... Si tenemos en cuenta todos estos fenómenos, que ya se insinuaban hace décadas, tal vez se explique mejor la ironía de Foucault y Deleuze con los movimientos de liberación, o incluso la virulencia «antiprogresista» de Pasolini en los años setenta.
De cualquier manera, parece evidente que la hipersexualidad, posteriormente lo transexual, es el resultado del imperativo de fluidez capitalista llevado al plano más íntimo. Primero el travestismo provocador remarcó el sexo como algo cargado de fantásticas potencialidades, separándolo de su limitación de raíz (la castidad de la finitud). Lo cierto es que, después de una fase triunfalista, la afirmación de la sexualidad femenina se volvió tan frágil como la de la masculina. El problema más usual enseguida fue el de la indiferencia, unido a la recesión de todas las características sexuales fuertes, que resultarían en exceso primitivas. Los signos de lo masculino se inclinan desde entonces hacia el grado cero, un punto ni masculino ni femenino, pero tampoco homosexual. Recordemos la estética andrógina del celebrado glam, con Boy George o David Bowie como modelos. Bajo el declive del género sexual, fuertemente ligado al mito de lo dual (o al de la trinidad, si tenemos en cuenta al hijo, pero ambos mitos son incómodos para la inmanencia tecnológica contemporánea), se hace preciso hallar una singularidad compatible con la existencia fragmentada. ¿Por qué no en la moda, en el maquillaje, en la cirugía, en la genética? Así aparece el look indumentario, el look celular... Cualquier idiotez es buena, dice con razón Baudrillard [5].
Después del movimiento hippy y las barbas subversivas de los años sesenta, sobrevienen el lujo y la exuberancia, una exaltación de la individualidad heredera en parte de los dandies románticos. Un aura de grandiosidad arrasa el «antimaterialismo» de la década anterior, una orgullosa identidad deseosa de provocar sexualmente. Con una nueva apatía política, el «brillo» se sobrepone al «mate» característico de los años sesenta. El puritanismo fúnebre del Norte se prolonga entonces en un orgullo capitalista transexual, propio casi de mutantes. Hay en ello una estudiada imagen hermafrodita o ambivalente, al mismo tiempo que, por su falta de raíces locales, una proyección hiperactiva. Es significativo que esta ola se presente con frecuencia unida a la ópera de una aventura espacial sin héroes humanos, manifestando así la unión de tecnología punta y androginia, la expansión de un triste uni-sexo polivalente, vinculado a una soledad sideral de múltiples conexiones informatizadas, a las ropas vistosas y a la inexpresión del maquillaje.
En otro plano, ¿no se puede caracterizar a la movida española de los años ochenta, que en cierto modo se limita a invertir los esquemas tradicionales del franquismo (lo que antes era prohibido, ahora es ensalzado), como una variante tardía de esta reacción «glamurosa» contra la politización, el compromiso ideológico y el moralismo de los años sesenta y setenta? El hecho de que sus ruidosos protagonistas parezcan publicitar siempre la ley del deseo frente al anterior ascetismo militante, parece aludir justamente a un nuevo poder político que, ligado a la moda y al consumo, necesita implicarse con el psiquismo. Un poder espectacular que, no lo olvidemos, va a permitir que la llamada «generación del 68» se incorpore en masa al nuevo sistema global, con su imaginación y su fotogenia, también con sus fulminantes guerras justas.
En el límite ya no existiría lo masculino y lo femenino, sino una diseminación de sexos individuales remitidos únicamente a sí mismos, administrándose cada uno como una empresa autónoma que sólo tiene referencia en la fluidez del colectivo, constituido a su vez por las soledades enlazadas. Tal vez debido a esta lógica atomista ha de reaparecer una y otra vez el perfil del ideal masturbatorio. Y también el del voyeur, dado que la sociedad en pleno asiste como «mirona» a este simulacro de sexuación y cópula. Existe incluso una suerte de «donjuanismo tecnológico», pues la seducción es la de la distancia, un rapto de las máquinas que repite el de las esposas logísticas. La trilogía inicial en cierto modo se modifica por completo, estableciéndose una relación entre un unisexo... y un vector técnico de prolongación, de expansión espectacular. Los contactos con el cuerpo de la bienamada o el cuerpo territorial suelen desaparecer a medida que aumenta y se generaliza la «dinámica de paso» que inunda la sociedad. En este punto, tanto el obeso como el anoréxico, como igualmente el clónico, emergen como formas de ese cibernético y tibio «tercer sexo» que se abre paso casi desde comienzos de siglo. Además, los equipos y monos de trabajo, la moda deportiva y los cascos uniformizan los sexos, sea a través de la vida militar, del deporte o de la empresa.
Jünger ya señalaba en los años treinta que la conversión de la persona en el tipo trabajador va unida al descubrimiento de un tercer género que no es ni hombre ni mujer, pues ambos vincularían el sexo a la vejez terrenal del amor, sino un ser aislado y sin raíces capaz, en ausencia de símbolos marcados de su sexualidad, tanto de la apatía afectiva como de múltiples hazañas de contacto. Mucho antes, la técnica de comienzos de siglo (con esquiadores precisos en paisajes helados, gladiadores en las pistas, autómatas para batir marcas) ya esbozaba esta apatía sexual que, finalmente, sólo se puede vencer con una provocadora hiperactividad. El rostro de esquiadores, de pilotos o ciclistas de elite, máscaras carentes de alma y talladas como en metal, posee sin la menor duda una auténtica relación, además de con la higiene fotográfica, con la abstinencia espiritual y la potencia física para el placer sexual.
Esta progresiva «jibarización» de la sexualidad se enmarca y es reforzada por el fenómeno del sida. Parece obvio que éste, y tantas reacciones histéricas que le han rodeado, es temido, además de por sus efectos directos, como síntoma de una inmunodeficiencia general, anímica [6]. Poco a poco el sida se presenta como signo de la eventualidad fatal que pende sobre cualquier clase de aproximación al vecino, a un prójimo desconocido. En efecto, si antes el sexo transmitía liberación, hoy parece perpetuar el odio, el recelo y las coartadas para el encierro. Reparemos en que, al margen incluso de la superstición popular y sus fantasmas, el sida amenaza a toda relación no controlada con el prójimo, con las sustancias externas, con los fluidos o con un amplio género de cosas. De ahí la creciente preocupación que degeneró en la necesidad de conocer el historial médico, una especie de pedigree o pureza de la individualidad, no sólo para permitir la entrada en algunos países, sino también antes de iniciar una simple relación.
Completamente al margen del horror africano, la aparición del sida en Occidente tiene el significado de reforzar el encierro técnico, la extensión de la retórica preservativa (Internet en lugar de la calle, cibersexo en lugar de contacto físico). «Vivimos en una sociedad incestuosa y el hecho de que el sida haya infectado en primer término a los medios homosexuales o vinculados a la droga guarda relación con esta incestuosidad de los grupos que funcionan en circuito cerrado» [7]. De una misteriosa manera, el sida o el cáncer aparecen como formas desesperadas de resistencia del cuerpo a la promiscuidad total. Ambos representan, en un tiempo en el que se incentiva por doquier una fusión completa con lo social y con la transparencia técnica, una suerte de alteridad aberrante, el retorno siniestro de los límites, de una opacidad por todas partes reprimida. De modo parecido a como los psicoanalistas recuerdan el papel de defensa que cumpliría la neurosis frente a la psicosis, también cierto tipo de enfermedades, igual que la droga o el terrorismo, parecen protegernos de la tendencia a una socialidad total.
A propósito de este mecanismo de inclusión excluyente, de excepción que refuerza la regla, Beigbeder comenta con respecto a África: «Desde los safaris de Hemingway, África ha cambiado. Ahora es básicamente un continente que el mundo occidental deja agonizar (en 1998 el sida mató a dos millones de personas, principalmen...

Índice

  1. ÍNDICE
  2. PRÓLOGO
  3. I. APROXIMACIÓN A NUESTRO MODO DE ODIO
  4. II. ENFILAR EL TIEMPO
  5. III. APARTARNOS DE LA MUERTE
  6. IV. EL TERROR COMO GÉNERO
  7. V. DICTANDO ÓRDENES FRESCAS
  8. VI. DISCONTINUIDAD ENVASADA
  9. VII. MARCAS
  10. VIII. APLAZANDO EL DÍA
  11. IX. MATERIALES DE DECONSTRUCCIÓN
  12. X. ESTA VIOLENCIA VERDE
  13. XI. JUVENTUD METEÓRICA
  14. XII. LA EXPLOSIÓN DE LOS CUERPOS
  15. XIII. DIALÉCTICA DEL ÍDOLO
  16. XIV. SEXO, OBSCENIDAD Y PURITANISMO