La vuelta al mundo de Lizzy Fogg
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La vuelta al mundo de Lizzy Fogg

Consejos para mujeres que viajan solas

  1. 530 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La vuelta al mundo de Lizzy Fogg

Consejos para mujeres que viajan solas

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Información del libro

Si te gusta viajar pero no te atreves a ir sola, o no tienes muy claro cómo hacerlo y necesitas pistas o consejos para que te salga un viaje redondo, éste es tu libro. En él conocerás todo lo que puede ofrecerte esta experiencia porque Elisabeth G. Iborra lleva toda la vida viajando sola y ha aprendido lo que no se debe hacer y lo que sí para regresar a casa sana y salva y, sobre todo, para pasárselo mejor que si fuera con pareja o amigos.De su vuelta al mundo por 33 países, la autora ha escogido para esta crónica aquellos destinos en los que repetiría su periplo porque fue perfecto, dejando para otra posterior aquellos a los que viajaría de otra forma para evitar problemas.Desde Europa a Asia y Oceanía, pasando por Israel y Nueva York, y cruzando Latinoamérica, cada capítulo te servirá como una guía divertida con información práctica para disfrutar al máximo de tu viaje."Viajarás con este libro, pero sobre todo te lo pasarás en grande".

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Información

Editorial
Casiopea
Año
2018
ISBN
9788494724787
Edición
1
Categoría
Voyage

La vuelta al mundo
de Lizzy Fogg

La vuelta al mundo de Lizzy Fogg

Consejos para mujeres que viajan solas

Elisabeth G. Iborra

La vuelta al mundo de Lizzy Fog
© Elisabeth G. Iborra, 2018
© Ediciones Casiopea, 2018
ISBN: 978-84-947247-8-7
Diseño de cubierta: Mariana Eguaras
Maquetación: Diana Fernández
Reservados todos los derechos.
Índice
Prólogo
Parte I: Europa
Capítulo 1:
Sin Grecia no habría más mundo (civilizado) que recorrer
Capítulo 2:
Azores, el milagro de los volcanes
Capítulo 3:
De quesos, glaciares y perfección suiza
Capítulo 4:
Noruega, la naturaleza que te sobrecoge el alma hasta en la capital
Capítulo 5:
Finlandia: Entre el diseño natural del archipiélago de Turku y el perfeccionado en Helsinki
Capítulo 6:
Viena es mucho más que Sissi, Klimt y la tarta Sacher
Parte II: Asia y Oceanía
Capítulo 7:
Lost in translation in Japan, Sofía Coppola dixit y yo lo corroboro
Capítulo 8:
China, todo a lo grande
Capítulo 9:
Seúl, mucho que descubrir para tan poco tiempo
Capítulo 10:
Laos, el país que enamora
Capítulo 11:
Camboya, un país tocado por su pasado
Capítulo 12:
Tailandia y su Sabai Jai o sentimiento de paz mental
Capítulo 13:
Filipinas, déjate llevar
Capítulo 14:
Singapur, una isla occidental en Oriente
Capítulo 15:
Malasia, el país de mis emociones
Capítulo 16:
Indonesia, una semana de contrastes intensos
Capítulo 17:
Australia, el lugar donde lo perdí todo y gané grandes amigos
Capítulo 18:
Nueva Zelanda, el archipiélago apabullante
Parte III: Israel y América, entre amigos y con una cultura común es más fácil
Capítulo 19:
Israel, más allá del conflicto y la religión
Capítulo 20:
New York City, la capital que te supera pero te engancha
Capítulo 21:
México, sin parar y sin parangón
Capítulo 22:
Costa Rica, pura vida
Capítulo 23:
Colombia, para no perdérsela y repetir
Capítulo 24:
Brasil supera toda expectativa y sueño realizable
Capítulo 25:
Perú, el placer de los amigos, la gastronomía y la historia
Capítulo 26:
Chile, el fin del mundo… y de mi vuelta al mismo
PRÓLOGO
Creo que fue a los seis meses cuando hice mi primera excursión y fue al Pirineo aragonés. Siendo aún un bebé, mis padres me cruzaron a Tánger en barco. Desde mucho antes de lo que alcanzo a recordar, en todas las vacaciones, metían la tienda de campaña en el maletero y nos íbamos a hacer kilómetros por España. A mis dieciocho años ya nos habíamos recorrido casi todas las comunidades. Con diecinueve me fui a estudiar y a vivir sola a Bilbao; en verano, a trabajar a Londres y, el siguiente verano, a Dublín. Cuando terminé la carrera, instalada en Barcelona, empecé a viajar a solas para hacer reportajes de destinos turísticos, tanto por España como por Europa. Comencé a viajar por algunos países árabes y lo hice acompañada, porque son lugares algo complicados para mujeres con carácter como yo. A los veintiocho, cogí la maleta y me fui un mes “conmigo misma” por Argentina, a todo lujo. Y la experiencia fue tan excepcional que empecé a soñar con dar una vuelta al mundo.
En 2008 publiqué un libro, que resultó ser un bestseller, por el que me tenían que pagar un dineral. Era 2009, despuntaba la crisis, había muy poco que hacer en España y pensé que era el momento oportuno para desaparecer e irme a cumplir mi sueño. Y lo hice con creces hasta que, después de dar el salto de Indonesia a Oceanía, el editor del bestseller en cuestión dejó de pagarme lo que me adeudaba por mis derechos de autor y me quedé tirada en Australia y Nueva Zelanda, justamente los países más caros. Aquello marcó el viaje, lo dividió en las dos mitades que se corresponden en el índice con las tres partes de Europa, Asia y Oceanía y, finalmente, Israel y América.
Después de nueve meses pululando, volví a casa por Navidad y decidí que el hecho de que me hubieran estafado no me impediría culminar mi vuelta al planeta. Así que me puse a escribir a destajo hasta acumular doce mil euros y, en mayo de 2010, me fui a Israel y de ahí a América, donde viajé desde Nueva York hasta Chile.
De los treinta y tres países que visité, para esta crónica he decidido escoger los destinos que recomiendo visitar, porque fueron impecables; y he extraído India, Vietnam, Hong Kong, Macao, Ecuador, mi travesía en carguero por el Amazonas y el territorio comanche indígena desde Titikaka a Bolivia porque, a pesar de lo interesantes y bellos que son estos destinos, jamás te recomendaría visitarlos de la manera en la que yo lo hice.
Si te diviertes con este libro, te emplazo a que leas el siguiente, donde hablaré de dichos lugares, para que en caso de animarte a conocerlos, puedas disfrutarlos ahorrándote disgustos.
Primera Parte:
Europa
Capítulo 1
Sin Grecia no habría más mundo (civilizado) que recorrer
Si hubiera nacido en la antigua Grecia, habría sido prostituta y me habría llamado Elefteria. Esto que, en principio, suena fatal resulta, contra todo pronóstico, increíblemente pretencioso. Primero, porque las prostitutas-hetairas eran de las escasas mujeres que tenían una formación y, además, podían relacionarse con hombres sin agachar la cabeza, departiendo con tipos de la talla de Sócrates o Platón sin que ni ellos ni sus discípulos, ni mucho menos los próceres de la ciudad, se atrevieran a chistarles como habrían hecho con sus sumisas esposas, de haberlas dejado salir de sus casas para algo más que para comprar el pan de pita, claro. Y segundo porque con el nombre de Eleftheria se denominaba a las mujeres decididas, fuertes, seguras de sí mismas, elegantes, autónomas, que no tenían miedo a nada pero daban cierto miedo, especialmente a la población masculina, según dejó escrito Michael Clark.
Dadas ambas definiciones, y salvando las distancias —que son de más de tres mil años—, me doy cuenta de que el mundo, a ciertos efectos, no ha cambiado apenas, pues las mujeres seguimos estando clasificadas en esos dos tipos mencionados. Ya sabéis eso de que las chicas buenas van al cielo y las malas, a todas partes, ¿no? Pues yo soy viajera. Y que Atenea me bendiga ya que estoy por su tierra donde, por cierto, no hay más que ver la magnitud de los templos que construían en su honor para hacerse una idea de la veneración generalizada hacia esta diosa.
Prueba a hacer un ejercicio de imaginación para adoptar tu papel en la antigua Acrópolis, cuando estaba entera, cuando no habían pasado por allí milenios repletos de asaltantes, incendios provocados por conquistadores bárbaros o por terremotos y rayos caídos del cielo con muy mala pipa. Cuando el invasor de turno no había intentado todavía remodelar a su estilo religioso los edificios de mármol erigidos para perdurar toda una eternidad en honor de Zeus y de todos sus colegas. Imagínate paseando por el ágora, la plaza pública, charlando sentada en un banco a la sombra de los árboles para no morir a las brasas de ese sol que parece concentrarse en calcinar Grecia; corriendo hacia el templo a hacer la ofrenda semanal; viendo el festival de las Dionisíacas en el teatro con la consiguiente fiesta de inauguración (no hemos inventado nada); o perdiéndote entre los jardines con algún amante que te coge de la mano para evitarte un resbalón en los escalones pulidos. Imagínate bajo esas esculturas alineadas ahí arriba, muy por encima de tu cabeza, recordándote quién es quién y lo pequeña e insignificante que eres tú, mera criatura mortal.
Al final, eso es lo que te enseña la Acrópolis, que todos somos mortales, que todo es perecedero y está destinado a desaparecer, que podemos sentirnos prescindibles... pero que algo siempre queda. Sólo por eso, como mínimo, merece la pena hacer lo que deseemos, aunque parezca una locura. Puede que el legado no sea tan magnífico como la Odisea, que ni siquiera te feliciten por ello, pero todo lo que hagamos tendrá un efecto, por minúsculo que sea, en el mundo o en alguien, aunque sea en una misma, que a veces ya es mucho.
¿Qué pensarían los vecinos de Pericles cuando este se propuso reconvertir aquellas cenizas, a las que los persas habían reducido la primigenia ciudad divina, y hacer de ellas cuna del arte griego? El proyecto era tan ambicioso que seguramente el tipo no consiguió verlo realizado en vida, pero mira tú, gracias a su empeño, ahí tienen los helenos como atractivo turístico mundial el Partenón, que aún levanta sus columnas erectas hacia Atenea, como las del Erecteión, un santuario al que le faltan las estatuas de Atenea y Poseidón, pero que al menos se mantiene bastante en pie. Otros templos no han corrido la misma suerte. Sin embargo, no hay que ser pesimista: La Estoa de Átalo y el templo de Hefesto en la antigua ágora permiten contemplar a gran escala lo que las maquetas intentan recrear y lo que el nuevo Museo de la Acrópolis o el Museo Arqueológico Nacional recogen a cachitos.
Sobre todo, aunque lo pienses, no digas en voz alta que ahí no hay nada más que un puñado de piedras. Objetivamente es cierto, pero yo si fuera diosa, te castigaría por el insulto a la Historia. Un respeto por favor, que si no fuera por los griegos, no sabríamos ni escribir.
En todo caso, nadie está obligado a amar las ruinas ni a quedarse a vivir allí. Atenas emite suficiente modernidad como para empezar a investigar entre callejuelas. Partimos de la base de que a muy poca gente le gusta la capital helénica. La mayoría de los turistas pasean por Plaka y poco más. Bajo esas premisas es imposible que te atrape un sitio en el que uno se siente abordado por vendedores, y camareros que casi te empujan hacia los restaurantes y te esquilman con la cuenta, entre un mar de fotografiadores y fotografiados que se detienen en cada esquina y a los que tienes que pedir turno para ocupar su lugar.
La Atenas contemporánea sí que mola.
Así que date una vuelta, porque Plaka es un lugar que hay que ver, y huye hacia el barrio de Monastiraki, cuya calle Ermou está atestada de tiendas de todo tipo. Desde la plaza Monastirakiou que, por cierto, por las noches tiene unas vistas increíbles a la Acrópolis (aunque conviene estar atenta a los indeseables que la pueblan), puedes subir por la calle Athinias hasta el mercado de la ciudad y después, ya sí, adentrarte en la Atenas moderna, a ver cómo se lo montan los griegos en su vida cotidiana.
Por el barrio de Psiri, desde el mediodía a la madrugada, se mueven los artistas y bohemios de profesiones variopintas y liberales. Los cafés, restaurantes y creperías tienen sus terracitas al aire libre para disfrutar del feliz día… Para ir de compras, el domingo las calles se llenan de puestecitos, su particular rastrillo, vamos.
En la misma zona tienes uno de los hoteles boutique que están surgiendo en la capital, destacando frente a los de 4 y 5 estrellas que, para los españoles, no las merecen. La suite con vistas a la Acrópolis del O&B es la preferida de las parejas atenienses para la pedida de compromiso. El novio le da el anillito a la novia y, ¡hala!, directos a celebrarlo. Eso lo comprendo, lo que me extraña es que aún queden novios que te pidan matrimonio con todo el ritual; o soy yo, o hemos perdido el romanticismo.
Aquí los hombres siguen siendo hombres y actúan como tales: si les gusta una mujer, se lo hacen saber claramente y si ella está de acuerdo, pues al lío. Es muy raro que no te miren, por no hablar del revuelo meteórico que levanta una mujer en el popular mercado de la calle Athinias entre los carniceros y los pescaderos.
Por allí cerca, entre Omonia y Paneristimio, en la plaza de la Universidad, hay todo un barrio por descubrir de placitas con cafés y boutiques modernas colindando con tiendas de siempre, ferreterías, bombonerías, tabernas, un montón de zapaterías con buenos precios... Claro que no solo de bohemia viven los griegos. También hay pijos. En los alrededores de la plaza Syntagma, subiendo hacia el monte Licabetos, se eleva el barrio de Kolonaki donde se concentra la alta burguesía.
Mis soñadas islas griegas
Sobre todo, y antes de nada, ni se te ocurra ir a las islas antes de Semana Santa porque, para los griegos, hasta entonces es invierno, lo cual implica tal dificultad para organizar cualquier recorrido por el archipiélago que yo acabé por recurrir a una agencia de viajes especializada en Grecia, sita en Madrid www.greciavacaciones.com, para conocer los horarios y los mejores enlaces posibles. Y con eso al menos he podido emprender la ruta hacia Paros, con la idea de pasar un día en cada isla que visite.
Me alojo en el hostal Capitán Manolis en el puritito centro de la capital, Parikia, que está abierto todo el año y es barato, o sea, que no puedo pedir más. Lo primero que hago es coger el bus que enlaza con el barco que lleva a Antiparos, isla que recomiendan los griegos por no estar tan publicitada. Todavía. Juro que están en ello. El cemento va ganando terreno en esta pequeña población, con su viejo puerto de pescadores, sus casitas típicas, sus plazas sombreadas por un solo árbol gigante y su castillo rodeado de viviendas con puertas diminutas, ideales para poder darle un golpe en la cabeza al conquistador de turno que se agachaba para entrar y arrasar con todo.
A la vuelta a Paros me lanzo de cabeza al ‘street market’, que no es más que una calle con una tienda en cada número. Las hay de ropa, de joyería moderna, de comestibles, de zapatos del año catapún y de ultramarinos, junto a una de las pequeñas capillas ortodoxas a las que merece la pena echar un ojo y varios restaurantes.
Callejeo entusiasmada con los hallazgos, sigo el olor a sal y me encuentro con los bares que bordean la costa y que están abiertos desde el mediodía hasta la madrugada, ofreciendo una confusión del mar con el cielo en una amplitud que no transmitiría ninguna pantalla de plasma. Ahora entiendo el porqué del azul de las puertas y ventanas y la cal de las casas. Sólo el blanco puede resaltar el azul del Egeo. Llega una hora, justo tras el ocaso, en que haces una foto en medio del pueblo y te sale todo azul, por el reflejo del cielo contra las paredes de las casitas.
Esa sensación me acompaña hasta Naussa, la segunda ciudad de Paros y supuestamente más turística. Aquí me dedico a tomarme un vino y a charlar con los que matan su tiempo en los comercios. Y continúo deambulando hasta que anochece y decido volver a Parikia a cenar.
Me recomiendan el Albatros, en el paseo marítimo. La experiencia resulta curiosa por varios motivos: el primero, el combinado de taramasalata, pasta de queso picante, babaganoush, ensaladilla de patata con anchoas y el tzatziki (que tanto me repite por el pepino) y que está para rebañar; y el segundo, el camarero, de la edad de mi padre, se muestra muy solícito. Yo pienso que está atento a ver si me gusta la comida o necesito algo más, así que le sonrío queriéndole expresar mi deleite con el pescado a la parrilla regado con salsa de aceite y limón que me estoy metiendo entre pecho y espalda. Pero, finalmente, confirma mis sospechas de que me está entrando cuando, al traerme la cuenta y el postre de invitación, me propone que le espere a las 0:30 en la puerta para ir a tomar algo. Me escaqueo asegurándol...

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