CAPÍTULO 1 • YANGZHI, EL MONSTRUO DE CARA VERDE
Yangzhi, el Monstruo de Cara Verde, se topó con Zhang Duanduan en el Palacio de Comida Xinzhou, propiedad del viejo Gan. Con la garganta ronca, Gan hablaba como enojado; le costaba pronunciar las palabras, pero no paraba de charlar. Yangzhi pidió caldo de oveja y lo acompañó con cinco tortillas tatemadas. El patrón llegó a cobrar, se sentó enfrente y comentó que el día anterior al anochecer una persona se había aventado del puente Portal Rojo del quinto periférico; intentó suicidarse, pero sólo se cortó una pierna. Sin embargo, cinco vehículos, uno tras otro, se estrellaron. Un Mercedes Benz dio un volantazo hacia la banqueta y un camión lleno de carbón proveniente de Shanxi lo hizo volar. Con un hombre y una mujer en su interior, el Mercedes Benz aterrizó sobre los postes del puente. Al hombre se le rompió la pelvis y la mujer murió al instante. Eso apenas era el principio, pues aquélla no era su esposa, sino la tercera en discordia. El asuntó no terminó en la carretera: el hospital se volvió un caos.
—No puedes decir que fue adrede. ¡Quién se lo iba a imaginar!
Yangzhi, ocupado en sus pensamientos, no le prestó atención. Tratando de alcanzar el monedero sobre la mesa, preguntó:
—Gan, ¿qué harina usaste en estas tortillas? Me supieron algo rancias.
—Entonces, te diste cuenta... No le eches la culpa a la harina, es por el sésamo. El marchante revolvió el sésamo del año pasado con el de este año. Hasta el sésamo permite conocer a una persona. Por cierto, ¿encontraste al ladrón que te mandé buscar? —preguntó Gan.
Ambos eran de Shanxi. Gan era de Xinzhou y Yangzhi, de Jincheng. Aunque uno era del norte y el otro del sur, al fin y al cabo eran paisanos. Yangzhi seguido iba a la fonda de Gan a comer, no porque fueran compatriotas, sino por el rico caldo de oveja. Gan lo preparaba muy bien. Al igual que todos los demás, compraba los huesos en el mercado municipal; los huesos eran los mismos, pero el caldo de Gan era más espeso, más oloroso y sabroso que los otros. Se esmeraba haciéndolo. Las tortillas y el resto de los platillos fríos y calientes no eran nada especial y no le gustaban a Yangzhi. Se decía que ese caldo era sabroso porque Gan le agregaba un poco de cáscara de amapola, así que lo tomabas y te hacías adicto.
En la noche del vigesimoquinto día del mes anterior, mientras la familia dormía, habían entrado en la casa de Gan a robar. Era evidente que el ladrón estaba de paso, que nunca había pisado ese lugar ni conocía al patrón. En la parte delantera del restaurante sólo había un par de mesas con sus bancos de madera, y detrás, un par de ollas y sartenes; simplemente, no había nada que valiera la pena robar. El ladrón abrió la puerta con gran dificultad, esperando encontrar algo de dinero. Seguramente pensó que éste se hallaría en el dormitorio, pero Gan, sumamente precavido, después de hacer las cuentas guardaba el dinero envuelto en una bolsa de plástico dentro de un tarro de sésamo, debajo de las semillas.
Gan lo escondía en la cocina por miedo a que su esposa e hijos lo agarrasen. ¡Quién iba a pensar que ese método también era antiladrones!... El ladrón revisó el dormitorio, las cajas, los armarios, la ropa del suelo, incluso buscó en la almohada de Gan, pero sólo encontró poco más de tres yuanes. Sorprendido y aturdido, arrodillado a un costado de la cama, jamás imaginó que Gan ya estaría de pie. Al principio, éste se quedó quieto, pero al ver al ladrón angustiado y arrodillado, finalmente no pudo resistir:
—¡Ja, ja...! —soltó unas carcajadas y gritó—: ¡Atrapen al ladrón!
Éste, acostumbrado a esas cosas, no se amedrentó, pero al oír las carcajadas de una garganta desgarrada, lleno de coraje, se le pusieron los pelos de punta y, mientras salía corriendo por la puerta, gritó:
—¡Ladrón!
No obstante, el delincuente no salió con las manos vacías: al pasar por el salón agarró una chamarra de cuero de Gan que estaba colgada en la pared y se la llevó. En el bolsillo no había dinero y la chamarra tampoco era de piel verdadera, sino de imitación, al igual que la fonda de dos por dos que, sin embargo, ostentaba el rimbombante nombre de Palacio de Comida Xinzhou. Pero en un bolsillo estaba una libreta de cálculo. A un costado del restaurante había un mercado y una obra en construcción, así que muchos marchantes y albañiles iban a comer al Palacio. Los clientes no iban a degustar, sino a llenar la panza; Gan se aprovechaba de eso y hacía malabares con los platillos. Esas personas siempre tenían el dinero contado: comían y comían y pedían prestado si no tenían para pagar. Gan les fiaba y apuntaba. Cuando llegaba un cliente sin compañía, siempre pagaba, pues medía su gasto, pero cuando llegaban varios y uno solo invitaba, era fácil que quedara a deber alguna cantidad.
Cuando era invitada, la gente se relajaba y comía y tomaba a sus anchas. Si se acababan los platillos, pedían más; si se terminaba el licor, pedían más. A la hora de pagar la cuenta, si el dinero no alcanzaba, la deuda se apuntaba para ser abonada en la próxima visita. Todas esas deudas estaban registradas en la libreta que iba en el bolsillo de la chamarra. Pero no siempre había estado ahí. Gan solía colgarla al lado de la chamarra. Pero un día Ta, el marchante de huesos de cordero, originario de Mongolia interior, llegó al restaurante y, mientras esperaba la comida, por no tener nada mejor que hacer, agarró la libreta y leyó los nombres de los deudores y sus respectivas cuentas pendientes a todo lo que daba su garganta. Mientras Ta leía con gran entusiasmo, Gan, preocupado por el prestigio de su fonda, pensó que los deudores se enojarían al saber lo ocurrido, así que se la arrebató y la ocultó en su bolsillo.
Esa acción desesperada se tornó un hábito: Gan apuntaba las deudas e inmediatamente después deslizaba la libreta en el bolsillo de su chamarra. Jamás pensó que un ladrón se la llevaría. La suma de todas las deudas, grandes y pequeñas, rozaba los mil yuanes. Aunque Gan sabía claramente quiénes y cuánto le debían, en los negocios es necesario tenerlo todo por escrito, pues de lo contrario, los morosos pueden desconocer la deuda. Por ello, Gan decidió recuperar su libreta. Su paisano Yangzhi a menudo frecuentaba el Palacio de Comida Xinzhou. Por sus conversaciones, parecía que conocía bien a las personas de ese negocio, pero a qué se dedicaba realmente Yangzhi, Gan jamás preguntó y él jamás lo dijo, aunque su conducta lo delataba un poco. Por ello, Gan le pidió ayuda para encontrar al ladrón.
—La chamarra de cuero ni la quiero. Si el ladrón me devuelve la libreta, le daré veinte yuanes —sentenció Gan.
Al escuchar este cuento, Yangzhi escupió un enorme gargajo al piso:
—Me mandas a buscar al ladrón y me cobras la comida. Un simple caldo de cordero delató tu carácter —contestó mientras arrojaba el dinero del caldo.
Gan tomó el dinero y, enojado, respondió:
—Mírate..., si así lo quieres, ¡pues te lo devuelvo!
Yangzhi no le prestó atención a Gan, tomo el dinero y se dirigió a la puerta. Al salir, tomó una servilleta y mientras se limpiaba la boca vio a una joven delgada sentada en la mesa a un costado de la puerta, con un caldo de cordero delante de ella. Pero la joven no comía; aburrida, veía pasar a la gente. Las luces de la calle se habían encendido y los transeúntes andaban con cierta prisa. Yangzhi caminó un largo rato y al revisar su bolsillo se dio cuenta de que había olvidado su caja de cigarrillos en el restaurante. Pensó regresar por ella, pero decidió que no valía la pena. Compró una nueva en el camino, desgarró la cinta plástica, sacó un cigarrillo, lo encendió y continuó andando. De pronto, la joven del restaurante, que lo había seguido, lo empujo y le preguntó:
—Hermano, ¿jugamos?
Yangzhi se dio cuenta de que la chica del restaurante era una prostituta. La miró detenidamente: menuda, de cara pequeña, de apenas diecisiete o dieciocho años. Observándola de nuevo, se percató de que no era una simple prostituta de la calle. Éstas no se inmutan; cual gatos cazando ratones, tienen una mirada particular, pero esta chica parecía un ratón mirando al gato. Al hablarle, la chica se sonrojó. Entonces, Yangzhi de pronto decidió que sí quería jugar. No porque la chica fuera puta, sino por lo sonrojado de su cara, y tampoco por lo sonrojado de sus mejillas, sino por ver a una mujer de ese tipo apenada, algo muy raro en esos tiempos. Asintió y la siguió mientras le preguntaba:
—¿De dónde eres?
—De la provincia de Gan Su.
—¿Cuánto tiempo tienes en el negocio?
La joven lo miró y agachó cabeza:
—Si te digo que empecé ayer, no vas a creerme. Vine a Pekín en busca de mi hermano. No sabía que se mudó y además no contesta el teléfono. Hago esto para completar el dinero de mi pasaje. Pero seguramente piensas que miento.
Yangzhi soltó una carcajada:
—En esta vida tal vez sólo nos veremos el día de hoy. Si tienes años en el negocio, yo no pierdo nada, y si empezaste ayer, tampoco gano nada.
Mientras caminaban, Yangzhi preguntó:
—¿Cuántos años tienes?
—Veintitrés.
Yangzhi dudó. Las chicas de este negocio por lo general se quitan años, pero ésta, al parecer de diecisiete o dieciocho años, decía tener veintitrés… ¡Qué honesta!
—¿Cómo te llamas?
—Me apellido Zhang, pero sólo llámame Duanduan.
Yangzhi sabía que ése no era su nombre real. Pero si alguien te contesta cuando lo llamas de determinada manera, ya es real. ¿Falso o verdadero, acaso es importante? Conversando, habían caminado ya dos paradas y aún no llegaban al lugar. Yangzhi se detuvo:
—¿Falta mucho?
—No, es allí enfrente —contestó Duanduan señalando el lugar.
Los dos continuaron caminando, pero el “allí enfrente” representó otra larga excursión. Por fin se adentraron en un callejón sucio y muy estrecho donde había tres baños públicos. Las aguas negras corrían por el suelo y los focos estaban rotos: había que cuidar los pasos. Al llegar al fondo dieron vuelta y entraron a otro callejón. Yangzhi miró a los lados:
—¿Aquí es seguro?
—Hermano, te traje lejos justo pensando en la seguridad.
Llegaron al final del callejón donde había un cuarto cuya entrada daba a éste. La cal de la pared, descarapelada cual pepinillo, hacía suponer que allí jamás había habido una puerta. El tablón que tapaba el hueco recién abierto rechinaba con el aire. Duanduan sacó una llave de su pantalón, se inclinó para abrir, entró en la habitación y encendió las luces; Yangzhi no paraba de mirar a los lados. Cuando vio que no había nadie más, se calmó y entró al cuarto. Ella cerró la puerta. La estancia medía unos siete u ocho metros cuadrados, había una cama pegada a la pared y un par de ollas y sartenes en el suelo.
—Hermano, ¿prefieres con luz o sin luz? —preguntó Duanduan.
—Apágala, es más seguro —contestó.
Luego de apagar la luz comenzaron a quitarse la ropa. Una vez en la cama, Yangzhi se dio cuenta de que Duanduan sí tenía veintitrés años, pues sabía muy bien para qué servían las manos y la boca.
En un principio Yangzhi tomó la iniciativa, pero una vez que ancló en el puerto, Duanduan asumió el mando. Por verla tan diminuta no se atrevió a darle duro, pero después de unos vaivenes, la frágil Duanduan debajo de él lo hizo trizas. Yangzhi entonces supo que caras vemos corazones no sabemos, que nadie es capaz de decir cuánto pesa el mar. Al principio el hombre no tenía muchas ganas, su mente estaba en otro lado. Pero incitado por esa fiera, Yangzhi se prendió. Justo en lo más interesante, de pronto, la puerta, clic, se abrió y la luz, chas, se encendió. Tres grandulones con aliento alcohólico irrumpieron en la habitación. En medio de la sorpresa, Yangzhi sudó frío. Pensó que eran policías, pero al ver su aspecto, entendió que no era así. Cuando se recuperó quiso tomar su ropa, pero uno de los rufianes se la arrebató junto con su cangurera. Otro le propinó una fuerte cachetada:
—¡Hijo de puta! ¿Cómo te atreves a violar a mi esposa?
Yangzhi, completamente desnudo, se tapó sus partes y dejó sólo su cara al descubierto:
—¡Hermano, estás equivocado!
Miró a Duanduan, quien ya era otra persona. Tapándose la cara, la mujer lloraba:
—Estaba haciendo la comida cuando éste se coló en la casa y me forzó con una navaja.
Señaló la cornisa de la ventana, donde había una navaja. Los grandulones tomaron la navaja y mirando a Yangzhi le preguntaron:
—¿Lo quieres simple o complicado? ¿Con abogados o en privado? ¿Cómo nos vamos a arreglar?
Yangzhi supo que estaba entre una pandilla de ladrones profesionales. Duanduan había sido algo así como la carnada que él mordió en un descuido. Definitivamente reafirmó eso de que caras vemos corazones no sabemos. El hombre que le había arrebatado la ropa comenzó a registrarla, sacó del bolsillo su celular y su billetera, y tomó todo el dinero y las tarjetas bancarias. También revisó la cangurera, cuyo cordón roto traía un nudo. Agarró un gran fajo de billetes de ahí. Luego sacó una identificación y leyó “Liu”.
—¿Tú eres Liu Yuejin? —preguntó alzando la cabeza.
Éste, sabiendo que había caído en desgracia, no le prestó atención. El hombre, sin inmutarse, mirando alternativamente la fotografía y la cara de Yangzhi, determinó que no eran la misma persona. Éste entonces recordó que la culpa de todo eso la tenía la cangurera, pues pagó la comida con dinero que sacó de ella. A la hora de abrirla, la frágil Duanduan observó el fajo de billetes y lo siguió.
CAPÍTULO 2 • REN BAOLIANG
En la obra todos sabían que Liu Yuejin era un ladrón. Los ladrones generalmente roban en la calle, pero él no robaba por las calles ni tampoco casas ajenas; él lo hacía en el trabajo. No hurtaba varillas, cables o tubos, sólo cosas del comedor de la obra. Era cocinero. Tampoco robaba en el comedor, sino en el mercado a la hora de surtir. Liu Yuejin se levantaba temprano todos los días para ir al mercado, donde todas las cosas tenían marcados los precios. Tampoco robaba puerros, zanahorias, coles, papas, cebollas, carne…, pero en una obra con varios cientos de obreros se necesitan muchas papas y cebollas y se puede regatear. Cinco fenes por kilo hacen varios yuanes a la hora de comprar mu...