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LA REALIDAD Y LO REAL
La capacidad de percibir o pensar de manera diferente es más importante que el conocimiento adquirido.
David Bohm
Muy pocos países han tenido el privilegio de acuñar moneda de reserva o de referencia. Su primacía depende del prestigio y riqueza del país, de modo que la moneda de referencia en los siglos xvi, xvii y xviii fue la acuñada por el Imperio español, el real de a ocho, debido a la cantidad de oro y plata extraídos en las tierras conquistadas de América. En el siglo xix y parte del xx ese privilegio le correspondió al Reino Unido y su libra esterlina, hasta 1944, año en que tomó el relevo los Estados Unidos de América con su dólar como moneda de referencia o de reserva. La mayoría de los países intentan mantener su tesoro en esa moneda, más fuerte y segura que las demás, expuestas a mayores fluctuaciones, aunque actualmente el FMI empieza a admitir otras monedas de referencia como el euro y el yuan.
El tema que nos ocupa nada tiene que ver con la moneda, pero sí con la referencia. En München, 1923, aparece una obra monumental que marcó a quienes pudieron comprenderla y, sobre todo, a los filósofos de la historia. Me estoy refiriendo a La decadencia de Occidente de Oswald Spengler. En esta obra, el autor llega a comparar hasta nueve culturas diferentes en sus tres fases de desarrollo, plenitud y decadencia, destacando esta última o fase final respecto a la cultura de Occidente. Este planteamiento me ha inspirado para proponer la existencia de una civilización de referencia que subyace a todas ellas y que les otorga una cierta unidad o fundamento. Dicha civilización no se encuentra en la perspectiva de Spengler, y es la civilización que conocemos como Patriarcado, una hidra de múltiples cabezas que se manifiesta de muy diversos modos, aunque manteniendo su esencia, su «sino». Sean cuales sean las culturas que se van sucediendo o que conviven en el tiempo, no podemos olvidar que esa «civilización de referencia» va marcando los diversos sistemas políticos y económicos que en sus múltiples manifestaciones entrañan una misma voluntad de poder y de jerarquía, ya sean las satrapías, la democracia griega, la república, el Imperio, la sociedad feudal, el comunismo o el capitalismo, sobre todo, en su fase actual neoliberal de capitalismo financiero o capitalismo salvaje. Esa civilización que subyace a todos los sistemas económicos o políticos constituye algo similar a la moneda de referencia en el sentido de que su poder y prestigio indiscutibles se imponen sobre cualquiera de las otras variantes.
Pues bien, esa «civilización de referencia» que hemos llamado de modo reduccionista «patriarcado», que diseminado y escondido tras la máscara de las familias, los estados, las corporaciones, el sistema bancario, las jerarquías académicas, las iglesias, las mafias, los ejércitos, los partidos políticos, el sistema judicial, los aparatos de seguridad, la ciencia interesada, los medios de comunicación o las guerrillas de liberación, que matan en nombre del pueblo, constituyen una fratriarquía que reproduce un atávico dominio en un hegemónico orden mundial, retroalimentándose entre sí por un imaginario delirante que las conecta. Se trata de un paradigma que no se cuestiona más que sectorialmente, de modo que las soluciones que se proponen a veces cambian aspectos estructurales o modales, pero no acaban de apuntar al corazón mismo de la bestia. De no cambiar la lógica original que mantiene dicho modelo, la enfermedad se reproduce con otros síntomas, ya que la patología es de origen genético. Lo que pretendo rastrear es el carácter de nuestra «civilización de referencia» en sus aspectos más relevantes.
En esa división sectorial de los males que nos aquejan, al feminismo le ha correspondido combatir al patriarcado, pero ciñéndose erróneamente a luchar contra las desigualdades que se manifiestan en el llamado machismo, que es solo uno de los síntomas de dicho sistema global, cuyos mecanismos de poder contaminan todos los órdenes sociales o campos, que diría Pierre Bourdieu, pero que en contraposición a este sociólogo francés, me atrevo a afirmar que el habitus —o conjunto de modos de ver, sentir y actuar que, aunque parezcan naturales, son sociales— es común a todos los campos, por más que se muestre con distintas máscaras. Esta es la clave de mi trabajo, que consistiría en demostrar que un común imaginario atraviesa órdenes y tiempos históricos, saberes y prácticas, mecanismos de perpetuación y efectos correlativos. Lo que sucede es que el imaginario está llamado a borrar sus huellas en lo simbólico y, por tanto, en su manifestación social. Combatir solo las manifestaciones machistas supone hacer visible uno de sus flancos débiles, pero en absoluto aborda el núcleo del sistema.
Si llegamos a comprender que el imaginario hegemónico actual mantiene los mismos rasgos del imaginario atávico del inicio de la civilización de referencia, por más que sus ropajes hayan cambiado radicalmente, y que un Terminator de hoy no es diferente a un Hércules de ayer; que los marines americanos tienen rasgos comunes con los hunos de Atila o que en los templos de Luxor y Karnak se adoraba al Sol como en Wall Street se adora al dinero, podremos extraer las características comunes que perviven en el tiempo. Si no entendemos esto, la «civilización de referencia» podrá transformarse indefinidamente mientras seguimos haciendo pequeñas reformas, que nos alivian, o grandes revoluciones, que al final reproducen el modelo, agazapado en un inconsciente eclipsado por los cambios, pero que retornará a elevarse en el horizonte.
En cuanto a Gog y Magog, es una referencia que aparece en la Biblia, en el profeta Ezequiel, y que señala a los grandes enemigos del pueblo de Israel. Estos enemigos pueden ser países o fuerzas oscuras que amenazan a los elegidos. También el Apocalipsis habla de estos lugares simbólicos, cuya influencia negativa se hará presente antes de la batalla final o Armagedón. Gog y Magog: símbolos de las fuerzas del mal.
Sin embargo, esas fuerzas del mal no son sobrevenidas, sino que yacen en el corazón mismo de la «civilización de referencia» en forma de barbarie, incluso en los momentos de mayor equilibrio.
1.1 La cosa-en-sí y sus apariencias
La verdadera filosofía ha de basarse en la sospecha, es decir, en negarse a aceptar que las cosas son como las vemos. Su aventura de conocimiento puede ser lo más parecido a una novela negra. En este caso, he tomado una terminología kantiana, aunque no me refiero a lo mismo exactamente, pero me sirve de punto de partida.
Como tema crucial de la Filosofía, los pensadores griegos y de todos los tiempos se han planteado si este mundo que vemos es real o no, si existe al menos otra realidad detrás o más allá de esta que percibimos. Siguiendo en esta línea me planteo de nuevo este enigma que la investigación científica ha llevado tan lejos en el ámbito de la microfísica. Sin embargo, he de aclarar que mezclaré planos diversos de la realidad para tener distintas perspectivas de lo real, entendiendo la primera como apariencia y esto último como la-cosa-en-sí.
Mi pregunta no se dirige a saber qué somos como seres humanos o cuál es la esencia del mundo en el que vivimos, sino a desentrañar ciertas claves que hacen que hombres y mujeres nos comportemos de un modo tan extraño por no decir estúpido, tan primitivo por no decir cruel, tan irracional por no decir ridículo. Hemos llevado nuestros presupuestos, nuestros prejuicios, nuestras creencias a una situación tan extrema que estamos al borde del no retorno, pero si creyera que hubiéramos traspasado la línea roja del abismo, no estaría reflexionando sobre el tema, sino ajustándome el paracaídas. Considero definitivo dilucidar si somos conscientes de que la realidad que estamos gestionando hunde sus raíces en lo real que estamos negando; si estamos perdidos en el bosque de los acontecimientos o somos capaces de guiarnos por alguna Estrella Polar como los antiguos navegantes; o si los pensadores más profundos son conscientes del terreno que pisan o sobrevuelan los tejados como en los cuadros de Chagall.
Utilizando una analogía muy elocuente procedente de la física cuántica diría que lo real es equivalente a la onda mientras que la realidad se aproxima más a la partícula. La física cuántica puede denominarse también como mecánica matricial, ya que constituye la matriz de las nuevas leyes del movimiento que complementan las de Newton. Para muchos científicos lo más difícil de esta nueva física es asumir sus consecuencias lógicas. No se trata como antes de una física de trayectorias, sino de procesos, ya que la trayectoria responde a una línea en el espacio, mientras que el mundo cuántico necesita postular «algo» que ocupe toda una región de ese espacio. Ese «algo» es la onda, que ya no puede ser medida por la posición y la velocidad como los cuerpos de Newton, sino que se trata de una función: la función de onda. Dicha función es lo que determina el estado de un sistema. Lo curioso es que si nosotros preguntamos a la función onda, ella «responde». Y lo que responde no es el resultado de una medición, sino cómo cambia la función de onda a lo largo del tiempo —es decir, un proceso— que nos indica las probabilidades sobre cuál será el estado del sistema. Lo de las probabilidades en lugar de una respuesta exacta...