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PARTE II
LA EXPRESIÓN DE LO POSITIVO
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CAPÍTULO VII
LA PESTE: ENTRE LOS MUROS DEL MUNDO
Yo no soy un filósofo. No creo suficientemente en la razón para creer en un sistema. Lo que me interesa es saber cómo hay que conducirse cuando no se cree en Dios ni en la razón.
A pesar de las controversias suscitadas a propósito de las conclusiones a que conduce la apasionante lectura de este libro de Camus, publicado en 1947 y concebido, según numerosas notas de Cuadernos, desde 1939, hay un punto en que todos cuantos lo leen han de estar de acuerdo: en este libro se aclaran los lineamientos morales hacia los que Camus se dirigía a tientas desde sus primeros ensayos, y se decide un camino que recorrerá el autor hasta el fin de su vida. Aquí radica la importancia de esta obra en el conjunto del quehacer camusiano, pues ilustra de forma transparente las conclusiones a las que un hombre sincero, inmerso en el absurdo, puede llegar, sin que sus puntos de vista se hayan alterado básicamente, en el sentido de una conversión hacia otra concepción de la existencia, a condición de rebelarse, es decir, de ser un Sísifo insatisfecho.
¿Se ha modificado sustancialmente el pensamiento de Camus, entre Meursault y Clamence, entre el hombre absurdo y el hombre rebelde, entre Bodas y El exilio y el reino? Él mismo estaba convencido, por ejemplo, de haber dado un paso importante entre el absurdo y la rebelión. Algunos lo ponen en duda, sin embargo; concedámosles que jamás emerge en Camus un pensamiento verdaderamente nuevo; el autor no ha conocido crisis intelectual que se resolviera en conversión. En compensación, su pensamiento ha ganado en profundidad y envergadura; “No hay sino un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, pronuncia de entrada El mito; “hay crímenes de pasión y crímenes de lógica”, hace eco El hombre rebelde; estos dos textos consuenan, vuelven alrededor de la misma obsesión; pero la reflexión sobre sí, del uno al otro, se ha ensanchado en una reflexión sobre la colectividad.
La cuestión de si Camus considera o no haber avanzado desde su primera etapa “negativa” de felicidad sensible a la “positividad” de concepciones que colaboran para que el hombre tome la decisión de ser feliz dentro de la solidaridad, no nos incumbe, ni importa verdaderamente al desarrollo de nuestro asunto: un autor puede equivocarse respecto de su propia obra; más aún respecto de su evolución moral, teñida de diversísimas vivencias, enmarcadas en experiencias que fuerzan al hombre a tomar partido, aunque no siempre en el sentido de un cambio radical de concepciones, sino en el de un mayor ahondamiento en conceptos que desde el principio se hallaban en él. Como manifestábamos en nuestra introducción, no hay en Camus etapas definitivamente separadas una de otra. Si hubiera llegado desde el absurdo a aceptar la verdad de una revelación en cuyo centro estuviera un Dios misericordioso y amante, podría hablarse, con él, del salto existencial. Pero los conceptos centrales que deciden definitivamente la vida de un hombre en uno u otro sentido, no fueron puestos en duda por Camus. Concordamos así, con quienes afirman que en él no hubo un cambio radical, sino un mayor ahondamiento y mayor apertura, desde un pensamiento anclado en el absurdo, hasta aquel que quiere sacar de ese absurdo las mejores consecuencias, a fuerza de amor al ser humano, de dolor por él y con él. La solidaridad que así se alcanza es una consecuencia más de la primera conclusión: el hombre vive en un mundo absurdo: hay que buscar, por la rebeldía, a un imposible Sísifo dichoso…
Teniendo ello en cuenta, no nos sorprenderán las conclusiones, en apariencia demasiado ‘cortas’, a las que llega Camus en este libro. Quizás sin quererlo ha sido más fiel de lo que él mismo sospechaba a las actitudes preconizadas en su primer ensayo de tenor filosófico. Esto significa que no salió del mundo del absurdo: si su ateísmo no fue nunca un ateísmo satisfecho, tampoco se vio contrastado por una búsqueda decisiva. Camus vive entre sus propios muros, dentro de ellos indaga y concluye, habiéndolos puesto como límite a cualquier inquisición, por desesperada que fuera. Su apego a la vida, su decidido afán de no traicionar el sol ni la tierra que le vieron nacer, su temprano contacto con un cristianismo que le reveló, más que a un Dios padre, a un Dios lejano e inasequible contribuyeron a esta posición. Por otra parte, Camus no indagó jamás, impulsado por el tenor, la apertura, los vacíos y las contradicciones de sus propios principios, en el sentido en que lo habría hecho un filósofo; si esto no quiere decir que, adormecido, renunció a la búsqueda de la verdad a través de la creación, sí muestra que, así como ni en los días más sombríos Camus llegó a despojarse del sol, sus más decantadas y dolorosas conclusiones se abrigaron constantemente en la dulce tibieza de una sensualidad dichosa, heredada del mundo…
Parece, en efecto, que el acento original de su obra, cuyos diversos “ensayos” son quizás la mejor parte, no radica en las ideas, ni en las imágenes, sino en su fusión en una prosa que une sin esfuerzo, lógica y lirismo.
Hay, por otra parte, entre los muros del mundo, suficiente miseria, sufrimiento e injusticia como para que un hombre sincero piense que todo su quehacer ha de ser fiel a ese horror para hacerle frente. Lo que de cerca o de lejos exhorta al olvido del hombre concreto, a la resignación o a cualquier forma de esperanza que traspase las murallas de este universo; al consuelo que permite al hombre evadirse de la lucha diaria a nombre de un futuro lleno de delicias, esté anclado en la historia o prometido más allá de la muerte, es recusable y debe ser decididamente rechazado, según Camus. Tal rechazo, fundamento de su humanismo, no es renuncia, porque rechazar lo que consuela al hombre más allá de la dicha misteriosa y efímera de la vida en la tierra no significa renunciar a luchar para que el hombre, entre el doble absurdo del nacimiento y de la muerte, tenga días de felicidad que justifiquen y compensen el fracaso de existir.
La incredulidad de Camus está ya en otros textos (los de Bodas) en que se lee la voluntad bien determinada de limitar al hombre a las evidencias sensibles; la “patria del alma”, es decir, el país perdido, el paraíso en que ella vuelve a encontrarse es, según él, el jardín terrestre en que se consuma la fusión voluptuosa de la sangre y el sol. La epistemología de Camus es sensualista: no supera la del positivismo. Se reviste de un racionalismo de la razón clara, que considera que todas las verdades “ideales” son mitos.
Y todos los mitos, “consuelos”. El hombre camusiano es un hombre desconsolado que renuncia a la esperanza, al identificarla con la resignación.
Si todas estas verdades se nos entregaron en la primera creación de Camus ¿en qué sentido, sin alterarlas básicamente, puede el autor ahondar en ellas, en busca de una moral? ¿Cuáles serán sus principios? Y finalmente ¿será ella, una vez hallada, una moral posible? ¿Podrá el hombre sostenerse en ella, sin ascender a motivos que la sustenten y la dignifiquen?
A todo esto queremos, ...
