Crítica de la radicalidad islamista
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Crítica de la radicalidad islamista

La verdad confiscada, la libertad interceptada

  1. 434 páginas
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Crítica de la radicalidad islamista

La verdad confiscada, la libertad interceptada

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El propósito de este libro es el estudio, con espíritu crítico, de las principales ideas que constituyen los fundamentos del islam. Espíritu crítico no significa humor acrimonioso ni ánimo despreciativo, sino, como Kant lo enseña, disposición al análisis libre de prejuicios y de tabúes. En tal perspectiva Francisco Bucio Palomino visita las concepciones y los valores que nutren los fundamentos del islam. Así, advierte de inmediato que, sin ser una debilidad privativa de esa cultura, de esa civilización, en la esencia del islam hay gérmenes de extremismo, algo que lo empuja a radicalizarse para sentirse realizado.El material estudiado en esta obra lo componen entonces principalmente los elementos teóricos que constituyen la trama ideológica del islam y en la cual se sostiene su naturaleza: las ideas que conforman su pensamiento, los valores y los ideales que movilizan su voluntad. Y lo que busca en ese material que analiza es el potencial de islamismo, es decir, el fondo de radicalismo que ahí yace. De ninguna manera Bucio Palomino pretende atacar al islam: trata de defender la civilización occidental contra los riesgos deletéreos de su influencia, trata de proteger nuestra identidad, basada en el racionalismo y en la necesidad de la democracia.Los análisis que el autor lleva a cabo confluyen en un punto de concordancia con la voluntad de reforma que reúne a los musulmanes más progresistas. Pocas de sus conclusiones serían desaprobadas por ellos. La intención no es hacer una evaluación de la civilización islámica contraponiendo defectos y cualidades, sino explorar sus bases y rastrear sus fundamentos para hacer luz sobre el mal que la gangrena. La motivación de fondo de esta obra es hacer ver la urgencia de un verdadero aggiornamento, lo que en nuestra época lleva el nombre de modernización.

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Información

Año
2020
ISBN
9789876918374

1. En qué creen los musulmanes: sus dogmas

1. El dogma de la unicidad de Dios

Como es sabido, la religión islámica es monoteísta, lo mismo que el judaísmo y el cristianismo. La doctrina de la existencia de un solo Dios nació unos dos mil años antes de Cristo, en el pueblo de Israel, promovida por Abraham. Anteriormente, todas las creencias que podían llamarse religiosas eran politeístas o dualistas. Las últimas alcanzaron cierta culminación con el mazdeísmo en Persia, en el siglo VI antes de Cristo. Esta religión predicaba la existencia de dos dioses, el del Bien y el del Mal, que se disputan el mundo. Estaba todavía lo suficientemente arraigada en cuanto visión filosófico-religiosa en la región mesopotámica, en los primeros siglos de nuestra era, como para que Constantino pensara en ella antes de decidirse por el cristianismo, que finalmente eligió para ser la religión oficial del Imperio Romano. El esquema explicativo del universo a partir de dos principios opuestos siempre fue atractivo, y sigue siéndolo en la actualidad: las parejas de principios positivo/negativo, masculino/femenino, ying/yang, caliente/frío, espíritu/materia, y desde luego bueno/malo, han servido de ejes de comprensión de la realidad. Los dos últimos han prosperado particularmente en concepciones religiosas y han propiciado sectarismos aun dentro del cristianismo. Es el caso de los cátaros que, en Francia, en el siglo XII, reproducen la ideología maniquea, originaria de Persia en los tiempos de Zaratustra: así como esta remite cuanto sucede a la guerra entre la luz y las tinieblas, aquellos ven en todo el resultado de la tensión emanada de la inconciliabilidad entre el bien y el mal.
El monoteísmo es un hallazgo conceptual extraordinario, a la vez que una revolución sin precedentes en la historia de las religiones, pues realizó una auténtica mutación en la esencia de la religiosidad. La idea de un solo Dios fue la magistral invención del pueblo de Israel, idea que fraguó definitivamente en su conciencia histórica en la época de su convivencia forzada con el pueblo egipcio en el siglo XVII antes de Cristo. Hasta entonces, el politeísmo era en todas partes la manera normal de vivir la religiosidad. El mundo sobrenatural era concebido como un sistema funcional, compuesto de tantos dioses cuantos parecían necesarios para presidir los grandes acontecimientos de la naturaleza: dios de la vida, dios de la muerte, dios del amor, dios de la fecundidad, dios de la guerra… El hecho de que la naturaleza es percibida prácticamente de la misma manera en todas las culturas permitía la conversión, entre los pueblos, de sus diferentes panteones. El hecho de que fuese posible encontrar en una sociedad la versión local de las divinidades veneradas en otra propició siempre la tolerancia religiosa. La situación cambió por completo con el monoteísmo, pues con él se introdujo la discriminación entre la verdadera religión y las falsas. Se imponía como deber religioso rechazar toda otra religión que, por definición, debía estar en el error. La intolerancia se instaló como reacción concomitante con la convicción de la autenticidad de su fe. El ardor con el que se abraza la creencia en un solo Dios se manifiesta como fuerza de exclusión de cualquier otra, aunque esta sea la de otro monoteísmo. El exclusivismo acompaña los tres monoteísmos desde su origen y, como lo explicamos, ello es comprensible porque la verdad siempre es una y no puede ser múltiple: desde el momento en que se piensa que la religión (monoteísta) propia es la verdadera, las otras (aunque sean monoteísmos) no pueden ser vistas sino como espurias. Si el cristianismo ha aprendido a tolerar otros credos, ello se debe al lugar prioritario que se da al respeto de la persona, consecuencia del ideal de libertad cultivado en Occidente. Pero antes de que este valor faro alcanzara la preeminencia que tiene en la actualidad, la intolerancia religiosa, en el cristianismo mismo, tocó cimas inauditas. Solo el derecho bien acrisolado a la libertad de conciencia y a la libertad de expresión se prolonga en deber de aceptación de la diferencia en materia de religión.
En el politeísmo, la fe se vive menos como creencia que como credulidad, con un dejo de mala fe, porque, conceptualmente, no se piensa en Dios cuando de dioses se trata. Desde el momento en que estos son más de uno, pueden ser dos o muchos más, y por consiguiente no puede concebirse a ninguno como “soberano”. Sin soberanía absoluta, cada uno de los dioses, no pudiendo tener imperio sino sobre sectores o regiones del ser (uno sobre el mar, otro sobre los aires, otro sobre los cielos; o uno sobre la fecundidad, otro sobre la guerra, otro sobre el comercio, etc.), todos tienen solo un poder relativo, limitado: o sea que el concepto que define la esencia de cada uno de ellos está muy lejos de ser un concepto definitorio de Dios. Pensar propiamente en Dios es concebir un ser que ejerce soberanía exclusiva sobre todo lo que existe, un ser que está por encima de todo y que, por la perfección de sus atributos y de las características de cada uno de estos, trasciende infinitamente las cualidades que forman la esencia de cuanto hay. Por consiguiente, solo concebido como un ser perfecto, como infinitamente perfecto, por la perfección de cada una de sus cualidades, es pensado como Dios. Por el hecho de su perfección absoluta no puede lógicamente existir sino uno solo. Así, por ejemplo, debe ser el creador del universo, la causa eficiente única de la creación, es decir, la causa primera de todo lo que existe: estaría fuera de toda lógica y sería por lo tanto absurdo hablar de dos o más causas eficientes que sean cada una “primera”. Por tanto, basta atribuir la perfección absoluta a cada uno de los elementos constitutivos de su esencia (inteligencia, voluntad, poder, ciencia, bondad, justicia…) y darles por base sustancial o punto de sustentación la que contiene la idea de persona o “yo consciente” y tenemos, aunque no sea sino bosquejado, el verdadero concepto de Dios: “verdadera” idea de Dios, por el solo hecho de estar avalada por su unicidad. En conclusión, al verdadero Dios no se lo conceptualiza sino como único Dios. Las expresiones “Dios único” y “Dios verdadero” son equivalentes e intercambiables.
De lo anterior se deduce que nunca ha habido un auténtico politeísmo. No pueden ser dioses de verdad los de las creencias de los llamados “politeístas”. Aunque se escriba con minúscula, “dios”, este apelativo refleja cierta voluntad de nombrar con él a Dios. Pero, como lo demostramos antes, por ser varios, los así llamados no pueden tener la misma naturaleza que el Dios único. No ha habido politeísmo, aunque sí “poliatrismo”, porque es innegable que casi todas las civilizaciones antiguas tuvieron un panteón, culto y ritos consagrados a sus divinidades. Pero ¿qué eran estas, si no podemos considerarlas dioses? Ideas, representaciones de fuerzas sobrenaturales personificadas. Esas fuerzas una vez hipostasiadas llegaron siendo encumbradas y se las idolatró. Como se sabe, casi todas tuvieron su origen en leyendas, cuentos, fábulas, mitos, y sus conjuntos forman los sistemas bien llamados “mitologías”. Algunos de los dioses mitológicos eran héroes legendarios. El término “dios” nunca tuvo en aquellas tradiciones un sentido trascendente, un significado que sobrepasara lo imaginable en cuanto ser intramundano. Hasta se pensaba que podría elevarse a ese rango a algo o a alguien sobresaliente por consenso popular. Así, Calígula, y no ha sido el único, no tuvo empacho en investirse “dios” por decreto propio y nombrar cónsul a su caballo. Estrictamente hablando, los sistemas mitológicos no pueden equipararse a una religión, la cual, como se habrá entendido, no puede ser sino monoteísta, es decir, servir de marco institucional para alentar y guiar las relaciones del hombre con Dios.
El Corán reserva sus anatemas más afilados a los politeístas, entre los que hace figurar a los cristianos, por creer en el dogma de la Trinidad. En una formulación de un tenor teológico balbuceante, el versículo 73 de la sura V reza: “Sí, los que dicen «Dios es, en verdad, el tercero de tres» son impíos. No hay más Dios que un Dios único. Si no renuncian a lo que dicen, un terrible castigo les llegará a los que entre ellos son incrédulos”.1 Lanzamos la hipótesis de que el momento fundador del islam como religión distinta del cristianismo es la incomprensión del misterio de la Trinidad. Hay que admitir que se requiere una gran madurez teológica para asimilar, como simple posibilidad no contradictoria, que la realidad de un solo Dios pueda hipostasiarse en tres personas sin afectar el hecho de la unicidad divina. Desde luego que, sin la declaración de Cristo en este sentido y sin las garantías de que su palabra es verdadera –garantías aportadas por sus realizaciones milagrosas y su alta moralidad–, la trinidad óntica resuelta en unidad ontológica, es decir pensada como concepto puro de unicidad, sería una idea inconcebible. Por lo tanto, desde el punto de vista de lo que la razón exige para aceptarla como verdad, la idea de un “Dios trino y uno” apela al principio de que puede haber verdades que están por encima de la razón sin contradecirla: verdades incomprensibles, auténticos misterios, pero no manchadas de absurdo. Si lo que cuenta en esta óptica es probar que no es irrazonable pensar que Dios participe de tres sustancias siendo uno solo, recordemos que tal dificultad teórica tiene antecedentes, como el caso emblemático del hombre, que participa de la sustancia material y de la sustancia espiritual sin que dicha dualidad afecte la unidad de su naturaleza humana. Después de tantos siglos de estudio, el ser humano sigue siendo visto como una realidad bastante misteriosa en cuanto a su composición mixta, pero a nadie se le ocurrirá decir que es una entidad absurda, un monstruo metafísico. Pondérese como se quiera, la dificultad de entender que tres hipóstasis, es decir tres sustancias diferentes, puedan componer una sola naturaleza no autoriza a declarar absurda tal posibilidad. Lo que nos interesa, sin embargo, es la suposición que los albores del islam fueron atizados por la gran dificultad de la comprensión del concepto de la Trinidad. Que el problema de la asimilación de este misterio haya sido resuelto optando por declarar absurdo el concepto incomprensible es un hecho. Y el dato no es anodino, porque todo parece indicar que el islam decidió desde entonces que la confrontación con el cristianismo sería su marca de comercio, por decirlo así, haciendo de la unicidad de Dios y de su Trinidad conceptos antitéticos e inconciliables. Como si hubieran buscado un pretexto para crear una nueva religión, los fundadores del islam erigieron sobre el rechazo de esta concepción trinitaria un nuevo credo, el de un solo Dios. En suma, redujeron su incapacidad de comprender la naturaleza trina de Dios a la autosugestión de ser ellos los descubridores del verdadero monoteísmo. A través del reemplazamiento del misterio de la Trinidad por la evidencia de la unicidad de Dios, los primeros musulmanes legitimaron el sentimiento de que su religión era distinta del cristianismo. Para consolidar su nueva conciencia identitaria, sintieron la necesidad de afirmar sin cesar la convicción de que hay un solo Dios, y lo repitieron tanto que al final se ha vuelto lema, mantra, plegaria y a la vez grito de guerra.
Un concepto de referencia en el rubro de las maldiciones contra los descreídos y, particularmente, los politeístas es el de la asociación de otros entes a Dios. Adorar a Dios y además a algo otro (dios, persona, cosa o acontecimiento) es lo peor y definitivamente intolerable a los ojos de un musulmán. Nos permitimos recordar aquí, como simple anécdota, la reacción de Salah Abdeslam, uno de los autores de la masacre del Bataclan de París: entre lo poco que ha expresado desde el día de su encarcelamiento, dijo que lo ponía furioso recibir cartas de admiradoras, porque solo hay que adorar a Dios. ¿Debemos entender que teme que su cohecho suscite un entusiasmo entre sus congéneres que pueda alcanzar niveles de loa que únicamente Dios merece? ¡Qué gestos de superlativa humildad puede producir el orgullo: sentirse obligado a advertir que no es un igual de Dios, por más grandiosa que sea la obra que cometió asesinando inocentes! Si tal actitud no tuviera respaldo coránico, podría pasar por un simple oxímoron, pero sabemos que el Libro no acepta ser tomado como fuente de inspiración de figuras retóricas, sino por regla de vida. El Corán condena en efecto enérgicamente a los “asociacionistas”, y lo hace en términos categóricos: “Dios no perdona que se le asocie nada [ni cosa, ni persona ni, sobre todo, otros dioses]. Él perdona a quien quiere pecados menos graves que este; el que asocia sea lo que sea a Dios, comete un crimen inmenso” (iv-48).2 No atendiendo por ahora sino al temor de adorar otras cosas a la vez que se adora a Dios, hay que constatar que la obsesión de tal pecado lleva a los musulmanes a sospechar que cualquier sentimiento de la gama del amor sea culpable de ofensa a Dios, por asimilarse a la idolatría. En el islam se piensa que todo sentimiento intenso y profundo de veneración, admiración, respeto o consideración por cualquier cosa puede ser interpretado por Dios como un desliz hacia el terreno de la adoración, y esta podría ser juzgada por él como idolatría y su objeto, como un supuesto rival. Entonces, para obviar el riesgo de irritar Su susceptibilidad, los fieles decidieron suprimir de su existencia y de la vida social acciones y hechos, obras y realizaciones que puedan entrañar simples alusiones de comparación con Alá.
Los mahometanos no deben menos que concluir que en sus relaciones, sobre todo con los humanos, es necesario abstenerse de sentimientos de cualquier especie de simpatía, para estar seguros de que todo su potencial de afecto y aprecio tiene por objeto exclusivo la divinidad. No es de extrañar que, en el islamismo, sea el sexo y no el amor lo que más se cultiva entre hombre y mujer. Pero, más allá de esta precisa consecuencia de la obnubilación por los “riesgos asociacionistas”, la sensibilidad entera del musulmán parece estar condicionada por la maldición que anuncia el Corán: “Dios no perdona que se le asocie nada”. Así, la libertad de sentimientos, tan natural y necesaria para aprovechar la vida y gozarla en todas sus dimensiones, es controlada por el Corán. Dicho control se extiende a sectores de la cultura como las artes, en las que, además de los sentimientos de admiración y deleite, también toman parte las facultades de creación: así como el radicalista teme que la emoción estética se convierta en adoración, de igual forma le atemoriza que, al hacer arte, el hombre pretenda constituirse en creador, a la par de Dios. La relación del musulmán con las artes y la belleza es de lo más ambiguo. No parecen entender algo que para todo otro creyente (cristiano o judío) va de suyo: la trascendencia coloca a Dios en la esfera del más allá absoluto y es imposible que pueda haber una común medida entre los sentimientos que despierta una persona o una cosa y los que merece Dios en entera exclusividad. El término mismo “adorar”, cuando se usa fuera de la esfera de lo sagrado, tiene su significado rebajado de lo infinito a lo finito: aplicado a Dios, significa amor de culto y de oración, de agradecimiento por haber creado el universo y, en él, los seres humanos, y de esperanza en Su bondad y justicia; aplicado a todo lo demás, no puede significar más que cariño, afecto y, cuando mucho, embelesamiento proporcional al grado de perfección que, en la escala de lo finito, acordamos a lo que así amamos, sea ser humano o cosa material. Nadie, ni un demente, puede “asociar” algo a Dios, a menos de caer en una confusión consumada en delirio. Lo que sí puede es instalarse en la negación de Dios, y entonces no tener más posibles objetos de amor que todo lo que nos puede atraer sobre la faz de la tierra; pero esto ya no es asociación, sino reemplazo. Por lo tanto, por definición:
  1. El ateo no puede asociar nada a Dios, pues para él Dios no existe.
  2. El que cree en el Dios único, tampoco puede asociarle nada, pues la verdadera fe en Él implica tener el sentido de la trascendencia y del hecho de que Dios está en un nivel al que nada puede igualar.
  3. No queda sino el genuino politeísta al que pareciera convenir el término “asociacionista”; pero, justamente, como por creer en varios dioses no cree en el verdadero y único, solo puede asociarlos entre sí, pero no al Dios de los monoteístas. De todo ello se deduce que el temor de asociación que toma tanto lugar en la conciencia mahometana radicalista es un falso temor, sin ningún alcance en la realidad.
Religión realmente distinta del cristianismo, el islam sin duda lo es, pero menos por las diferencias de su dogma monoteísta que por todos los agregados de su moral y de su concepción de la vida. Los hechos, en su origen, pudieron haber sido otros. El islam podía muy bien haber nacido como cristianismo reformado, teniendo por tronco común la tradición bíblica, que de todas maneras reconoce. Pero, en lugar de una comunidad de pensamiento teológico de esencia judeo-cristiana, prefirió la secesión, declarándose enemigo de su propia ascendencia. No pensamos que, de haberse dado aquel hipotético giro, todo sería concordia y buen entendimiento, pero al menos hubieran existido mejores condiciones de diálogo. En cambio, su voluntad de encontrar la afirmación de su identidad en la oposición al cristianismo y al judaísmo, lejos de predisponerlo al acercamiento, lo determina a la confrontación.
Entre los cristianos, la unicidad de Dios es una evidencia conceptual: la idea misma de Dios la incluye como característica esencial, o sea que por definición si Dios existe no puede haber sino uno solo. Si no fuera único, no sería el “verdadero” Dios. La más simple reflexión debe hacernos descubrir la evidencia de esta aseveración: “Dios verdadero” y “Dios único” no son dos expresiones que riman y se complementan. No, son dos asertos que afirman lo mismo: por estricta lógica, no podemos decir que el Dios de que hablamos es el verdadero si no es único, como tampoco podemos afirmar que es único, y que no existe otro, si no es el verdadero. Decir “Dios único” es lo mismo que decir “Dios verdadero”. Que el Dios verdadero es único, que no ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Acerca de Crítica de la radicalidad islamista
  3. Portada
  4. Prefacio
  5. 1. En qué creen los musulmanes: sus dogmas
  6. 2. Cómo creen los musulmanes radicalistas
  7. 3. Adoctrinamiento y enajenación
  8. 4. Sumisión o antilibertad
  9. 5. Renunciamiento a la verdad
  10. 6. Sistema de la desigualdad
  11. 7. Relaciones disimétricas entre hombre y mujer
  12. 8. Violencia atávica del islamismo
  13. 9. Problemática de la cohabitación con el islam
  14. 10. ¿Occidente amenazado?
  15. Créditos