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VIAJES CON HELENA
1.1. Declaración de intenciones
Del mismo modo que hizo Montaigne al comienzo de sus ensayos, quiero advertir a mis lectores acerca de lo que este libro no es. No es un ensayo sociológico, psicológico o histórico acerca de Helena de Troya y tampoco un estudio acerca de la mujer en la Grecia arcaica, aunque también es todas esas cosas, pero solo de una manera modesta.
Pretendo aquí, y no es poco, buscar las huellas de la Helena mitológica, ofrecer un incompleto catálogo de las diversas visiones acerca de esta mujer que tanto interesó a la antigüedad, un inventario, en definitiva, de algunas de las muchas sugerencias que ha dejado este mito. La visión hecha de visiones que ofrezco de ella es tan poco exhaustiva que sería muy atrevido pretender que se trata de un retrato fiel. Por otra parte, me he limitado al mundo grecolatino, dejando fuera de mi mirada las mil y una visiones posteriores de Helena que nos ha ofrecido la literatura, la música, el cine, la poesía o el teatro a lo largo de más de dos mil años, cuando ya la voz de los antiguos dioses no se escuchaba en los templos abandonados.
En este libro me olvidaré, por lo tanto, de la Helena que se paseó por las páginas de Oscar Wilde, a la que el ingenioso artista enfrentó a la Virgen María y comparó con Jesucristo, y de la Helena que se unió a Fausto en los versos de Goethe, o de aquella Helena de Kazantzakis que encuentra el verdadero hombre de su vida en ese compañero ocasional de aventuras que fue el Ulises de la Ilíada, pero al que también abandona en busca de nuevos amores y nuevas inquietudes. No viajaré con la Helena de Marlowe, aquel «rostro que lanzó mil naves y quemó las altas torres de Ilión» y que inspiró a Isaac Asimov la unidad de medida llamada «millihelen», la cantidad de belleza necesaria para lanzar un barco al mar. De todas esas Helenas me olvidaré en este libro. Y lo haré porque no creo que ninguna de ellas nos revele, a no ser por una inesperada pero puramente casual coincidencia, algo del mito original de Helena.
Hermann Fraenkel nos advirtió acerca de la tentación de los historiadores de la Grecia arcaica de escribir «de atrás hacia delante», es decir, de examinar las acciones de los griegos antiguos a la luz de las de los griegos de la época clásica, convirtiendo a los héroes de Homero en filósofos de la naturaleza, discípulos de Sócrates, políticos a la altura de Pericles o personajes de los dramas de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Este procedimiento produce en los lectores una sensación de inevitabilidad en la historia griega y trasmite la impresión, con toda probabilidad engañosa, de que existe un destino inevitable que lleva desde los héroes de Troya hasta la democracia ateniense de Pericles. Al leer a los investigadores del mundo griego, nos dice Fraenkel, nos parece distinguir una línea clara que conecta los orígenes remotos de los griegos con las últimas muestras de su genio que podemos considerar que va más allá de la época helenística y llega hasta los primeros siglos de nuestra era, quizá hasta los Evangelios cristianos y los textos del Nuevo Testamento, que Fraenkel considera las últimas muestras del genio griego. La razón de esta engañosa continuidad es que fueron los propios griegos, y tras ellos los romanos, y tras ellos los cristianos, quienes dibujaron los primeros trazos de la línea, real o imaginaria, que une su pasado y su presente, por lo que poco se puede reprochar a los modernos eruditos que, al intentar conocer a los héroes de Homero, acudan una y otra vez a obras e ideas muy posteriores. Conviene, de todos modos, tener presente la advertencia de Fraenkel y recordar siempre que es el pasado el que influye en el futuro y no a la inversa, que fueron los griegos de épocas remotas los antepasados de los de la Grecia clásica y helenística, y no al contrario.
No se puede negar, sin embargo, que el presente también inventa el pasado, como decía aquel historiador ruso que en tiempos de Sta...