La disputa de "La ruptura" con el muralismo (1950-1970)
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La disputa de "La ruptura" con el muralismo (1950-1970)

Luchas de clases en la rearticulación del campo artístico mexicano

  1. 512 páginas
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La disputa de "La ruptura" con el muralismo (1950-1970)

Luchas de clases en la rearticulación del campo artístico mexicano

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El arte no es una esfera autónoma de la vida social; no es independiente de cómo los seres humanos viven, se organizan y piensan otros aspectos de su existencia. Pero el arte tampoco es reducible al resto de cuestiones sociales; tiene una especificidad. ¿Cómo se produce esta autonomía relativa? ¿De qué manera el arte depende de procesos que a priori parecen extraartísticos pero que contribuyen a definirlo? En la presente publicación, estas inquietudes toman respuesta concreta en torno a una etapa histórica particular: ese momento de la segunda mitad del siglo XX en el que el muralismo mexicano, que tanto peso había tenido a nivel nacional e internacional, queda relegado al reconocimiento histórico, pasado, sin apenas ya posibilidad de erigirse como una práctica artística vigente. Debido a cuestiones económicas, políticas e ideológicas generales, el campo artístico mexicano llevaba tiempo reorganizando su estructura, lo que dio lugar a la aparición de ese grupo de artistas llamado "generación de la ruptura". Al analizar esta rearticulación del campo, se puede ver a la lucha de clases –con el sigilo que a veces la caracteriza– haciendo presencia en el remoto terreno del arte.

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Información

Año
2019
ISBN
9786078611355
Categoría
Arte

Capítulo 1.Conflicto estético a mediados
del siglo XX

¿Y qué chingados soy yo? Aunque gano buen dinero, todo me lo gasto quién sabe cómo. Trato con los presidentes, las actrices de cine con aretes de esmeraldas, los banqueros y los arquitectos millonarios y me invitan a cenar los empresarios de la Quinta Avenida de Nueva York y de Jerusalén. No desfilo con los obreros el 1º de mayo ni firmo manifiestos de adhesión a Cuba a pesar de que me gusta mucho el Che Guevara.
Mathias Goeritz (Monteforte, 1993).
En la década de los años sesenta, se produjeron dos eventos artísticos en la Ciudad de México altamente polémicos: el concurso de pintura del Salón ESSO en 1965 –que contó también con un concurso de escultura, aunque aquí no se va a analizar– y la exposición Confrontación 66, en 1966. En torno a estos acontecimientos entraron en abierto conflicto los dos amplios y plurales proyectos artísticos que se encontraban en disputa en aquella época. Tan sólo con mencionar las denominaciones que ha ido recibiendo cada sector ya se iluminan las principales oposiciones que los enfrentaban (por ello se irán empleando varios de estos términos a lo largo del texto, recogidos entre la prudencia de las comillas angulares).1 Uno de estos dos heterogéneos sectores ha sido llamado de las siguientes maneras: «la Escuela Mexicana de Pintura», «los nacionalistas», «los partidarios del arte político», «los partidarios del realismo», «los muralistas», «la escuela realista nacional», etc.2 El otro sector, que tampoco era monolítico, también ha sido definido de diversas formas: «los rupturistas», «la Generación de la Vanguardia», «de la Ruptura», «los abstraccionistas», «los partidarios del arte puro», «la nueva pintura», etcétera.
Estos dos bandos aspiraban, a nivel general, a proyectar teorías y prácticas artísticas divergentes:
El tiempo mexicano de Giménez Botey [es decir, la etapa de «la ruptura»] está marcado por un cambio que hace énfasis en el mundo subjetivo y en los estados de ánimo contra el carácter social y político de sla obra mural. Los muralistas querían desarrollar un arte nacional cimentado en la tradición aunque sin perder la perspectiva contemporánea; otros pintores estaban más preocupados por la expresión personal de sus emociones al margen de las consignas históricas y sociales (Camacho, 1997, p. 14).
Vamos a dar a este debate toda la amplitud histórica –vertiginosa– que encierra. Estos dos posicionamientos plásticos no eran una particularidad mexicana, sino que se puede encontrar esta misma oposición –con sus variantes y particularidades– en la historia de diferentes países desde un momento más o menos concreto: desde que se produjo el asentamiento del modo de producción capitalista en Europa como modelo dominante a finales del siglo xviii y durante el xix. Con esta alteración, en pocas décadas el mercado del arte pasó a ocupar un papel central en la organización de la producción, exhibición y distribución artística, al tiempo que se produjo un paulatino retroceso de los encargos estatales y eclesiásticos. Esta transformación de los cimientos de la organización del campo artístico, efectuada de forma definitiva en el siglo xix, fue iniciada en el Renacimiento (Gimpel, 1979, pp. 71-79) a través de las clases comerciales (Wolf, 1997, pp. 41-42) y tuvo sus avances y retrocesos en los siglos intermedios; es decir, vino de la mano del progresivo avance de la producción capitalista, iniciada esporádicamente en los siglos xiv y xv, y en claro desarrollo desde el xvi (Marx, 1988, p. 894).
Debido a este paralelismo entre fenómenos socioeconómicos y fenómenos artísticos, la noción de «arte puro» que encontramos definida entre Kant y Baudelaire en los siglos xviii y xix puede ser rastreada ya desde el Renacimiento, aunque en los siglos xv y xvi se hiciese énfasis en la divinidad como fundamento del artista genio (Durán, 2008, pp. 47-114). Esta referencia religiosa después será desplazada por el peso de la subjetividad y el aspecto emocional del productor.
Pero, ¿a qué se debía esta cierta coincidencia entre un modo de organización socioeconómico y unas nociones artísticas? Con el mercado, al ser situado el productor plástico de manera creciente en un marco de relaciones específicas –entre críticos, marchantes, coleccionistas y otros pintores en torno a salones y galerías– y en progresivo aislamiento del resto de las preocupaciones sociales (Wolff, 1997, pp. 24-26), se sentó la posibilidad de la existencia de aquellas nociones que quedaron definidas como propias del «arte por el arte», es decir, preocupaciones centradas en asuntos específicamente pictóricos –trazo, forma, color, textura, etc.– sin la necesidad de que estos hicieran alusión a cuestiones externas, normalmente identificadas como temáticas.
La división social del trabajo en la Europa moderna temprana, desde el Renacimiento y la Reforma hasta la época de Goethe, produjo una clase numerosa de productores de ideas y cultura relativamente independientes. Estos especialistas artísticos y científicos, jurídicos y filosóficos han creado a lo largo de tres siglos una cultura moderna brillante y dinámica. Y sin embargo, la propia división del trabajo que ha hecho posible la vida y el empuje de esta cultura moderna, ha mantenido también sus nuevos descubrimientos y perspectivas, su riqueza potencial y su fecundidad, separados del mundo que los rodea (Berman, 1988, p. 34).
Como señala Bourdieu (2010), un público –comprador– capaz de asegurar a “los productores de bienes simbólicos [artistas, escritores, intelectuales, etc.] las condiciones mínimas de independencia económica y también un principio de legitimación concurrente”, dota a estos últimos de las condiciones objetivas para no reconocer más principios que “los imperativos técnicos y las normas” (p. 86) específicas de su profesión; a pesar de que la autonomía relativa así conseguida no dejaba de arrastrar el peso de condicionantes económicos y sociales imperantes.
Es en el momento mismo en que se constituye un mercado de la obra de arte cuando, por una paradoja aparente, se ofrece a los escritores y los artistas la posibilidad de afirmar –en su práctica y en la representación que tienen de ella– la irreductibilidad de la obra de arte al estatus de simple mercancía y, al mismo tiempo, la singularidad de su práctica. El proceso de diferenciación de los dominios de la actividad humana, correlativo con el desarrollo del capitalismo y, en particular, la constitución de sistemas de hechos dotados de una independencia relativa y regidos por leyes propias, producen condiciones favorables para la construcción de teorías “puras” (de la economía, de la política, del derecho, del arte, etc.) que reproducen divisiones sociales preexistentes en la abstracción inicial por la cual se constituyen (Bourdieu, 2010, p. 88).
Estos son, por tanto, los fundamentos históricos más básicos del llamado «arte por el arte», ideología que asumieron los artistas «rupturistas». ¿Qué ocurre con el otro bando? Al paso del desarrollo del capitalismo y engendrado por él, nació su sepulturero (Marx y Engels, 2016a, p. 34), el movimiento obrero, y todos los intentos de transformación social en los que participaron otras clases sociales. Desde entonces, un sector de los artistas ha mantenido afinidad ideológica y política con estos últimos procesos, realizando su producción estética en reflexión y relación con ellos –de las más diversas formas–, y dando lugar al llamado «arte social». Las causas que han provocado que ciertos artistas se aproximen a una u otra noción, o que propician incluso que en su historia de vida transiten de la una a la otra, es una pregunta que en parte se irá respondiendo a la luz de nuestro particular objeto de estudio.
Por supuesto, las complejas relaciones entre los artistas, en general provenientes de las clases intermedias, y el resto de las clases sociales y sus preocupaciones, son cambiantes. Como un ejemplo concreto, en 1923 León Trotski describió de esta sarcástica manera el comportamiento de las dos tendencias en torno a la revolución rusa:
En nuestro proceso social ruso, el arte de tendencia [«arte social»] fue la bandera de la inteliguentsia que trató de acercarse al pueblo. Impotente, aplastada por el zarismo y privada de medio cultural, buscaba apoyo en los estratos inferiores de la sociedad y se esforzaba por probar al «pueblo» que no pensaba más que en él, que vivía sólo por él y que le amaba «terriblemente». Y al igual que los populistas que «iban al pueblo» estaban dispuestos a prescindir de ropa interior limpia, de peine y de cepillo de dientes, la inteliguentsia estaba dispuesta a sacrificar las «sutilezas» formales de su arte para lograr expresar de la forma más directa e inmediata los sufrimientos y esperanzas de los oprimidos. Por el contrario, el arte «puro» fue la bandera lógica de la burguesía pujante, que no podía declarar abiertamente su carácter burgués y que a la vez trataba de mantener a la inteliguentsia a su servicio. El punto de vista marxista está muy lejos de estas tendencias, que fueron históricamente necesarias, pero que históricamente son ya «el pasado». En el plano de la investigación científica, el marxismo investiga con la misma certidumbre las raíces sociales del arte «puro» y las del arte de tendencia (Trotski, 1973, pp. 87-88).
Ambas amplias nociones estéticas –de las cuales tan sólo se ha delineado aquí su estructura histórica más fundamental– han sido siempre plurales, han estado históricamente definidas, han tenido desigual dominio, se han transformado en sus fundamentos artísticos y sociales, y se han enfrentado al tiempo que enriquecido mutuamente.
En cierto modo, lo que nos disponemos a analizar ahora no es más que uno de los muchos ejemplos concretos de este gran proceso general.

Directo al problema: las confrontaciones pictóricas

¿Hasta cuándo permitirá el Estado mexicano este abuso, este coloniaje disfrazado, este pisoteo de nuestras raíces y esa soberbia pretensión de la oea de dirigir y controlar la sensibilidad de nuestro pueblo?
Francisco Icaza (Tibol, 1992).
Es verdaderamente lamentable lo que está aconteciendo en el México del muralismo, en el México de José Clemente Orozco y de Diego Rivera; el formalismo europeo ha penetrado de manera preponderante, se ha impuesto en la producción de los jóvenes; pero los pintores jóvenes de México se han subido al carro del formalismo con mucho retraso; no hay aportes, sólo hay talento y capacidad, buena pintura, buen color; pero no hay progreso en la metodología, lo que hay es un enorme retraso. Acepto que combatan a nuestro movimiento, pero que lo hagan desde adelante, no desde atrás, no desde posiciones que nosotros abandonamos desde 1922.
David Alfaro Siqueiros (Tibol, 1992).
El Salón ESSO –su nombre oficial y menos conocido fue Salón de Artistas Jóvenes (Fernández, 1966, p. 14)– fue organizado por la multinacional ESSO Mexicana, la Organización de Estados Americanos (oea) y el Instituto Nacional de Bellas Artes (inba). La exposición se realizó en el Museo de Arte Moderno (mam) de la Ciudad de México (Sánchez Celaya, 2013). En ella se enfrentaron las dos grandes tendencias artísticas que entonces existían, y se premió a los artistas de la llamada «ruptura» (Emerich, 2004). Es cierto que la selección de obras incluyó en mayor medida a las producciones figurativas3 que a las abstractas –raro hubiera sido lo contrario, teniendo en cuenta que la mayoría de productores plásticos en México eran figurativos–, pero la premiación se concentró en estas últimas (Tibol, 1992, p. 21), en concreto en las obras de los artistas «rupturistas» Lilia Carrillo y Fernando García Ponce.
Como veremos, no era la dicotomía «figuración-abstracción» el eje polarizador principal del debate, a pesar de que estuviera presente en multitud de críticas cruzadas. De momento bastará con apuntar dos cuestiones al respecto: la primera, que el arte abstracto era rechazado por los partidarios del «arte social» –interesados en esta tendencia, si acaso, como ejercicios plásticos de cara a lograr una mayor expresividad realista, como era el caso de Siqueiros–; la segunda, que el abstraccionismo no era la única corriente de los «rupturistas», y sembraba también cierto conflicto al interior de algunos partidarios del «arte por el arte». Al menos en México, se iría asimilando de forma más general –siempre pensando en el círculo de los especialistas– durante los años cincuenta y la primera mitad de los sesenta.4
El Salón ESSO no tenía un carácter meramente nacional, sino que su organización –sugerida por la Humble Oil and Refinning Company, “filial de la Standar Oil dominada por los Rockefeller”– tuvo lugar en 18 países latinoamericanos “con la obvia excepción de Cuba”, que ya contaba seis años desde el triunfo de la revolución. Estos salones regionales “fueron coordinados por Gómez Sicre, de la Unión Panamericana, en combinación con instituciones públicas y privadas” (Goldman, 1989, p. 59).5 Los ganadores de cada uno de los salones nacionales serían premiados por la compañía ESSO –a cambio de que esta se quedara con sus obras– y todos ellos expondrían finalmente en Washington. De modo que el ámbito de estos espacios era continental y su impulso venía dado por organizaciones sospechosas de ser algo más que paladines del arte libre (véase imagen 1).
Imagen
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El carácter panamericanista del Salón ESSO era el propio de los discursos de Nelson Rockefeller y otros promotores de este tipo de eventos. Sus planteamientos sintonizaban con la Alianza para el Progreso (Tibol, 1992, pp. 15-16) –con esa voluntad de injerencia sociocultural que buscaba desalentar la emulación en otros países de la revolución cubana– y una política de buena vecindad preocupada por reforzar la hegemonía estadunidense en América Latina.
A estas acciones políticas subrepticias se debía el ataque de los sectores sensibilizados con el desarrollo autónomo del arte nacional. La cita de Icaza que abre este subapartado es un ejemplo de las críticas que el Salón recibió.
El día de la inauguración hubo un fuerte debate. Un amplio sector de los artistas participantes protestó, mientras que José Luis Cuevas, Arnaldo Coen y Juan García Ponce –los dos primeros fueron pintores integrantes de la llamada «generación de la ruptura», y el tercero fue su amigo, crítico más generoso y hermano del pintor también «rupturista» Fernando García Ponce– enfrentaban las críticas. “Lárgate a Washington, traidor, vendido a la oea”, le decían...

Índice

  1. Índice
  2. Lista de abreviaturas y siglas
  3. Prolegómenos: Inquietudes de partida y hoja de ruta
  4. Capítulo 1. Conflicto estético a mediados del siglo XX
  5. Capítulo 2. Proyecto artístico y clases sociales
  6. Capítulo 3. El caso de la Galería Proteo (1954-1963)
  7. Capítulo 4. Las otras principales galerías: Historizar lo concreto para abstraer el proceso
  8. Capítulo 5. El mercado del arte en el desarrollo de «la ruptura» y de la hegemonía burguesa
  9. Capítulo 6. El concepto de «ruptura»: la historia de cómo se ha nombrado una historia
  10. Conclusiones
  11. Anexos
  12. Anexo I. Apuntes sobre la Galería Tussó
  13. Lista de referencias
  14. Índice de Cuadros, gráficas e imágenes
  15. Índice analítico