Sobre la melancolía de los sastres
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Sobre la melancolía de los sastres

  1. 200 páginas
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Sobre la melancolía de los sastres

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Índice
Citas

Información del libro

Charles Lamb (1775-1834, Londres), escritor del romanticismo británico, en sus ensayos desarrolla un estilo casi conversacional y divagatorio que conjuga erudición, comicidad, poesía, especulación, gusto por el detalle y una sutil gracia para condensar citas que sólo posee quien ha sabido integrar a la experiencia propia aquello que ha leído. Con tal amalgama crea una prosa capaz de transformar en joyas asuntos insignificantes.Todo ello se encuentra en sus escritos que se incluyen en este compendio: sobre la melancolía de los sastres; lamento por la decadencia de los mendigos en la metrópoli; confesiones de un borracho, y porcelana antigua, en la que el narrador, mediante las palabras de una comparsa femenina, rememora los días en que la pobreza hacía más deliciosa la obtención de algún bien deseado y entrar así, casi sin advertirlo, juguetonamente, en una reflexión de orden moral.

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Información

LAMENTO POR LA DECADENCIA DE LOS MENDIGOS EN LA METRÓPOLI

La escoba de la reforma social, que todo lo barre –única versión moderna del garrote de Alcides para librar a la época de sus abusos–, se levanta mecida por múltiples manos para extirpar de la metrópoli los últimos andrajos ondeantes del espectro de la mendicidad. Rótulos, sacos, bolsas –bastones, perros y muletas–, la fraternidad mendicante en su conjunto, con todo su equipaje, abandona rápidamente las inmediaciones de esta undécima persecución. “En medio de suspiros”, el genio de la indigencia se marcha del atestado crucero, de las esquinas de las calles y los recodos de los callejones.
Yo no apruebo esta imposición al por mayor de ir a trabajar, esta impertinente cruzada o bellum ad exterminationem proclamada en contra de una especie. Podrían aprenderse muchas cosas buenas de estos mendigos. Ellos encarnaban la forma más antigua y más honorable de la mendicidad; apelaban a nuestra naturaleza común y a una mente ingeniosa le eran menos repulsivos que quien suplica el particular humor o capricho de un semejante o grupo de semejantes, sean parroquiales o sociales. Los suyos eran los únicos porcentajes sin envidias a la hora de fijar los impuestos, ni quejas a la hora de pagar contribución.
Tenían una dignidad que brotaba de lo más profundo de su desolación, pues el estar desnudo está mucho más cerca del ser humano que el andar de librea. Los espíritus más grandes han experimentado esto en sus horas de infortunio. Y cuando Dionisio se convirtió de rey en maestro de escuela, ¿sentimos hacia él otra cosa que desprecio? ¿Van Dyck podría haberlo pintado llevando una férula por cetro y habría conmovido nuestras mentes con la misma compasión heroica con que contemplamos su Belisario mendigando un obolus? ¿La moraleja habría sido más graciosa, más patética? El ciego mendigo de la leyenda, el padre de la bella Bessy –cuya historia no pueden degradar ni disminuir las coplas satíricas de taberna, pues algunas chispas de su ilustre espíritu brillan a través de los disfraces–, ese noble conde de Cornwall (como lo fue en la realidad), memorable juguete de la fortuna, huyendo de la injusta sentencia de su señor feudal, despojado de todo, sentado en el floreciente prado de Bethnal, con su aún más fresca y primaveral hija a su lado iluminando sus harapos y su mendicidad, ¿habría tenido una mejor figura haciendo los honores de un contador o expiando su desdichada condición bajo la enana eminencia de alguna mesa de costura? Sea en un cuento o en la historia, el pordiosero es precisamente el antípoda del rey. Cuando los poetas y escritores románticos (como los llamaría la querida Margaret Newcastle) tienen que pintar con mayor agudeza y sentimiento un revés de la fortuna, nunca se detienen hasta que han dejado a su héroe en harapos. La profundidad del descenso ilustra la altura de la que ha caído. No existe término medio que pueda brindarse a la imaginación sin ofenderla; no hay asidero en la caída. Lear, arrojado de su palacio, debe despojarse de sus ropajes hasta corresponder a la “mera naturaleza”; y Cressida, caída del amor de un príncipe, debe extender sus pálidos brazos, pálidos con una blancura distinta a la de la belleza, y mendigar cual una leprosa con una campana y un plato de madera. El ingenioso Luciano sabía esto muy bien y, con una política inversa, cuando quería burlarse de la grandeza sin la piedad, nos mostraba a Alejandro en las sombras remendando zapatos o a Semiramis desenredando lino embrollado.
¿Cómo sonaría en un poema que un gran monarca inclinase su afecto hacia la hija de un panadero? Sin embargo, ¿sentimos que se violenta la imaginación cuando leemos la “balada auténtica” en la que el rey Cofetua corteja a la joven pordiosera?
Indigente, pordiosero, pobre, son expresiones de piedad, pero de piedad mezclada con desprecio. Nadie desprecia a un mendigo. La pobreza es algo comparativo y cada grado de ella es objeto de mofa por parte del “puerco vecino”. Sus pobres rentas y entradas son rápidamente resumidas y dichas; sus pretensiones para la pobreza son casi ridículas; sus lastimosos intentos de ahorrar producen una sonrisa. Todo burlón compañero puede medir su insignificante bolsillo contra el suyo. En las calles el pobre reprocha al pobre su condición de una manera descortés si la suya es ligeramente mejor, mientras el rico pasa a su lado y se ríe de ambos. Ninguna bellaquería comparativa insulta a un mendigo, ni nadie piensa en medir contra él su bolsillo. No se encuentra en la escala de la comparación; tampoco bajo la medida de la propiedad: manifiestamente carece de cualquiera, salvo quizás un perro o un borrego. Nadie se burla de él porque haga ostentación por encima de sus posibilidades; nadie lo acusa de orgullo o lo reconviene con burlona humildad; nadie disputa con él un muro o arma un pleito por cuestiones de prioridad; ningún vecino rico busca echarlo de sus tierras; nadie lo demanda; nadie quiere pelear en la corte con él. Si yo no fuese el caballero independiente que soy, en vez de ser un sirviente de los poderosos, un ordinario capitán o un pariente pobre, elegiría, por la delicadeza y auténtica grandeza de mi pensamiento, ser un mendigo. Los andrajos, que son el reproche de la pobreza, son el manto del mendigo y la graciosa insignia de su profesión, su cargo, su vestido de gala, el traje con que se espera que se muestre en público. Nunca está pasado de moda o torpemente cojeando a su zaga; nunca se le exige que lleve luto. Emplea todos los colores y no tiene temor de ninguno: su vestido ha sufrido menos cambios que el de los cuáqueros. Es el único hombre en el universo que no está obligado a estudiar las apariencias; las altas y bajas del mundo han dejado de importarle. Él es su propio cimiento. El precio del ganado o de la tierra no le afecta; las fluctuaciones de la prosperidad agrícola o comercial no lo tocan o, en el peor de los casos, hacen que cambien sus clientes. No se espera que brinde fianza o respaldo a nadie; nadie lo molesta con cuestiones de su religión o su filiación política. Es el único hombre libre en el universo.
Los mendigos de esta gran ciudad eran muchos de sus paisajes, sus leones. No puedo prescindir de ellos como no puedo prescindir de los gritos de Londres. Las esquinas de las calles no están completas sin ellos; son tan indispensables como el cantante de baladas y, con sus pintorescos atuendos, son un ornamento tan importante como los signos del antiguo Londres. Eran las moralejas vivientes, los emblemas, los recordatorios, las advertencias, los sermones ambulantes, los libros para niños, las saludables interrupciones y pausas a la alta y presurosa marea de la untuosa ciudadanía: “Mira a ese pobre arruinado y fracasado”.
Sobre todo esos viejos Tobías ciegos que solían alinearse junto al muro del Lincoln’s Inn Garden antes de que la moderna melindrosidad los expulsara, haciendo girar sus arruinados ojos para atrapar un rayo de piedad y (si fuese posible) de luz con su fiel perro guía a sus pies. ¿Adónde huyeron? ¿A qué esquinas, ciegas como ellos mismos, han sido empujados, lejos del aire saludable y del calor del sol? Metidos entre cuatro paredes, ¿en qué marchito asilo soportan la penuria de la doble oscuridad, sin que el tintineo de una moneda al caer consuele su solitaria congoja, lejos del sonido de la alegre y esperanzadora cuerda de los paseantes? ¿Dónde cuelgan sus inútiles bastones?, ¿y quién alimenta a sus perros? ¿Los inspectores de St. L— han sido los causantes de que les dieran un tiro?, ¿o fueron metidos en sacos y arrojados al Támesis, a sugerencia de B—, el amable rector de—?
¡Buena suerte tenga el alma del amable Vincent Bourne, el más clásico y, al mismo tiempo, el más inglés de los latinistas!, quien ha escrito acerca de esta alianza entre cuadrúpedo y humano, esta amistad entre perro y hombre, en el más dulce de sus poemas: el “Epitaphium in canem” o “Epitafio del perro”. Lector, examínalo cuidadosamente y di si los paisajes acostumbrados, que poesía tan exquisita como ésta evoca, podrían hacer más daño o beneficio al sentido moral de los transeúntes en sus diarios recorridos a través de una vasta y bulliciosa metrópoli:
Pauperis hic Iri requiesco...

Índice

  1. PRESENTACIÓN
  2. SOBRE LA MELANCOLÍA DE LOS SASTRES
  3. LAMENTO POR LA DECADENCIA DE LOS MENDIGOS EN LA METRÓPOLI
  4. CONFESIONES DE UN BORRACHO
  5. PORCELANA ANTIGUA
  6. CHARLES LAMB’S AUTOBIOGRAPHY
  7. AUTOBIOGRAFÍA DE CHARLES LAMB
  8. CRONOLOGÍA
  9. BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA
  10. INFORMACIÓN SOBRE LA PUBLICACIÓN