Por qué las cosas pueden ser diferentes
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Por qué las cosas pueden ser diferentes

Reflexiones de una jueza

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Por qué las cosas pueden ser diferentes

Reflexiones de una jueza

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Las cosas pueden ser diferentes. Se pueden cambiar, siempre que exista la voluntad, también individual, de hacerlo. Se pueden hacer grandes cambios pero podemos empezar también por cambiar pequeñas cosas. Los cambios uno a uno significan poco, pero la acumulación de muchos pequeños cambios puede hacer que el mundo sea diferente. Eso nos dice la jueza Manuela Carmena, que en este libro nos ofrece ejemplos de lo que ha sido, a lo largo de su vida, su lucha contra la injusticia, la corrupción y la burocracia. Pequeños cambios como negarse a utilizar el coche oficial y desplazarse con su escolta en metro, ante los atónitos ojos de sus compañeros de judicatura, o proponer a los miembros del Gobierno Vasco que utilicen en Vitoria la bicicleta, medio con el que ella se mueve también en las ciudades. Una mujer valiente y comprometida con la justicia social, abogada desde los años 60 (época en que las mujeres en España eran, social y legalmente apenas un objeto), que fundó los primeros despachos laboralistas, que tanto hicieron en defensa de los trabajadores y contra la dictadura franquista, que no se amedrentó cuando un atentado de extrema derecha acabó con la vida de varios de sus compañeros y amigos, y ha continuado defendiendo que la Justicia sea un servicio público de la ciudadanía. En este libro denuncia también, con multitud de ejemplos y anécdotas no exentas de humor, la inoperancia y corrupción de políticos e instituciones (también en la Justicia), la violencia de género o la injusticia con que la sociedad trata a sus mayores. Un punto de vista, en definitiva, de una mujer que rompe todos los esquemas, que nos habla con voz propia y clara de los problemas del mundo en que vivimos y nos insufla optimismo para cambiarlo.

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Información

III

CAMBIAR LA JUSTICIA

1. ABOGADOS DIFERENTES
Siempre me gustó vivir en el campo y en algún momento de la carrera me interesé por el Derecho Agrario. Eduardo, cuando aún éramos estudiantes me regaló todos los libros que encontró sobre el tema. Alguien, no sé muy bien quien, me aconsejó que hiciera oposiciones a secretario de Ayuntamiento. Me gustaba la idea de compartir el campo y el derecho. No tuve tiempo ni de considerarlo.
Comisiones Obreras, pese a su clandestinidad, alcanzó una cierta consolidación. El sindicato en formación requería apoyo jurídico y no solo teórico. Con lucidez, llegó a la conclusión de que debía ofrecer a los trabajadores, tanto a los aún pocos afiliados como a todos los que se adentrasen en la difícil lucha sindical por las libertades, un servicio de defensa jurídica «de clase», algo que difícilmente podía ofrecer el sindicato vertical del franquismo. A los estudiantes de Derecho del Partido Comunista se nos pidió entonces que les ayudáramos. La ayuda se convirtió en prioridad.
Los despachos laboralistas: apoyo jurídico al sindicato (clandestino) emergente
Había que crear los despachos laboralistas. Y los creamos. Fueron, sin duda, una institución trascendental para acelerar el fin de la dictadura franquista. Pero también fueron un invento jurídico muy interesante que demuestra que, a pesar de que derecho e imaginación tienden a concebirse normalmente como conceptos antagónicos, es posible inventar, y casi desde cero, nuevas estructuras jurídicas
Como he dicho, los despachos laboralistas surgieron en aquellos años como una alternativa «de clase». Me explico. Naturalmente, las recién creadas Comisiones Obreras eran ilegales, como no podía ser de otra forma en la dictadura. Empezaban a tener sin embargo un importante apoyo en las fábricas y tajos. Necesitaban asistencia jurídica en sus reivindicaciones. Necesitaban a su vez abogados que les defendieran ante las consecuencias represivas de las empresas en connivencia con el Estado.
La dictadura franquista, obsesionada con acabar con la concepción de clase, había creado ese «engendro» contra natura que eran los sindicatos verticales. Estos incluían, en el mismo «sindicato», a los patronos y a los obreros. Se desnaturalizaba el concepto mismo de sindicato. Por eso, los despachos laboralistas se definieron como alternativas de defensa solo de los trabajadores. En nuestros despachos solo se atendía y defendía a obreros. Nunca a patronos o empresarios.
En Madrid, el primer despacho fue el de la calle la Cruz nº 16. Al frente del despacho estaban varios abogados mayores que nosotros, y nos unimos a ellos quienes acabamos la carrera en el curso 1965-1966: Jesús García Varela, Cristina Almeida, María Teresa García Rodríguez y yo misma. Con nosotros estaban también Juan José del Águila y José María Elizalde. Curiosamente, las chicas estábamos más disponibles, puesto que Jesús y José María tenían pendiente el servicio militar.
El régimen de Franco había creado una modalidad especial de ese servicio para universitarios, dirigido a formar «oficiales de complemento» (algo que les había dado muy buen resultado en la guerra civil, captando voluntarios entre las clases altas o entre aquellos con algunos estudios que apoyaban la «causa nacional»). El servicio en esa modalidad especial se hacía en los veranos, en las vacaciones de la Universidad. En los años 60 se fue progresivamente filtrando el acceso a ese servicio, impidiendo que los estudiantes marcados por su actividad antifranquista pudieran hacerlo. Los estudiantes rechazados tenían que hacer el servicio militar común, más largo y concebido para la clase de tropa, al terminar la carrera. Ese era el caso de Jesús y José María. Tenían todavía que hacer la «mili». Para José María fue especialmente difícil, puesto que le destinaron a África.
En la calle de la Cruz, María Luisa Suárez y Pepe Jiménez de Parga fueron nuestros maestros. Eran los mayores. Estaban acostumbrados a lidiar en el difícil campo de la resistencia antifranquista. No obstante, como en cualquier tejido social que se encuentra en proceso de cambio, nosotros, que vivimos la enorme efervescencia del final de los años sesenta, tuvimos que hacernos cargo, ante los nuevos retos, de un liderazgo necesario que ahora casi parece sorprendente.
Los nuevos despachos en Madrid: Atocha y Españoleto
Muy pocos años después, en 1971, y a partir de aquél embrión de la Calle la Cruz, con 27 años tanto Cristina Almeida como yo (en mi caso después de mi fugaz paso por Barcelona, en donde también había abierto un despacho) liderábamos la puesta en marcha de los nuevos despachos laboralistas respectivamente de Españoleto y Atocha, que iban a convertirse en «instituciones».
Quizás por eso, por lo extraordinariamente jóvenes que éramos, en los despachos laboralistas y muy especialmente en el despacho de la calle Atocha, que es en el que yo trabajé durante casi 20 años (hasta que en 1989 empecé a preparar las oposiciones a la judicatura) se vivió una experiencia fascinante. Teníamos todos los días que inventarnos qué y cómo hacer; no había precedentes. Hicimos en realidad el mensaje machadiano, había que hacer camino al andar. Fueron momentos tan intensos, tan vivos, tan frescos, siempre tan obligadamente nuevos, que a pesar de todas las dificultades y peligros –que los hubo–, solo pueden resumirse como apasionantes.
Para montar el despacho de la calle Atocha, escogimos un piso principal en una casa antigua, en el número 49. Años más tarde esos grandes pisos en casas antiguas se pondrían muy de moda. Con la intuición de futuro de nuestra generación, lo preferimos a cualquier otro edificio más aparentemente funcional. Era en todo caso un lugar céntrico y accesible, requisitos fundamentales para un despacho del tipo que íbamos a montar. Pronto ese piso se nos quedó pequeño y hubo que alquilar otro piso cerca del inicial. Esta vez la casa no era tan bonita pero era muy grande y tenía un hall inmenso, algo muy conveniente para organizar una gran sala de espera. Fue en este segundo, en Atocha 55, donde años más tarde iba a producirse el trágico asesinato de cinco compañeros.
Atocha, más que un despacho, y con actividad frenética
El despacho comenzó a funcionar, pues, en la calle Atocha nº 49. El piso era palaciego, con los techos decorados con flores y angelitos con un interior muy profundo en el que se podían agrupar la secretaría, la biblioteca y la cocina, que después mantuvimos, como después se ha hecho en tantas oficinas actuales, y se convirtió casi en «lugar de culto». Por haber, en el despacho había hasta un cuarto de juegos para nuestros niños, a modo de guardería, para posibilitar las muy largas jornadas de trabajo.
Cuando ahora se habla tanto de la compatibilidad de la vida familiar y el trabajo pienso que en eso, como en tantas cosas, fuimos extraordinariamente precursores. Y si digo esto no es para ponernos flores sino como una mera reflexión. En una sociedad en épocas de cambio acelerado, incluso descontrolado y en todo caso con tantas rupturas, surgen nuevas ideas, nuevas prácticas que es necesario tener en cuenta enseguida y analizar bien. Pueden acabar siendo las constantes de la sociedad en los próximos quince o veinte años.
En todo caso, los precursores sociales, como todos los inventores, tiene muchos fracasos y dan también muchos pasos equivocados. El cuarto de los niños no dio mucho resultado. Solo recuerdo que estuvieran algunas veces Sergio, el hijo de Tina, una de las secretarias, y Eva, mi hija. Un día descubrimos que el cuarto se les había quedado pequeño y que salían al hall y al pasillo, donde esperaban pacientemente nuestros clientes. No sé si fue porque alguno de ellos les regaló una peseta o simplemente se les ocurrió a los niños en una prematura actitud empresarial. Lo cierto es que una tarde decidieron ponerse en el principio del largo pasillo y pedir una peseta a cada obrero que pasara por allí.
Lo de las meriendas tuvo más éxito. Parar un rato el trabajo y charlar una poco de lo que cada uno tuviéramos entre manos mientras nos tomábamos un café y tostadas era un aglutinador del equipo. A veces nos daba mala conciencia. Teníamos muchísima gente, y sabíamos que los obreros que esperaban pacientemente se desesperaban cuando desde la cocina se esparcía el delicioso olor de las tostadas con mantequilla; se quejaban: «lo que nos faltaba, los abogados se van a merendar» . Aunque quizás un poco a regañadientes, nos lo toleraban. Sabían que trabajábamos mucho. No cuestionaban ni nuestra entrega ni nuestro trabajo.
Teníamos muchísima gente. El éxito de los despachos respondía a una necesidad creciente. No era raro que termináramos pasadas las diez de la noche. Después de tantas horas de consulta, había todavía que preparar los juicios del día siguiente. La actividad era sin duda frenética.
Tuvimos tanto éxito porque, a mi juicio, supimos ofrecer un tipo de asesoramiento laboral novedoso. No cobrábamos nada mientras el cliente no hubiera cobrado algo. Se trataba de una especie de «cuota litis», cuestionada en la tradicional concepción de la abogacía, que siempre ha mantenido la provisión de fondos y el cobro al margen del resultado. Nuestro sistema constituía el único medio por el que los trabajadores podían acceder a los servicios de asesoramiento jurídico.
Todos iguales
No sé muy bien cómo y por qué, pero desde un primer momento se estableció que, aunque el despacho estaba alquilado a mi nombre (puesto que naturalmente el propietario de la casa nos exigía una identificación personalizada para formalizar el contrato), todo se establecía, se organizaba y se regulaba colectivamente, entre todos los que allí trabajábamos.
No había distinción entre los que éramos abogados, los que eran administrativos ni tan siquiera respecto a Rosa, que era quien limpiaba el despacho por la mañana. Por la tarde, se arreglaba, se ponía su collar de perlas y era la encargada de dar los números, tarea importante ante la afluencia de clientes. Rosa era entonces, también, la que atendía la entrada de la clientela. Todos ganábamos igual y todos teníamos la misma capacidad para decidir sobre lo que nos parecía que era un proyecto de todos. ¿Espíritu cooperativo o asambleario?, ni siquiera nos lo planteábamos.
Por supuesto que todos los que formamos parte del despacho aceptábamos que nuestra función esencial era ayudar a la clase obrera a defender sus propios derechos. Todos nosotros, unos menos y otros más, estábamos politizados y algunos éramos efectivamente militantes del Partido Comunista. Otros no, pero todos estábamos muy convencidos de nuestra tarea principal y al servicio de quién estábamos. Queríamos ofrecer a los obreros la posibilidad de conseguir sus derechos.
Aunque en un primer momento la primera generación de jóvenes laboralistas nos tuvimos que lanzar a ejercer casi sin preparación alguna, nosotros mismos fuimos generando después la formación de nuevas generaciones, que entraban a trabajar con nosotros. Eran de entrada una especie de pasantes, a los que nos gustaba llamar los «propios». Creo recordar que de entrada cobraban la mitad del sueldo que cobrábamos los demás.
Nuevas formas organizativas ¿una opción siempre posible?
El despacho de Atocha empezó a funcionar en el año 1972 con cinco personas. Fuimos creciendo y se mantuvo, en su configuración inicial, hasta 1979, fecha en la que llegamos a ser 20, por supuesto con cambios de gente que entraba pero que también salía.
Ahora puede parecer sorprendente que un colectivo de 20 personas pudiera funcionar de una forma absolutamente democrática y con una equiparación salarial absoluta.
Los despachos laboralistas no solamente fueron, como ya he dicho, una organización muy importante para la movilización social, que siempre necesita apoyo jurídico. Fueron también buena prueba de que es posible crear nuevas organizaciones de todo tipo, incluidas las jurídicas, basadas en métodos de funcionamiento no habituales antes en la sociedad. Es una reflexión que a posteriori, en la distancia, pudiera resultar hoy de utilidad, aunque quizás habría que descontar el irrepetible momento que en aquellos se vivía, de final de una dictadura que se pretendía precisamente superar.
¿Habría sido posible que esa estructura de despachos laboralistas continuara a lo largo de estos últimos años? ¿Sería posible que funcionaran ahora algunos despachos de forma semejante?
Aunque quizás la respuesta más inmediata fuera que no, estoy convencida de que sí. Nosotros, los que formamos parte de aquella extraordinaria experiencia, no solo trabajábamos así porque estuviéramos politizados y quisiéramos efectivamente conseguir que los obreros tuvieran los derechos que le correspondía sino porque, además, nos lo pasamos extraordinariamente bien. Disfrutábamos muchísimo con nuestro trabajo que nos parecía apasionante.
Un paréntesis conveniente: la importancia del trabajo, también para las mujeres
Recuerdo que un amigo que se acababa de separar me pidió que hablara con su nueva mujer para animarla a que trabajara fuera de casa. En aquellos años, y no sé sí ahora también, en muchas mujeres había la idea de que el trabajo fuera de casa era algo externo al núcleo esencial de su vida. Intenté explicarle algo que fue para mí siempre una constante. El núcleo emotivo de nuestra vida no se sitúa sólo en el marco de las relaciones familiares sino que se extiende en toda nuestra estructura vital. Es decir, trabajar es como la malla que rodea toda nuestra vida, como una especie de magma por la que se mueve nuestra existencia. Le dije a la nueva mujer de mi amigo que trabajar era un elemento incuestionable para garantizar la felicidad. Y aunque ahora no estoy segura si también le añadí esto, es evidente que es necesario planificar los trabajos dentro de una estrategia de felicidad. Al igual que pretendemos diseñar nuestra felicidad cuando escogemos nuestras parejas también es necesario escoger los trabajos en clave de felici...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Índice
  4. I. Provocar el deseo del cambio
  5. II. El cambio y la política
  6. III. Cambiar la justicia
  7. IV. Las mujeres y la innovación
  8. V. La innovación y la vejez
  9. Notas