La cristiandad o Europa
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La cristiandad o Europa

  1. 200 páginas
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La cristiandad o Europa

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La Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM ha creado, para el disfrute del lector universitario y del público en general, la Colección Pequeños Grandes Ensayos, la cual difundirá, en breves volúmenes como el que tienes en tus manos, el fruto de la aguda reflexión, el análisis o la crítica de célebres autores de diferentes épocas, lugares y orígenes. Ensayos, unos, sólo accesibles hasta ahora en costosas antologías, otros traducidos al español por primera vez y algunos más prácticamente desconocidos, todos los cuales conformarán este acervo que, sin duda, ampliará la perspectiva cultural de sus lectores.

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LA CRISTIANDAD O EUROPA

Fueron tiempos hermosos y resplandecientes en los que Europa era una tierra cristiana, cuando en esta parte del mundo habitaba una cristiandad organizada humanamente; un enorme interés comunitario vinculaba las provincias más remotas de este vasto reino espiritual. Sin grandes posesiones mundanas, un líder conjuntaba y dirigía las enormes fuerzas políticas. Un gremio numeroso, accesible a todos, se encontraba directamente subordinado a él, cumplía sus exhortaciones y con entusiasmo aspiraba a consolidar su poder caritativo. Cada miembro de esa sociedad era honrado por todas partes, y si la gente ordinaria buscaba en él consuelo o apoyo, protección o consejo, con gusto la ayudaba en sus diversas necesidades. Así, en los poderosos encontraban resguardo, prestigio y audiencia; todos cuidaban de estos hombres elegidos y dotados de fuerzas sorprendentes, como niños del cielo, cuya presencia y encanto infundían múltiples bendiciones. Los hombres depositaban una confianza infantil en su revelación. ¡Con qué serenidad podía llevar a cabo cada quien su jornada terrena, pues a través de estos hombres santos se les deparaba un futuro seguro y eran absueltos de cada falta, y cada instante turbio de la vida era destruido y clarificado! Ellos eran los capitanes experimentados sobre grandes mares ignotos, con cuyo auxilio los hombres eran capaces de sortear todas las tormentas, y con optimismo vislumbraban su arribo seguro a la costa del verdadero mundo patrio.
Los instintos más salvajes e insaciables debían ceder ante la veneración y obedecer a sus palabras. De ellas sólo surgía paz. No predicaban más que amor a la santa, a la hermosísima Señora de la Cristiandad, quien provista de fuerzas divinas estaba dispuesta a salvar a cada creyente de los peligros más terribles. Contaban de hombres celestiales, muertos hacía mucho tiempo, que por fe y lealtad a aquella bienaventurada madre y a su benévolo y divino hijo consiguieron superar las tentaciones del mundo terrenal, alcanzando gloriosos honores, asumiendo poderes benéficos y protectores de sus hermanos aún vivos, guardianes serviciales en tiempos de necesidad, representantes del dolor humano y piadosos intercesores de la humanidad ante el trono divino.
Con cuánta serenidad eran abandonadas las bellas reuniones en las misteriosas iglesias, adornadas con conmovedoras imágenes, impregnadas de deliciosos aromas y animadas con espléndida música sacra. En su interior, los restos consagrados de antiguos hombres temerosos de Dios se conservaban en exquisitos recipientes; a través de ellos se revelaba la bondad y omnipotencia divinas y, en la infinita claridad de aquella devoción, a los creyentes se les manifestaban prodigios y signos milagrosos. De esta manera fueron preservados los rizos de aquellas queridas almas, recuerdos de los amados difuntos que el dulce fervor reunirá en la muerte reconciliadora. Los poseedores de los restos que habían pertenecido a esas almas amadas se reunían por todas partes con cordial diligencia, y aquel que pudiese conseguir o tan sólo tocar una reliquia se consideraba afortunado. Continuamente parecía posarse la sublime gracia celestial en una fantástica imagen o en un sepulcro, y los hombres concurrían hacia aquellas regiones llevando hermosos obsequios y recibían a cambio regalos celestiales: paz del alma y salud en el cuerpo.
Esta poderosa y pacificadora sociedad buscaba asiduamente hacer partícipes a todos los hombres de su hermosa fe, y envió a sus emisarios a todos los confines de la Tierra para predicar por doquier el evangelio de la vida, buscando convertir el reino de los cielos en el único reino sobre este mundo. Por piedad el sabio líder de la Iglesia rechazó las insolentes enseñanzas de la evolución humana a costa del sentido de lo divino y de peligrosos descubrimientos inoportunos en el campo del conocimiento. De esta forma se opuso a que osados pensadores afirmaran públicamente que la Tierra era un insignificante astro en perpetuo movimiento, pues sabía que los hombres perderían, además del respeto hacia su hogar terrenal, la creencia en su patria celestial y en su linaje, y preferirían el conocimiento limitado a la fe infinita, acostumbrándose a despreciar todo lo glorioso y digno de admiración, considerándolo tan sólo reacción inerte. En su corte se congregaban los hombres más sabios y honorables de toda Europa. Todos los tesoros fluían en esa dirección; la Jerusalén destruida logró vengarse y la misma Roma se transformó en Jerusalén, convirtiéndose en la santa residencia del imperio divino sobre la Tierra. Los príncipes sometían sus desacuerdos ante el padre de la cristiandad; de buena fe depositaban a sus pies coronas y ostentación; respondiendo a su gloria, resolvían sus discrepancias como miembros de este alto gremio; declinaban sus vidas en bendita contemplación bajo los solitarios muros de un monasterio. Cuán caritativos y adecuados eran este régimen y su organización a la naturaleza innata de los hombres lo revelan el imponente auge de las fuerzas humanas, el desarrollo armonioso de todas las disposiciones, el prodigioso nivel que alcanzó el individuo en todos los campos del saber: las ciencias, la vida y las artes; en todos lados floreció el comercio de mercancías espirituales y terrenas, desde Europa hasta la lejana India.
Éstos fueron los rasgos esenciales de los tiempos auténticamente católicos o verdaderamente cristianos. Pero la humanidad aún no había madurado por entero, ni estaba lo suficientemente formada para recibir este reino magnífico. Fue un primer amor, que languideció bajo el peso de los negocios, cuyo recuerdo fue sustituido por preocupaciones egoístas y su vínculo pregonado como fraude y delirio; tras experiencias posteriores fue censurado para siempre por gran parte de los europeos. Acompañada por devastadoras guerras, esta gran escisión interior fue una extraña señal del carácter nocivo de la cultura para el sentido de lo invisible, por lo menos de un temporal carácter nocivo de determinada cultura. Pues aquel sentido inmortal no puede ser destruido, pero sí encubierto y desplazado por sentidos explícitos.
Una prosaica comunidad de hombres reprimió sus inclinaciones, la creencia en su estirpe,1 y se acostumbró a volver sus pensamientos y anhelos únicamente hacia los medios de su bienestar; las necesidades y el gusto por las artes se volvieron más complejos; el hombre ambicioso requería mucho tiempo para satisfacer esas necesidades y adquirir habilidades en función de ellas, por lo cual carecía de momentos para la concentración serena de su ánimo y la atenta contemplación de su mundo interior. En periodos de conflicto le parecía más importante el interés por el presente; así decayeron el bello auge de su juventud, la fe y el amor, dando lugar a frutos más ásperos: el saber y el tener. Al final del otoño se piensa en la primavera como en un sueño infantil, y con absurda ingenuidad se...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. LA CRISTIANDAD O EUROPA
  3. CRONOLOGÍA DE NOVALIS
  4. BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA
  5. INFORMACIÓN SOBRE LA PUBLICACIÓN