El espejo ciego
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El espejo ciego

  1. 104 páginas
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Información del libro

La joven Fini es una mujer de la Viena de los años veinte que trabaja en una oficina y vive en un piso pequeño, donde la esperan una madre posesiva y un padre que ha vuelto lisiado de la guerra. Dilapidando sus fantasías adolescentes, se casa con un hombre mayor, que muy pronto le mostrará el lado menos romántico del matrimonio. Un día aparece Rabold, un atractivo y fervoroso revolucionario, y la vida de Fini vuelve a llenarse de ilusiones. Con "El espejo ciego", publicado originalmente en 1925, Joseph Roth parodia con eficacia el sentimentalismo del "feuilleton" vienés, haciendo convivir con gran sabiduría narrativa altos registros líricos y la ironía más punzante."La maestría de su construcción, su lirismo e inteligencia y el inagotable deleite de su lectura".Héctor J. Porto, La Voz de Galicia"Una novelita corta de belleza sorprendente, tanto por su estilo retórico cargado de imágenes evocadoras, como por el argumento".El Diario Montañés"Un breve y precioso regalo, este libro del gran autor austriaco".Ricardo Martínez, Córdoba

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2020
ISBN
9788417902964
Categoría
Literature

XIII

Un día Ludwig estaba fuera, esperando. Fini se había olvidado de él, como se olvida un objeto que descansa en el fondo de la caja, cuidadosamente guardado.
Hablaba de nuevo dulcemente, con voz velada, una voz que sonaba como un violonchelo. Llevaba la cabeza descubierta y su gorra enrollada en el bolsillo de la chaqueta.
Fini se asustó y con disimulo buscó una calle lateral por la que poder huir. No tenía experiencia y pensó cómo podría escapar de ser más ducha en el gran arte de la mentira y del subterfugio.
Aquél era Ludwig, el hombre. Su voz era tierna. Le gustaba oírla. En una ocasión miró de soslayo, para ver su rostro, y se encontró con su ojo, la ceja triangular, recortada de un modo extraño, la ceja estrecha, que se arqueaba hacia arriba. Y pensó en Tilly.
—Está usted pensando en Tilly—dijo Ludwig, inquietante. Ludwig, el hombre, un animal salvaje, frente al que no había salvación—. Tilly es una tonta—añadió y soltó una risa breve y profunda.
Fini no había escuchado nunca su risa. Sonaba como un pequeño y aterciopelado trueno.
—¿Está usted enamorada de Ernst, el pintor?—preguntó.
—¡No!
—Yo estoy enamorado de usted—dijo él y la llevó por una calle animada, por la que tuvieron que avanzar muy pegados el uno al otro.
—Tilly le ha contado a usted cosas malas de mí. Es verdad que no siempre me he portado bien con ella. Pero a usted la quiero bien. Usted es joven, tímida y un tanto ingenua.
Su brazo despedía mucho calor. Fini lo notó a través del ligero vestido.
—Vayamos al parque—dijo él.
Le hubiera gustado decir que era muy tarde y que tenía que irse a casa. Sin embargo, caminó al lado de Ludwig y pensó en Tilly.
Atravesaron el parque y en todo momento Fini temió encontrarse con Ernst.
—¡No tiene usted nada que temer!—dijo Ludwig—. ¡A Ernst hoy le han invitado!
Todo lo leía en sus inocentes ojos. Su miedo fue en aumento, se desbordó. Ahora Fini tembló ligeramente en la penumbra del parque.
Notó el brazo de Ludwig y al mismo tiempo su mirada recayó sobre un banco escondido. En él se hallaba sentada Tilly. Y, junto a ella, un hombre.
Ludwig volvió a soltar una breve risa, como antes.
Avanzaron por alamedas desconocidas, oscuras. Ya no se trataba del parque familiar, benévolo, que daba sombra. Los acordes de la música estaban lejos. Llegaban de un mundo remoto. El parque se había vuelto extraño. Extraño también el estanque y los nenúfares que flotaban sobre él. Ludwig ya no apartó el brazo. Apretaba como una cadena y no hacía daño.
De pronto se encontraron ante una casa, subieron unas escaleras, después una segunda escalera, una tercera, y Fini se sintió fatigada. Se le nublaba la vista ante las escaleras que, retorcidas y con unos escalones de piedra desacostumbradamente altos, parecían no acabar nunca y llevar por el interior de una torre. Si miraba hacia abajo por entre los barrotes de la barandilla, veía un pequeño sector del portal, un agujero oscuro, desconocido, que la llamaba. A su lado por las escaleras avanzaba Ludwig, pegado a ella, despidiendo calor y... Fini se detuvo y esperó a que él se adelantara o se quedara atrás, pero no ocurrió eso, sino que se detuvo en el mismo escalón. Se dio cuenta de que estaba cansada y le rodeó el cuerpo con su brazo. No hablaron. No se encontraron con nadie. Allí no resonaba una sola voz. Y tras las puertas de las casas ante las que pasaban no se escuchaban señales de vida. Fini oía sólo su propia respiración y la de Ludwig, fuerte. No sabía adónde la llevaba y ya no tenía miedo. Había en ella un gran vacío y la sensación permaneció un rato. Era como si sobre ella se hubieran desplegado unos velos, tranquilizadores. Escuchó el chasquido ahogado de una puerta y, como si mirara en un espejo, se vio a sí misma entrando en la blanca claridad del estudio.
Vio partituras, dispersas, sobre las mesas y las sillas. Y un mundo confuso, frente al que sintió respeto. Ludwig vivía en un piso muy alto, bajo un techo de cristal. Y a Fini se le ocurrió pensar que debía de ser terrible, así de solo y de abandonado, presenciar una tormenta, los rayos y los truenos y el estrépito de la lluvia, separado de la cólera del cielo tan sólo por un cristal, sin protección alguna. Ahora se veía el sol a lo lejos, rojo, apagándose tras los tejados, y los objetos en el estudio adquirieron un tono cálido, dorado. Las notas sobre los grandes y duros pliegos de papel eran signos misteriosos. Sólo había unos pocos a medio escribir. Y las negras cabecillas de las notas se apoyaban sobre aquellas delgadas líneas como si fueran pájaros minúsculos sobre los hilos del telégrafo.
—¿Qué quiere que toque?—preguntó Ludwig, sujetando el violín con la barbilla.
Con dedos increíblemente diestros rozó el delgado arco que lanzó unos brillos blancos, como si afilara una espada con la que fuera a matar a Fini. Con gran embarazo, ella guardó silencio y, con esfuerzo, rebuscó en su pobre y olvidadiza cabeza la imagen de un programa de concierto en el que hubiera una canción que le gustara. Poco sabía la pequeña Fini de música. Y pensó que al fin y al cabo le daba igual lo que tocara.
De modo que él comenzó con unas notas profundas, de un violeta oscuro, que alumbraron la claridad. Audazmente arqueadas, se expandieron las curvas de la música. La música fluyó en oleadas de plata rizada que, suaves, se fueron elevando. Ludwig lo dejó a la mitad y puso el violín sobre la mesa. Se hizo un silencio repentino, intimidatorio, cuyo efecto fue como el de un ruido igualmente repentino.
De entre el confuso desorden del armario de cristal Ludwig sacó una esbelta botella de licor y dos delicadas copas que tintinearon suavemente, sin fin. Ella bebió licor, por primera vez. Tenía un sabor dulce, a cáscara de naranja, algo parecido a los bombones rellenos de otra época. Aquel licor sin embargo estaba desnudo, y no confortablemente acostado en una envoltura que lo mitigara. Dejaba a su paso un dulce entumecimiento y provocaba un tierno balanceo de ondas luminosas color violeta ante los ojos amodorrados.
Fini aún escuchaba el sonido del violín que había enmudecido de repente y vio el cielo nocturno, próximo, sobre el tejado de cristal del estudio. No oyó los silenciosos movimientos de Ludwig. Sólo supo que estaba allí encerrada con aquel hombre que era peligroso, pero que por ahora la dejaba en paz. Y disfrutó ese momento que le quedaba, como aprovecha un condenado el último espacio de tiempo que le separa de la ejecución.
Enseguida estuvo junto a ella y habló y la miró a los ojos. Y antes de que se diera cuenta, cayó de rodillas, hundió la cabeza en su vestido y lloró. Lloraba Ludwig, el hombre, el animal. Su cuerpo se estremecía. Sus anchos hombros temblaban. La pequeña Fini no entendía cómo había ocurrido. Su dolor le dolía.
Como somos tan pequeñas e insignificantes, nos duele el doble cuando un hombre importante, que vive en un piso muy alto, bajo el cielo, en la proximidad de Dios, y que toca armoniosas melodías, yace ante nosotras más pequeño y más insignificante que nosotras mismas... Y nosotras no podemos más que aliviarle. Así que fácilmente se nos caen los vestidos, la ajada, inútil envoltura. Los botones se aflojan y se abren ellos solos. En nuestro interior triunfa la sangre, roja. La cabeza se nos vuelve pesada. En la niebla, vemos el pecho del hombre, cubierto de vello. Percibimos el olor, extraño, animal. Vemos el rostro, extraño. Más extraño aún en la proximidad. Fini cerró los ojos, sintió su propio pecho en la cuenca cálida y envolvente de su mano, que al apretar, amorosa, le hizo daño. Notó la presión de sus dedos, excitados, en la gruta secreta de su rodilla. Ardiente, la fogosa respiración de él la recorrió, cubriéndola. Brusco, la mordió en los labios. Y como un júbilo enorme, turbador, doloroso, terrible, el hombre la penetró. Lo sintió en su interior, incandescente, fundiéndose con su cuerpo y extraño. Un forastero en su interior. Y en su interior, en casa.
Poco a poco Fini regresó al mundo. Ludwig la besó extenuado, sin hacer ruido. A ella le pareció como si le chupara el rostro con una lengua ardiente, reseca. Ludwig, el hombre, un animal agradecido, sumiso.

XIV

Por la noche, a escondidas, Fini alisó en el borde de la cama el nuevo papel de plata que había reunido y, revolviendo entre los tesoros cuidadosamente guardados, sacó el dibujo, la mujer caminando entre campos que florecían melancólicos.
Ya no espió agitada el cuchicheo nocturno de los padres. Ni acechó los ardientes misterios de las casas vecinas. Los trenes seguían silbando a través de la noche, el cielo arqueándose sobre la calle dormida, los gatos deslizándose, pegados a las paredes. Pero ya nada resultaba admirable. El grito ansioso de las locomotoras ya no llamaba la atención. El secreto de los animales arrastrándose y de los manejos de los vecinos tras las cortinas pálidamente iluminadas había quedado al descubierto. Ante ella los días por venir estaban vacíos, sin temor, sin esperanza, como habitaciones sin amueblar. No podían ofrecer nada, tan sólo el eco miserable de unos pasos vacilantes. El ajetreo de la calle era indiferente. La vida ya no se extendía inflexible. Y Fini ya no caminaba temerosamente encogida bajo un yugo doloroso.
Ya no era aquella mujer paseando ent...

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