La figura de cartón
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La figura de cartón

Relatos de juventud, dolor y violencia

  1. 146 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La figura de cartón

Relatos de juventud, dolor y violencia

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Índice
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Información del libro

Una recopilación de relatos de distinta naturaleza: algunos autobiográficos, otros no; historias, reflexiones… En La figura de cartón se hace un recorrido por personajes distintos en vidas distintas, cuyo bagaje podría sin embargo formar parte de una misma existencia, y ser tres aspectos de una sola vida los ejes en torno a los cuales se agrupan las narraciones: juventud, dolor y violencia.

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Información

Año
2019
ISBN
9788417643881
Categoría
Literature
Categoría
Drama

El regreso de Teresa

«Incomunicación total
Soledad, desazón
Tristeza, inquietud, angustia…
Incomunicación total».
Fermin Muguruza, In-komunikazioa

Prólogo

El teléfono le despertó de madrugada, mientras dormía (o mientras soñaba). Descolgó y escuchó:
—Teresa ha vuelto.
Era una voz de hombre. No, de mujer.
—Teresa ha vuelto.
—¿Quién es? — preguntó desde las remotas, remotísimas, cavernas del sueño.
—Ha vuelto — se limitó a repetir la voz.
—¿Quién?
—Teresa ha vuelto.
Iba a decir algo, pero la otra línea se cortó. Colgaron, simplemente. Miró el reloj de la pared. Eran las cinco, una hora como otra cualquiera. ¿Qué más daba qué hora fuera? Había cerrado el bar a las tres de la mañana, cuando los municipales ya estaban dispuestos a cascarle una multa, y había vuelto solo a casa. Recordaba haberse preparado una manzanilla y haberse acostado. Poco más. Ni siquiera se había lavado los dientes, por vagancia. Pensó: «Ahora me levantaré. Estoy tumbado». Pero estaba de pie. O no. No tenía todas consigo. Desde que vivía en las islas el teléfono sólo sonaba de madrugada cuando saltaba la alarma del bar y molestaba a los vecinos. Siempre saltaba sola, nunca eran los ladrones. La única vez que habían entrado a robar (o al menos, que lo habían conseguido; había pruebas fehacientes de intentos fallidos) la alarma no había sonado. No es que la hubiesen desactivado, qué va, sino que no había funcionado, sin más. «Me van a escuchar los del seguro», pensó nada más constatarlo un técnico de la policía. En la capital, sin embargo, estaba acostumbrado a las llamadas a horas intempestivas.
Ella también.

1

Se volvió a acostar (o se levantó) y durmió horas inquietas. Salió de la cama cuando ya no aguantaba más en ella y se fue a la playa de los alemanes. Estaban por todas partes, eran como una puta plaga. Pidió una cerveza al camarero.
—¿Cómo va todo? — le preguntó.
—Bien.
Una alemana de más de cuarenta y tetas operadas se acercó a la barra. En la camiseta que llevaba — sin mangas y enseñando el ombligo — se podía leer: «TOO SEXY FOR YOU». En abril ya empezaba el calor. Bebió la cerveza rápidamente y volvió al coche. Condujo hacia el sur, en busca de un sitio más tranquilo. Aparcó y, sin salir del coche, encendió un cigarrillo. Aquella playa, a diferencia de la de los alemanes, estaba casi vacía. El chiringuito estaba cerrado, hasta junio o así no lo abrían. Alguien — en una operación de sadismo inaudito, quizá potenciado por una noche de alcohol que invita, siendo fiel a su propia lógica perentoria, a poner colofón con la barbarie injustificada e irracional — había arrancado las mesas, atornilladas al suelo, y las había tirado sobre la arena. Andrés salió y se acercó, para contemplar el destrozo más de cerca. En la esquina de una de las mesas había rastros de algo que parecía sangre. Él, desde luego, no iba a investigarlo. Desde que había abandonado el Cuerpo no investigaba nada. Era una especie de tendencia destructiva. Se la sudaban los crímenes que afectasen a los demás, nadie había sido capaz de resolver el que le había afectado a él. Ni él mismo. Era un fracasado y carecía de sentido perder el tiempo en una investigación que no daría resultado alguno o — lo que era aún peor — lo daría erróneo.
Sin embargo, esa llamada…
Tardó dos horas en tomar la decisión. Llamó al encargado para decírselo.
—¿Antonio?
—Dime.
—Me voy a la capital.
—¿Qué?
—Me voy hoy mismo. Ya he reservado los billetes.
—¿Cuándo vuelves?
—No lo sé. Depende. ¿Necesitas algo?
—No, no, tranquilo.
—Si hay algún problema, llamas a Xavier.
—Vale. De acuerdo.
El avión despegó a la hora prevista. Se elevó por encima de las nubes y atravesó el mar. Llegó en un suspiro, al menos eso le pareció a él. Esperó a que saliese su maleta y cogió un taxi que le dejó en el centro. Buscó una pensión, la menos llamativa, y se fue a dar un paseo. ¿Qué coño hacía? De repente era consciente de su insensatez. ¿Para qué había vuelto? ¿Por una llamada que ni siquiera sabía si era real? Inconscientemente acabó donde menos deseaba. Levantó la cabeza y vio una mujer asomada al balcón. Su balcón. Había vendido el piso antes de irse, de ahí había sacado la pasta para montar el negocio. Se acordó de ella, claro. Le encantaba tirarse horas muertas en el balcón, sobre todo en verano. «Aunque no por el calor», apuntillaba el diálogo con una de sus frases misteriosas. Es posible que no significaran nada, o que fuesen una simple provocación. A veces tenía un tono irónico, incluso despectivo, como si buscara gangrenar la relación sin que se hubiera producido herida.
Y Teresa.
Cenó en un restaurante chino y se acostó temprano. Al día siguiente llamó al padre de Cristina. Una chica de acento eslavo cogió el teléfono.
—No está ahora, el señor.
—¿Sabe cuándo volverá?
—No. Si quiere dejarme un número…
—No, gracias. Volveré a llamar.
Compró un periódico y entró en una cafetería para hacer tiempo. Una hora después, como había prometido, volvía a llamar. Esta vez sí estaba.
—¿Miguel Ángel? Soy Andrés.
—¿Andrés?
—Andrés Angulo.
—¡Andrés!
Le recibió en su casa. Llevaba ya varios años jubilado y se le notaba. Vestía un chaleco Lacoste verde y unos pantalones beige. Tan impoluto como siempre. La cara lucía un bronceado de rayos UVA y llevaba los pelos que le quedaban peinados hacia atrás. Nunca habían sintonizado, él no era el marido que esperaba para su hija. Y, para más inri, no se habían casado.
—Siéntate — le dijo tras una recepción cortés pero fría.
La criada entró en el salón.
—Tráenos dos cervezas.
—¿De dónde es? — preguntó Andrés.
—De Polonia.
Cada vez quedaban menos criadas nacionales. Se suponía que aquello era un signo de progreso. Pero ¿qué era el progreso?
—¿Y a qué debemos tu visita? — preguntó el padre de Cristina, utilizando una fórmula caduca y hosti...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Juventud
  6. Iggy en Donostia
  7. Timba
  8. Bob Dylan y Lou Reed en una isla vasca
  9. La guitarra eléctrica
  10. Dolor
  11. El triunfo de las máquinas
  12. Asumo
  13. El regreso de Teresa
  14. Harto
  15. Autoedición
  16. Violencia
  17. Febrero de 1977
  18. Antidisturbios
  19. La figura de cartón
  20. Mecenas
  21. Contraportada