La ciencia es eso que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas
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La ciencia es eso que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas

Diego Golombek

  1. 352 páginas
  2. Spanish
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La ciencia es eso que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo otras cosas

Diego Golombek

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"¿Cómo se mezcla la ciencia con la vida cotidiana, con la política, con la imaginación que nace en los sueños y las vigilias? Me gusta imaginar la humanidad como el puñado de gente que alguna vez salió de África dispuesta a conquistar el mundo, cruzando charcos y mares, pantanos y montañas. Allí, seguramente, comenzaron las primeras divisiones del trabajo: Grok es buena cazando búfalos, mientras que Grak domina el fuego como nadie. Por su parte, Grik es un genio orientándose en la selva y encontrando hierbas y aguas dulces, mientras Grek se ocupa de los chicos y los despioja con firme dulzura. ¿Cómo fue entonces que apareció Gruk, la que miraba las señales de los cielos y los colores, aquella que pensaba un largo rato y concluía con su lógica qué era lo mejor para el clan? ¿Cuáles fueron los primeros experimentos, esos que movían de a una ficha por vez para entender cómo respondían la naturaleza y los dioses? Quizás así nació el oficio del científico: aquel poeta que observaba, pesaba, cambiaba y luego le contaba al resto las maravillas que había encontrado."En este libro, Diego Golombek, nuestro Gruk del siglo XXI, nos invita a mirar la vida cotidiana con sus deslumbrados ojos de científico. Para entender esto que somos y de qué modo el cerebro construye nuestras percepciones, emociones y creencias. Para comprender el sueño de dormir y los sueños de soñar. Para saber por qué nos enamoramos y somos felices. Y hasta para descubrir por qué desaparecen las cucharitas en la cocina. Con ustedes, la ciencia.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876298865
1. El oficio del científico
Las buenas teorías son aquellas susceptibles de ser refutadas, dice Karl Popper. Como si yo viniera la próxima semana a la misma hora, y me sentara con mi café exactamente allí, donde levanté la vista y te observé a ti, mirándome, y te encontrara, de nuevo, allí, y esta vez tuviera el valor de sonreír.
Roald Hoffmann, “El método científico”
Así es como debe ser, porque ninguno de nosotros nació en cuna de seda, y cada hombre honrado debe aprender sus oficios terrestres, y cuanto antes mejor, para ser independiente en la vida y ganarse el pan que lleva a la boca.
Rodolfo Walsh, Los oficios terrestres
La materia del canto / nos lo ha ofrecido el pueblo / con su voz. Devolvamos / las palabras reunidas / a su auténtico dueño.
José Agustín Goytisolo, “El oficio del poeta”
¿Qué es un científico? ¿Cómo se llega a serlo? ¿Cómo se mezcla esta ciencia con la vida cotidiana, con la política, con la imaginación que nace en los sueños y las vigilias? Me gusta imaginar la humanidad como el puñado de gente que alguna vez salió de África dispuesta a conquistar el mundo, cruzando charcos y mares, pantanos y montañas. Allí, seguramente, comenzaron las primeras divisiones del trabajo: Grok es buena cazando búfalos, mientras que Grak domina el fuego como nadie. Por su parte, Grik es un genio orientándose en la selva y encontrando hierbas y aguas dulces, mientras Grek se ocupa de los chicos y los despioja con firme dulzura. ¿Cómo fue entonces que apareció Gruk, la que miraba las señales de los cielos y los colores, aquella que pensaba un largo rato y concluía con su lógica qué era lo mejor para el clan? ¿Cuáles fueron los primeros experimentos, esos que movían de a una ficha por vez para entender cómo respondían la naturaleza y los dioses? Quizás así nació el oficio del científico: aquel poeta que observaba, pesaba, cambiaba y luego le contaba al resto las maravillas que había encontrado.
Más tarde fueron llegando reglas y métodos, números y paradojas, pero la ciencia ya estaba allí, en esos ojos entre curiosos y asustados que no se conformaban con cualquier explicación: querían no sólo ver, sino hacer para creer. Es cierto que nunca dejamos de ser humanos haciendo ciencia, con nuestras fallas, nuestros prejuicios y nuestras creencias a cuestas. Pero entre todos hemos inventado el arma más poderosa para entender el mundo y, en el camino, a nosotros mismos. Con ustedes, la ciencia.
¿Qué hace que un experimento sea científico?
En cierta forma, separar dos platos de sopa y agregarle distinta cantidad de sal a cada uno para determinar cuál nos gusta más puede llegar a ser una especie de experimento casero, con situación control y todo, pero convengamos en que no es lo que solemos entender por ciencia profesional. Además, sobre sales hay mucho escrito.
Pero sí hay criterios que nos acercan a la actividad y las formas de pensar de los científicos. Por ejemplo, la manera de avanzar empíricamente va bastante en contra del sentido común: se intenta refutar nuestras hipótesis. Sí, aunque parezca extraño, siempre debemos ser abogados del diablo y diseñar nuestras experiencias para destruir nuestras brillantes ideas. Eso se llama “falsacionismo” y nos permite, si no asegurar que estábamos en lo cierto, al menos afirmar que la opción contraria es muy poco probable, ya que nos quemamos la cabeza tratando de demostrarla. Avanzar a los tumbos, que le dicen.
Pero quizás uno de los criterios de avance más importante de las ciencias naturales es la reproducibilidad. Este principio hace que tengamos que escribir nuestros papers de una forma especialmente precisa: hay que contar todo, todo lo que hacemos, desde la marca de nuestros reactivos químicos hasta la cepa y edad de los animales de experimentación y la temperatura exacta de las estufas… Todo lo que le permita a un colega repetir nuestro experimento en Salta, Singapur o Sidney (o cualquier ciudad que empiece con “s”, para el caso).
Pero este principio no siempre se cumple, y hay datos recientes que ponen en duda nuestra capacidad reproductiva (de experimentos, se entiende). Hace un par de años la revista Nature publicó los datos de una encuesta entre más de 1500 investigadores y los resultados son bastante inquietantes.[1] Por ejemplo, más del 70% acepta que ha tratado de reproducir los experimentos de otros… infructuosamente. Más aún: ¡la mitad de los científicos manifestó que ni siquiera pudo reproducir sus propios experimentos! Es una nueva expresión de la famosa ley de Murphy: en las condiciones controladas y constantes de presión, temperatura y todo lo demás, los experimentos se comportarán como mejor les venga en gana.
A veces un pequeñísimo cambio en el protocolo puede dar números bastante diferentes y allí debemos convertirnos en detectives científicos para localizar la fuente de nuestros errores. Algunos de los problemas vienen desde el origen. Pensamos un experimento, recogemos los resultados y después los analizamos para evaluar posibles diferencias.
No hace mucho, en un congreso, un colega estaba muy preocupado porque había intentado replicar uno de nuestros experimentos (que la estimación subjetiva del tiempo se afecta bajo condiciones de luz constante) y había fallado completamente. Estuvimos dándole vueltas al asunto un largo rato y no encontrábamos una posible fuente para la discrepancia. De pronto, mirando sus fotos comenté jocosamente que sus ratones parecían extrañamente enormes… Claro, se trataba de ratas, y habíamos encontrado una interesante diferencia entre dos especies.
El asunto es que pocas veces pensamos el experimento previendo de antemano el análisis que vamos a hacer y las comparaciones a efectuar. Como dijo Ronald Fisher, un famosísimo genio de la estadística, “consultar al estadístico después de que hayamos terminado las experiencias es como pedirle que realice un análisis post mortem y nos diga de qué murió el experimento”. Saber analizar y preverlo es tan importante –o más– que saber experimentar.
Y lo mismo vale para las cosas de todos los días: planear lo que hacemos y, sobre todo, no creer en resultados únicos sino repetibles es una buena manera de ser más científicos en nuestra vida cotidiana.
Sin repetir y sin soplar (I)
La ciencia es una forma de intentar robarle secretos a la naturaleza. Tiene sus reglas, sus límites, sus aparatos para mirar un poco más lejos o más grande, sus métodos… y también tiene a los científicos. En todo esto, tal vez haya dos pilares que en general no se cuestionan demasiado: la honestidad intelectual (o sea, no mandarse truchadas) y la replicabilidad (como ya mencionamos, dar todos los detalles de los experimentos como para que alguien en cualquier lugar del mundo los repita y, si todo va bien, obtenga los mismos resultados). Y la verdad es que todo funciona bastante bien, aunque a veces aparezcan algunas fisuras que vale la pena comentar.
Por ejemplo, uno puede escribir un paper totalmente falso, con datos falsos (y bastante increíbles, por otro lado), autores falsos de instituciones también inventadas, enviarlo a publicar a cientos de revistas científicas y sentarse a ver qué pasa. Eso es precisamente lo que hizo el periodista John Bohannon: inventó una historia sobre una molécula extraída de un liquen, con supuestas propiedades anticancerígenas, la escribió con todas las reglas de la literatura de ciencia, la mandó a evaluar a 304 revistas… y más de la mitad aceptó el artículo para su publicación. Es, en cierta forma, una recreación del affaire Sokal, en el cual un físico escribió un texto ridículo “en difícil” y logró que fuera aceptado por una respetada revista de ciencias sociales.
La idea de Bohannon fue muy simple: creó una base de datos de moléculas, líquenes y células de cáncer y escribió un programa de computadora para, con esos mismos datos, escribir cientos de papers similares. Los nombres de los autores y de las instituciones también fueron creados de manera aleatoria por algoritmos basados en palabras encontradas en bases de datos. Es más, como los autores venían de países del tercer mundo, Bohannon hizo traducciones con Google para que el inglés tuviera unas cuantas fallas en la fluidez de la escritura. Según los resultados, la molécula extraída del liquen es un potente inhibidor del crecimiento tumoral.
El engaño fue perpetrado por Bohannon desde la reconocida Science,[2] y el trabajo firmado por un tal Ocorrafoo Cobange, de una supuesta ciudad de Amsara, pasó las instancias de evaluación de muchas revistas de muy dudosa reputación. Una importante aclaración es que las revistas que aceptaron el trabajo cobran por publicar (lo que supuestamente no tiene que interferir en el proceso de revisión por pares), y a veces hay un negocio montado con editoriales de dudoso prontuario que prometen rapidez, eficiencia y visibilidad para los trabajos que allí se publiquen. De hecho, en aquellas que aceptaron el artículo de Bohannon, en general las críticas resultaron superficiales y referidas al formato y el estilo del paper.
Antes de seguir, insistamos en que esto no es la norma sino la excepción: los mecanismos de revisión y validación de resultados científicos en general funcionan muy bien, incluso en aquellas revistas que cobran por todo el proceso de publicación, como una forma de compensar los costos de poner los resultados disponibles de manera gratuita para todos. En este ejemplo en particular, no se parte de la buena fe de los investigadores, sino que Bohannon emprende sus fechorías de manera obvia y consciente: sabe que está inventando, y lo hace con total premeditación y conociendo de cerca el arte de la escritura científica. En el mundo real, hubo importantes truchadas (cómo no recordar el caso del coreano Hwang Woo-suk y sus trabajos sobre clonación y células madre, muchos de los cuales resultaron ser falsos o faltos de ética), pero eso no invalida a la ciencia sino, en todo caso, a los científicos que las cometen. Son, y de manera muy notable, excepciones en un mundo de reglas. No olvidemos que gracias a la ciencia vivimos más y mejor, se alimenta a miles de millones de personas, se van dominando nuevas formas de energía y vamos conociendo más al mundo y sus circunstancias.
Sin repetir y sin soplar (II)
Veamos ahora el otro pilar del método científico: si yo hago un experimento y lo repito, debería darme el mismo resultado que cuando lo hice por primera vez. Otra vez: si lo cuento con lujo de detalles (desde la cepa de animales que uso hasta la marca de los compuestos aplicados, incluidos también el marcador con que rotulo los tubos o el talle del guardapolvo que estoy usando –bueno, estos últimos datos no son muy relevantes, pero se entiende a qué nos referimos con “detalles”–) y alguien lo lee y lo repite exactamente igual, también debería obtener las mismas consecuencias. De hecho, cuando esto no ocurre nos preocupamos: ¿por qué no puedo replicar tal resultado? ¿Qué hice de diferente? ¿Será el clima, mis aparatos, la calidad de los reactivos? A veces estas discrepancias originan colaboraciones entre los grupos de investigación que encontraron datos diferentes, y que buscan como detectives las posibles fuentes de las diferencias. Es curioso: a partir de las diferencias se pueden construir amistades científicas para toda la vida.
Pero lo cierto es que esta condición de replicabilidad es, a veces, el terror de los científicos. Cuando uno obtiene por primera vez en el laboratorio un resultado espectacular, debería evitar festejos a lo grande hasta repetirlo varias veces. De la misma manera, si aparece un dato relevante e innovador en la literatura científica, la comunidad de investigadores a veces espera hasta que otro laboratorio lo replique antes de darlo por completamente válido. Lo mismo ocurre con los hallazgos de compañías farmacéuticas: los efectos de un nuevo fármaco con propiedades maravillosas deben ser replicados de manera independiente antes de brindar y contar los futuros dividendos.
De hecho, la replicabilidad de un experimento es tan fundamental que hasta se ofrece el servicio de repetir el proceso para ver si se llega a idénticos resultados. Tal vez esto sea el inicio de nuestra industria de la repetición: pasame tus datos y yo veo si los puedo repetir –y te cobro por hacerlo, claro–. La replicación puede ser cara, tortuosa, aburrida, pero no por ello menos necesaria. Aunque a veces, según propone Mina Bissell desde la revista Nature,[3] un exceso en el afán de replicar podría resultar contraproducente. Bissell pone como ejemplo el trabajo con células en el laboratorio, que pueden ser en extremo sensibles a cambios mínimos en el ambiente, lo que lleva a que cuando queramos repetir el experimento nos dé algo diferente. Por otro lado, cuando se descubre algo que no coincide exactamente con el paradigma –¡la moda, vamos!– contemporáneo de una disciplina, seguramente se exijan numerosas pruebas extra y tal vez enlentecer un poco el proceso de que un resultado importante sea conocido por el mundo. Sin embargo, está claro que, finalmente, lo que debe brillar en el cielo de la ciencia lo hace, y lo que debe ser bajado de un hondazo, tarde o temprano tiene su merecido.
Así, es justo decir que la ciencia no tiene noticias: tiene historias, que a veces tardan muchísimo en contarse, y luego merecen epílogos, posfacios, cambios en los personajes principales. Estas historias pueden llevar generaciones y es maravilloso cómo el afán de conocer puede ir más allá de la propia vida: Dalton, por ejemplo, quiso saber si sus ojos eran responsables de la confusión de colores a la que dio nombre (daltonismo) e instruyó a sus colaboradores para que, una vez fallecido, le quitaran los ojos y miraran a través de ellos para comprobar el resultado. El experimento de la gota de brea es considerado el más largo de la historia: en 1927 se dejó una muestra de brea en un embudo y allí quedó, esperando que fluyera muuuuuy lentamente (hasta ahora han caído unas ocho gotas, para gran festejo de los científicos y estudiantes que estuvieron presentes). Y aunque a veces estas historias maravillosas son difíciles de repetir, allí están, para que alguien sueñe con experimentos que, aunque sea de manera imperceptible, puedan cambiar el mundo.
Los científicos no mienten, pero…
Retractar: del latín retractus, retroceder, negar.
Los artículos científicos son en cierta forma la carta de identidad de los investigadores: el resultado de su trabajo, el objeto de su evaluación, su camino a la promoción o al olvido. No cabe duda de su importancia y, como consecuencia, de la presión que tienen los científicos por someter sus investigaciones al juicio de sus pares hasta llegar al ansiado paper en la revista soñada. Es cierto que a veces esta presión puede llevar a apuros, adelantos, experimentos sin el control adecuado que hace que, tiempo después, el mismo grupo u otros puedan descubrir un error, un método mal aplicado, una estadística equivocada.
Cuando esto sucede, la mo...

Índice

  1. Tapa
  2. Índice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. Este libro (y esta colección)
  6. 1. El oficio del científico
  7. 2. Belleza y felicidad
  8. 3. El prisma de la evolución
  9. 4. La ciencia del baño
  10. 5. El cerebro es más ancho que el cielo
  11. 6. Historias de las ciencias
  12. 7. Basta la salud (entre los genes y el ambiente)
  13. 8. Ciencia inútil, cotidiana e innoble
  14. 9. El tiempo no espera a nadie (el sueño tampoco)
  15. 10. Esto que somos