Educación y Cultura Parte I
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Educación y Cultura Parte I

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Educación y Cultura Parte I

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Este Volumen I de la colección recoge las columnas publicadas por el rector de la Universidad del Norte, Jesús Ferro Bayona, en el diario El Heraldo de, de Barranquilla, en los períodos 1194-1999.

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Información

Año
2013
ISBN
9789587411034
Categoría
Pedagogía

CULTURA

La ruta equinoccial de un sabio

11 ene 94
Se fijaban nuestras miradas en los grupos de cocoteros que ribeteaban la costa, cuyos troncos de más de sesenta pies de altura dominaban el paisaje... Las hojas pinadas de las palmeras se destacaban sobre el azul del cielo, cuya pureza ningún vestigio de vapores enturbiaba. Subía el Sol rápidamente hacia el cenit. Difundíase una luz deslumbradora por el aire, por colinas blanquecinas tapizadas de nopales cilíndricos, y por un mar siempre sosegado, cuyas riberas están pobladas de alcatraces, de garzas y flamencos.
Parece una descripción de nuestras costas por esta época del verano azuloso y de las brisas. Parecen pinceladas de Alejandro Obregón. En realidad, es lo que escribe Alexander von Humboldt sobre las impresiones de su llegada a la embocadura del río Manzanares, cerca de Cumaná, ciudad costera venezolana, al amanecer del 16 de julio de 1799, después de haber navegado por el Océano Atlántico en busca de las regiones equinocciales del continente americano.
Prosa diáfana, hecha de pinceladas y observaciones que revelan al científico naturalista que enfoca su mirada en la flora y la fauna, el paisaje natural y el paisaje de los hombres, pero sin desprenderse del buen estilo y de su conciencia literaria. Viajero infatigable que desde su llegada recorrió por cinco años, en una expedición jubilosa de redescubrimientos, las tierras extensas, feraces y de tonalidades variopintas que son las de Colombia y Venezuela.
Con su preocupación de científico, dejaba en sus notas las observaciones minuciosas y precisas de las cosas que le dieron fundamento al desarrollo de su historia natural, al tiempo que acuñaba sus escritos con prosa bella y enamorada de los paisajes ecuatoriales, haciéndoles eco a sus afinidades literarias con Goethe y Schiller, esos grandes poetas alemanes de su tiempo con quienes convivió en Jena. Con razón se dice que miró nuestras llanuras y montañas, ciénagas y costas, animales y humanos con ojos de filósofo y poeta.
A ese respecto, sorprende que Hegel, tan iluminante y profundo con su visión de la historia universal, no hubiera tenido en cuenta los informes de Humboldt, a la vuelta de este a Alemania en 1804, y se haya atenido a escritos de segunda mano, bastante tendenciosos, que le hicieron escribir unos párrafos equivocados sobre el clima de América ecuatorial en las páginas de sus Lecciones de filosofía de la historia —por ejemplo, en el capítulo 2, sobre los fundamentos geográficos de la historia universal, traducción de José Gaos—, contrariamente a esa otra visión humboldtiana que valora lo americano por sí mismo, sin caer en las tentaciones del eurocentrismo.
Fue así como pudo, confidente de Bolívar, señalarle un horizonte de libertad y justicia a partir de las condiciones únicas y propias de nuestro ámbito, de nuestros valores y recursos. Porque Humboldt creía en el destino de nuestra libertad y pensaba que con la independencia que le podría dar a las nuevas naciones el joven Bolívar, se desplomarían los viejos valores éticos, políticos, económicos y míticos de los conquistadores españoles; y se caería con ellos el mundo feudal que había sido trasplantado de la Europa medieval a la América precolombina, porque ya para su tiempo lo había hecho trizas la Revolución francesa.
El acceso a esas páginas inmortales de Humboldt se ha reabierto con la edición de los dos tomos titulados La ruta de Humboldt, bellamente impresos y con profusión de imágenes e ilustraciones, que Smurfit Cartón de Colombia y Venezuela han patrocinado con notable acierto.

La cultura al desnudo

27 abr 94
Cuando el escritor francés André Malraux oficiaba de ministro de la Cultura, en el gobierno del general De Gaulle, tomó una decisión que contradecía públicamente a una vestal católica, conocida con el mote de Tante Yvonne. Al tiempo que Malraux estrenaba el ministerio, recién creado por De Gaulle, la dama sectaria andaba por todo París instigando una campaña de desprestigio y anatemas contra esa hermosa película de Jacques Rivette, que se llama La religiosa, basada en la novela homónima de Denis Diderot. Pero el ministro Malraux, en un acto de valor y honradez intelectual, seleccionó la película para representar a Francia en el festival de Cannes.
¿Megalomanías de un viejo anticlerical? De ninguna manera. Malraux amaba el cine y despreciaba a los censores, no obstante que, como hombre de Estado, se plegó no pocas veces a su razón. ¡Ah, la razón de Estado, que tanto daño ha hecho y sigue haciendo! Pero, a pesar de todo, Malraux amaba el arte cinematográfico y como hombre de cultura no podía dejar caer una obra artística en el incendio voraz de los pudores fanáticos. ¿No se lamentaba hace poco Juan Pablo II de la ciega beatería con que se cubrieron los sobrehumanos desnudos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina?
Uno se pregunta cómo pudo darse un giro cultural de ciento ochenta grados entre aquel glorioso día de octubre de 1541, cuando el papa Pablo III inauguró con una misa los frescos del Juicio Universal que el gran artista del Renacimiento acababa de pintar, y esa otra fecha fatídica de 1564, cuando el Concilio de Trento, obsesionado por las contrarreformas, dio la orden de cubrir los desnudos del Paradiso.
«La Capilla Sixtina es el santuario de la teología del cuerpo humano», manifestó el actual papa en su alocución inaugural de la restauración de la maravillosa capilla, el 8 de abril de este 1994. El papa Juan Pablo II nos ha dado una prueba de lo que puede la conversión de las mentes, cuando se va al sentido de los acontecimientos. Miguel Ángel, entreviendo en su vejez las penumbras e iluminaciones del último día de la humanidad, pintó un fresco que recrea el génesis de nuestra historia, cuando el hombre no sentía vergüenza de su desnudez y Dios se acercaba a él para tocarlo con la punta del dedo, en un movimiento pictórico que corta la respiración del espectador, porque uno se siente estremecido por la nostalgia de ese día de inocencia de los orígenes, que se quedó perdido en nuestro inconsciente colectivo.
Más de diez años pasaron defendiéndose los artistas restauradores de la pedrea de críticas de quienes, más papistas que el papa y más artistas que Miguel Ángel, querían a toda costa mantener unos velos impúdicos que, por motivos ideológicos, se les había impuesto a los ángeles, santos y condenados que, en completa desnudez, discurren por esa bóveda del alma cristiana que es la Capilla Sixtina.
Quizás pueda parecerle extraño a nuestra época de autodenominada modernidad que el ministro Malraux haya enviado a Cannes una película «escandalosa» para representar a Francia, o que el mismo papa se lamente de barbaries históricas causadas en nombre de la fe cristiana mal entendida. Pero no podemos olvidar que persistirán, bajos formas distintas y larvadas, las mismas intransigencias morales, el mismo despotismo político, iguales o peores fanatismos ideológicos que, en nombre de los más sagrados ideales de la humanidad, incendiarán el arte y borrarán aquellas imágenes de la cultura que no cuadran con una mentalidad dominante, sea esta neofascista, neocomunista y hasta neoliberal.

La naranja mecánica

11 may 94
Me encontraba en junio del año pasado visitando la Universidad de Northwestern en Chicago, gracias a una invitación del gobierno de los Estados Unidos. Esa ciudad, ligada por la geografía al lago Michigan, propicia las sensaciones de vitalidad y de optimismo propias de las cosmópolis prósperas. Tanto es así que, cerca del hotel donde me alojaba, hallé un restaurante francés en donde la comida se sirve y se gusta como si uno estuviera en pleno Saint-Germain-des-Près.
También es una ciudad que invita a mirar al futuro cuando se observan los altos rascacielos de su famoso Downtown. Para mí, que soy un hincha de la educación universitaria, la combinación del hormigueo mercantil y el silencio del campus de Northwestern me pareció una prefiguración de lo que el mundo podría a llegar a ser, si no quebrantamos el equilibrio entre el progreso y el humanismo.
Aunque suene paradójico, ese justo medio, tan difícil de hallar, está signado por una proporción entre la modernización y la modernidad. Dicho en términos menos abstractos, entre la máquina y la cultura. Sentado en la biblioteca, al lado de un estudiante de postgrado en ingeniería, miraba con atención lo que hacía con su computador. Investigaba. Y realizaba su tarea, recorriendo incontable número de revistas, contenidas en un cd-rom, en busca de fuentes bibliográficas. Cada vez que el joven universitario encontraba un artículo clave para su investigación en resistencia de materiales, hundía una tecla y lo imprimía para llevárselo a su casa. «Allá, en mi estudio, releo, subrayo y contrasto la información para poder avanzar en mis conocimientos», me respondió muy amable, cuando le pregunté lo que haría con el trabajo que estaba haciendo frente a la máquina.
En otros ambientes de la misma biblioteca, me encontré con bastantes estudiantes que hojeaban libros y leían apaciblemente frente a la naturaleza circundante. Me iba ratificando en una certidumbre del mundo moderno: la cultura debe ir de la mano con la técnica, si es que no nos queremos cerrar al desarrollo de las sociedades y de los conocimientos. El prodigioso avance de los medios electrónicos nos está conduciendo a un nuevo tipo de sociedad en donde las máquinas nos proveen de una información rápida, sintética y de cubrimiento mundial. Para la educación, para el conocimiento, para la investigación, necesitamos de esa información, a la cual un artefacto, como es un computador conectado a bases de datos, nos da ese acceso, amplio y cuasi infinito, que unos años antes no podíamos imaginarnos.
Vuelvo a un tema que ya había tratado en otra columna. Me resisto a aceptar que el libro desaparecerá, porque con él se iría una forma de libertad del espíritu que consiste en que uno puede crear sus propias certidumbres, deambular sin presiones por espacios del conocimiento no inmediatamente útil, cultivarse para alcanzar una vida más autónoma e innegociable. Ese ideal de la cultura es lo que podría corresponder a lo que llamamos modernidad, como estadio de la humanidad en donde el espíritu y los valores no materiales tienen futuro.
Nada impide, sin embargo, que podamos encontrar el justo medio en el uso de la tecnología que nos brinda la necesaria modernización con sus artefactos, aplicaciones de computador, televisión y superconductores que, si son controlados por la humanidad para ponerlos al servicio del espíritu humano, nos permitirán vivir sin servilismos dentro de la gran naranja mecánica en que se ha convertido el mundo.

Cultura sin fronteras

1 jun 94
Hace unos días nos enteramos de que una novela, inédita e inconclusa, de Albert Camus había sido publicada en Francia. Octavio Paz nos acaba de regalar con un nuevo ensayo de su prolífica escritura sobre un más allá erótico en el marqués de Sade. Los demonios del amor y otros más recrean la prosa de García Márquez con una novela que tiene a los lectores pendientes del hilo de su imaginación inagotable. El tamaño de mi esperanza en Borges está circulando como una de esas obras de ensayos que uno sabe que tiene que leerse para tocar la propia esperanza.
Son apenas ejemplos sacados del universo ilimitado, especie de volcán activo, que es la cultura. En una nota reciente, Juan G. Cobo Borda, señalaba que el maestro Germán Arciniegas —sordo y casi ciego a los 90 años, mas no falto de imaginación, por eso—, ha encaminado hasta nuestros días su rebeldía juvenil en contra del provincianismo conservador colombiano, que nos mantiene de espaldas a obviedades como la cultura del Caribe, por ponernos de rodillas ante el altar de los Andes, en donde se cree reside la Atenas Suramericana, con un panóptico carcelario en reemplazo del Partenón.
Pero el provincianismo también lo llevamos izado en esa autocomplacencia, que nos obnubila para hacernos pensar, por ejemplo, que este es el mejor vividero del mundo (sí que lo es, pero a pesar de muchas cosas); y de ahí vienen un apoltronamiento en lo que somos y otras medianías. Apenas librada por unos cuantos, la batalla contra el provincianismo cultural es una tarea de largo aliento para poder encontrar el cauce del equilibrio entre nuestra realidad vital, que es grandiosa, con la realidad pensada y cantada, que es todavía mendiga, para parafrasear a Borges.
Aunque resulte impopular decirlo, en ciudades como Medellín se están dando, desde hace algunos años, movimientos y febrilidad culturales que colocan muy lejos a su juventud —para mencionar apenas una porción del firmamento social—, en el espacio de intereses y animación que desborda el común antioqueñismo, al que estamos acostumbrados a catalogarlos cuando de regionalismos se trata. Hay círculos freudianos, cenáculos filosóficos, encuentros internacionales de literatos y artistas; hay emoción intensa con la poesía —escuchada hasta en los estadios—, hay un ir y venir de profesores y conocedores de la cultura desde distintas partes del país y del mundo.
Todo eso no es para echarle incienso al Valle de Aburrá, sino para recordar que la cultura moderna es errante, aunque a veces sea errática. Germán Arciniegas lo ha entendido así en su inmensa obra sobre América: cultura errante y a la intemperie. Encerrarnos en nuestra parroquialismo de los sucesos nos remata y folcloriza; entender, en cambio, que la cultura es un mundo que está produciendo mutaciones de mentalidades, usos y cultivo de la vida sin límite, es abrirnos, con más profundidad que con la tan mentada apertura de mercados, al intercambio de la producción cultural, que en una página de Milan Kundera puede cuestionar nuestras ideas recibidas de la guerra de los Mil días, o en un capítulo de la obra crítica del reciente Cortázar, nos puede sacudir en nuestra verdad de país culturalmente púdico y solemne.
Pienso en ese Cortázar, que encontrando la muerte por causa de un accidente de automóvil en una carretera de Francia, nunca dejó de ser argentino en su segunda patria, ni menos rioplatense en sus ficciones, pero tampoco perdió la oportunidad de llegar a ser un habitante de la cultura universal.

Liviano, muy liviano

29 jun 94
Leí por estos días una entrevista hecha a un escritor célebre. Latinoamericano, por más señas, pero que no es García Márquez. Me asombré de la supe...

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