Entre dichos
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Ensayos sobre ciudadanía

  1. 200 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Ensayos sobre ciudadanía

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Índice
Citas

Información del libro

Quien pretende hoy vivir en sociedad necesita dar razón de lo que piensa, argumentar. La discusión acalorada paraliza a quien discute, dificultando la búsqueda honrada de soluciones y certezas.El filósofo Higinio Marín reflexiona en esta ocasión sobre variados asuntos de interés público: costumbres y cambios culturales, ideas en ascenso e ideas en declive, prejuicios y prácticas políticas. Invita a la lectura pausada, al debate sereno y a la discrepancia sin hostilidades: un magnífico camino para la higiene intelectual.

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Información

Año
2016
ISBN
9788432146718
Edición
1
Categoría
Philosophy
SOBRE LO HUMANO (Y LO DIVINO)
1.
MISERICORDIA
Las palabras a veces tienen una historia que termina por arrinconarlas o sustituirlas. Ese ha sido el caso de la palabra misericordia que hoy es casi siempre preterida por otras como ‘solidaridad’. Sin embargo, en este caso se trata de una de las palabras más bellas del castellano cuya pérdida no es un asunto meramente terminológico, sino cultural y social. Literalmente significa tener corazón para la pobreza (miseri). Pero como “corazón” (cordis) está emparentado con recuerdo, y recordar es tanto como regresar al corazón, la misericordia resulta ser el hábito de no olvidar a los menesterosos.
Desde luego que la pobreza y sus víctimas son objeto principal de la misericordia, pero en un sentido más amplio y profundo la misericordia era la conciencia —mejor: la presencia en el corazón— de la menesterosa fragilidad de la condición humana, también la propia aunque se estuviera libre de la garra de la pobreza, la enfermedad, la injusticia o la tiranía.
Nuestras sociedades son un descomunal y dignísimo esfuerzo histórico por institucionalizar la misericordia: en los hospitales se cuida de los enfermos, en los colegios se pone a salvo de la ignorancia, en los tribunales del abuso, en la asistencia social de la desgracia excluyente, en los parlamentos de las tiranías, en las empresas y los mercados de la escasez y de la dependencia de las necesidades. De hecho, lo más noble de nuestra civilización ha consistido en elevar la misericordia a la condición de deber y derecho, legal e institucionalmente custodiado. En las sociedades modernas, como advirtió Vattimo, no comportarse como el buen samaritano está perseguido porque se ha convertido en el delito de omisión de auxilio.
Pero, por lo visto, también las palabras pueden morir de éxito, porque fue precisamente su establecimiento como derecho lo que suscitó su impertinencia: como enfermo con derecho a la asistencia sanitaria ya no se esperaba la misericordia sino la eficacia profesional del médico, y lo mismo respecto del maestro y del juez. La misericordia se había institucionalizado y, por tanto, ya no era necesaria. Aquella antigua perfección del corazón resultaba ahora sustituible por la pericia de los oficios y su exigibilidad legal.
De manera que estamos ensayando una civilización y su correspondiente organización social en la que para ser buen médico, maestro, juez o policía no haga falta llevar en el corazón la huella de la fragilidad dependiente del hombre y de lo humano. Al parecer es más sensato y funcional esperar que todos ellos cumplan con su obligación más por su propio interés —como el panadero de Adam Smith—, que por su honestidad y calidad humana. Así que nos hemos convertido en la civilización de la misericordia institucionalizada mientras cancelamos su práctica y la denostamos pública y socialmente.
¿Pero funciona realmente la educación, por ejemplo, cuando enseñar no es un asunto personal para el maestro? ¿Recibimos lo que esperamos del médico cuando este no convierte su oficio en una dedicación personalmente comprometida? ¿Y del abogado, el periodista o el político? ¿Entonces por qué esa resistencia a admitir que necesitamos de los demás lo que no podemos exigirles y que, por tanto, quedamos obligados hacia ellos por la gratitud? El error está en creer —y pretender— que nos basta con recibir aquello a lo que tenemos derecho y podemos exigir. Esa repulsión a la gratuidad en el dar y al agradecimiento en el recibir no es solo la forma de mezquindad social que arruina nuestro orden social, sino la más genuina forma de miseria: nadie merece más misericordia que el incapaz de brindarla o de agradecerla.
Pretender que el sistema social en su conjunto y el de los oficios en particular produzca los efectos objetivos de la misericordia, sin vincular a los sujetos que los ejercen es, cuando menos, un proyecto paradójico, pues nos quiere hacer beneficiarios de una compasión a la que no nos quiere inclinar. Si se quiere ofrecer como derecho ciudadano lo que no se puede exigir como un deber, habrá que reconocer que el Estado necesita aportes de humanidad que proceden de otras fuentes, precisamente de esas que tan afanosamente ignora o vitupera: el cultivo de las humanidades, la sociedad familiar, los movimientos filantrópicos o culturales y, por supuesto, las religiones que libre y cívicamente profesen sus ciudadanos.
Si para sustituir a todo lo anterior solo podemos instrumentar la exigencia objetivable de unos procedimientos y pericias profesionales de obligado cumplimiento, ¿entonces por qué extrañarnos si dejan de cumplirse cuando se puede preservar el propio interés sin ser sorprendido?
Además, la impertinencia social de la misericordia implica otra dificultad. Solo hay una cosa peor —y que descomponga más la dignidad humana— que padecer necesidad y abandono, y es no poder sentir la inclinación interior y la conmoción que nos mueve al socorro de quien lo necesita. La misericordia no auxilia menos al misericordioso que a quien lo recibe. Olvidarlo no es solo disipar las energías morales de nuestras sociedades, sino hacer dejación culpable del bien común más elemental: promover la decencia y la compasión como talente ciudadano y como perfección cívica.
Nada perfecciona más lo humano del hombre que la inclinación del corazón a actuar en favor de quienes padecen desgracia o indefensión. Una antigua tradición medieval lleva a su colmo —y a su fuente histórica— esa afirmación. Es la historia de una mujer que ante los infames padecimientos de un joven reo, y desafiando el tumulto y la autoridad, se abalanzó a limpiar el rostro desfigurado de la víctima. La tradición cuenta que el rostro quedó reconocible en el paño, tal vez porque aquel impulso transparentaba y hacia visible no solo lo mejor entre lo humano, la misericordia, sino lo mejor de lo que cabía pensar: Dios mismo para los creyentes; para los demás la dignidad de una víctima inocente precisada de auxilio.
2.
EL DESEO
La posibilidad de convertir en realidad nuestros deseos debería llevar a reconsiderar con mucho cuidado lo que deseamos, no vaya a ser que efectivamente lo consigamos.
Las fábulas de genios que satisfacen un deseo sin avisar de imprevistos indeseables parecen advertirnos al respecto. Y es que cuando deseamos el éxito, la celebridad, el poder o la riqueza solemos dar por supuesto que no perderemos ninguno de los bienes que ya poseemos: la tranquilidad, los amigos, la salud, la familia. Pero si nos paramos a pensarlo advertiremos que, para conservar todos eso intacto, deberíamos amarlo de manera que muy pocas cosas o ninguna le añadirían algo realmente decisivo, por deseable que resultara.
Oscar Wilde llevaba razón: casi siempre hay algo peor que no conseguir lo que se desea y es conseguirlo. Pero no solo por la consabida experiencia de que lo ya poseído casi siempre defrauda, sino también porque muchas veces implica perder o dañar lo que se ya se tenía. Es muy difícil hacerse rico —o famoso, o poderoso— de golpe y no arruinarse al mismo tiempo en todo lo demás. Y por mucho que todos estemos dispuestos a pasar por esa prueba, entraña una dificultad tanto más improbable de vencer cuanto más capaces de superarla nos creemos.
Quien sueña con enriquecerse mediante un golpe de fortuna da por supuesto que las personas que le aman lo seguirán haciendo de igual manera, y que uno mismo podrá amarlas igualmente en medio de esa mudanza tan presumiblemente feliz. Pero no es tan seguro. De hecho, no pocos de los afectos que recibimos o de las cosas que poseemos son así gracias también a aquello de lo que carecemos. Por ejemplo: no tener jardinero seguramente limita mucho la grandiosidad de nuestro jardín, pero al mismo tiempo transforma completamente nuestra relación con cuanto allí crece gracias a nuestro (obligado) cuidado. Quien tiene jardinero no tiene jardín como lo tienen quienes carecen de jardinero. Y quien no perciba la diferencia es que o bien no tiene jardín o bien tiene jardinero.
Pero además la riqueza, el poder y hasta la belleza dificultan el conocimiento de las verdades que más nos interesan. No es una mera invención de fábulas antiguas que los ricos y poderosos tengan que disfrazarse de pobres y desposeídos para encontrar un amor sincero y desinteresado, o para conocer la opinión real de los demás. Debería hacernos recapacitar qué significa la riqueza, el poder o la belleza de quien necesita fingir no ser quien es para hallar el amor sin fingimiento, o de quien necesita disfrazarse para encontrar amigos sin disfraz.
El caso del rey Midas es un buen ejemplo de cómo al desear aquello que soñamos olvidamos poner a salvo todo lo que ya amábamos y disfrutábamos a nuestro alrededor. Pero la fábula del infortunado rey nos ofrece otra enseñanza crucial: cuando se desea muy intensamente poseer algo somos nosotros los que resultamos poseídos por el objeto de nuestro deseo. Por ejemplo, el poder y el dinero parecen los medios para conseguirlo todo y, sin embargo, si se desean con demasiada intensidad nos privan de la actitud necesaria para poder disfrutar de lo que ponen a nuestro alcance.
Pero hay algo más. Cuando el deseo de poseer algo nos posee se nos convierte en una necesidad imperiosa. Y un deseo que se experimenta como una necesidad sin serlo realmente, es un capricho. Pero si no ocurre de vez en cuando y episódicamente sino de ordinario, entonces ya no estamos ante un mero capricho sino ante una adicción que nos esclaviza. Así que conviene ser cauteloso sobre qué se desea y qué se consigue, porque las supuestas fuentes de la felicidad pueden ser más bien ciénagas de deseos satisfechos.
Girard siguiendo a Freud nos ha señalado una nueva faceta del deseo. Los hombres al nacer no tenemos fijados instintivamente los objetos de nuestros deseos, salvo como una inclinación. Así que aprendemos qué es lo deseable mediante el deseo ajeno que, al tiempo que nos sirve de modelo, se nos convierte en rival, pues desea lo mismo que nosotros. Tal vez de ahí surjan discordias paterno filiales si es que entre ellos se plantean formas competitivas del deseo, como se empeña en señalar Freud y como, en efecto, produciría un mutuo egoísmo. Pero con seguridad que de ahí surge la tortuosa afinidad entre la admiración y la envidia: detestamos a quienes admiramos por una retorsión del deseo. La envidia es el gemelo perverso de la admiración, y la menos noble de las fuentes de la pasión moral y política contra las desigualdades.
No hay aprendizaje más decisivo en orden a la felicidad que la educación del deseo. Aprender a desear lo mejor y a preferirlo es la orientación segura de una existencia provechosa y ennoblecida. Pero no es fácil esclarecer qué es lo mejor; aunque tampoco es tan imposible como aseguran los que preferirían que las cosas fueran según su capricho. Es mejor desear más intensamente aquello que, una vez poseído, no me produce miedo a perderlo, sino deseo de compartirlo.
Lo anterior no implica que cuanto temo perder carezca de importancia, al revés; pero el trabajo, la libertad, la honra o la vida, por ejemplo, sin ser bienes secundarios disminuyen su propio valor cuando los consideramos meras posesiones. El secreto del deseo humano, sencillo pero difícil de aprender, es que no queda satisfecho por lo que consigue poseer, y que apenas conseguido resurge insatisfecho, sino por lo que puede ofrecer. Así que, ciertamente, hay que ser rico para ser feliz, pero no de esa riqueza que soñamos. Menos mal que pocas veces conseguimos lo que deseamos.
3.
EL RENCOR
Pocas obras literarias como Moby Dick de Melville exploran los pliegues oscuros de la conciencia donde se acantona el rencor. El capitán Ahab es uno de esos personajes monumentales que destacan dentro de la historia universal de la literatura. ¿Cómo olvidar el lomo acribillado del cetáceo antes de llevarse consigo al abismo al marino enredado por los cabos de los arpones?
Tullido y con cicatrices que le cruzan de parte a parte, este capitán ballenero persigue obsesivamente al cetáceo que le mutiló, y protagoniza una odisea moderna y espiritualmente destructiva. En cierto modo y mucho antes del Ulises de Joyce, el capitán Ahab de Melville se erige como el antagonista moderno del Ulises homérico que vuelve a su hogar, pues la fanática persecución acaba con la muerte de la ballena blanca, del capitán y de toda su tripulación.
Con ese trágico final Melville nos brinda la primera lección inolvidable: la sed de venganza multiplica y consuma el daño que la causó. El agresor tiene en el rencor de su víctima a su mejor cómplice porque perpetúa y profundiza el daño hasta profundidades inalcanzables para él. Tal y como el veneno de la mordedura se sirve del latido vital de la víctima para inundarla hasta matarla, así mismo el rencor adentra el daño con su propio y fatídico impulso hasta lugares fuera del alcance del poder del enemigo.
Todavía más oscura y paradójica resulta la necesidad que el rencor tiene de encontrar un enemigo. Ahab necesita creer que la ballena es una bestia maléfica e intencionada, porque para odiar es preciso poder culpar a alguien. De hecho el rencor es, sobre cualquier otro, el sueño de la razón que produce más monstruos: supone —y si no lo encuentra, lo inventa— un causante de todos nuestros sufrim...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. INTRODUCCIÓN
  7. SOBRE LO HUMANO (Y LO DIVINO)
  8. NUESTRO TIEMPO
  9. SALUD PÚBLICA
  10. DE POLÍTICA Y POLÍTICOS
  11. OCIO Y CULTURA
  12. LA BUENA EDUCACIÓN
  13. HIGINIO MARÍN