Las tormentas del mundo en el Río de la Plata
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Las tormentas del mundo en el Río de la Plata

Cómo pensaron su época los intelectuales del siglo XX

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Las tormentas del mundo en el Río de la Plata

Cómo pensaron su época los intelectuales del siglo XX

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A comienzos del siglo XX, la Argentina atravesaba un proceso acelerado de modernización y democratización, de la mano del primer gobierno surgido de la voluntad popular y el ímpetu idealista de la reforma universitaria. ¿Qué lugar encontraron en ese marco los intelectuales? ¿Pudieron satisfacer sus ambiciones de participar con peso propio en el cambio político en curso y de hacerse oír como portavoces de una verdad futura? ¿Cómo se posicionaron frente a los movimientos y las ideologías que impactarían en el Río de la Plata, como el fascismo, los totalitarismos o el antiimperialismo latinoamericano?En este libro, Tulio Halperin Donghi compone una imagen retrospectiva del sigloXX a partir de las trayectorias intelectuales que lo tocaron más de cerca o que le permiten mostrar mejor los desafíos de cada etapa. Así, traza perfiles formidables de figuras marcadas por el desgarro y el aislamiento o por la capacidad de ser activos interlocutores de su tiempo, desde Leopoldo Lugones con su rechazo frontal y despectivo al ideal igualitario de la democracia, pasando por Victoria Ocampo y su relación intensa y admirativa con el pensamiento europeo, hasta Raúl Prebisch, cuyas intervenciones fueron decisivas para delinear las perspectivas políticas y económicas de América Latina.Así como Eric Hobsbawm escribió la historia del siglo XX atendiendo a su experiencia personal, Tulio Halperin Donghi logra, con su deslumbrante sabiduría para interrogar matices y contradicciones, que estos ensayos tengan también un carácter autobiográfico y echen luz sobre una época vivida en perpetua tormenta.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876295871
Categoría
History
Categoría
World History
1. Intelectuales en la primera democracia argentina (1910-1943)
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Caricatura de Leopoldo Lugones realizada por Pelele [Pedro Zaballa] e incluida en su álbum Gente Conocida (Primera serie), s.l., ed. del autor, s.f. [ca. 1920].
Al explorar la etapa en que la democracia hizo por primera vez irrupción en la Argentina, tal como ella fue vivida por intelectuales que, sin que esto pueda sorprender en nada, estaban vitalmente interesados por el lugar que esa democracia habría de reservarles en su vida pública, los paralelos entre ese pasado que se está volviendo remoto y este difícil presente parecen sugerirse por sí solos a cada paso. Precisamente por eso se hará necesario destacar, entre las muchas diferencias que apartan a los intelectuales argentinos de hoy de los del anteayer aquí evocado, una que quisiera subrayar especialmente, porque va a afectar de modo muy directo las modalidades de la exploración que ha de encararse.
Hoy los intelectuales viven en un mundo que ha descubierto que existe algo llamado “el campo intelectual”, han aprendido que a lo largo de su carrera acumulan y reinvierten un cierto capital cultural, han adquirido una noción más o menos precisa acerca de los modos con que las interpelaciones que formulan desde ese campo al público que aspiran a alcanzar deben enfrentarse a las que llegan a ese mismo público desde otras esferas. Encuentran del todo natural terciar en las discusiones que desde el surgimiento de la llamada sociología del conocimiento no han dejado de arreciar en torno a esos temas, que los tocan de muy cerca, mientras que en 1910 o aun en 1930 esos mismos temas apenas empezaban a perfilarse, casi siempre en el contexto de debates centrados en otros, que afectaban menos directamente al intelectual que al mundo sobre el que ambicionaba ejercer influencia. Esa diferencia con la situación presente tiene –entre muchas otras consecuencias– dos particularmente relevantes para la exploración que aquí se ha de emprender.
La primera es que, puesto que esos intelectuales de anteayer no nos dicen con tanta frecuencia como los de hoy lo que quisiéramos saber acerca de sus reacciones frente a los problemas que aquí nos interesan, se hará a menudo necesario inducirlas a partir de tomas de posición acerca de otros que sólo los rozan indirectamente, o aun a través de reveladoras modulaciones en su modo de interpelar a su público, que parecen a veces ser como el corolario práctico de una informulada toma de posición frente a los cambios que la democratización trajo consigo. La segunda consecuencia es aún más obvia. Hasta que el entorno mismo en que vive el intelectual comenzó a ofrecerle a cada paso incitaciones para internarse en esos problemas, dichas incitaciones debían nacer de la esfera de sus preocupaciones más personales; no ha de sorprender entonces que los testimonios –directos o indirectos– que podemos recoger de esos intelectuales de anteayer provengan sobre todo de aquellos para quienes su lugar en la vida pública constituía en efecto una preocupación predominante. Por fortuna, entre los testimonios que nos han llegado de los intelectuales de la etapa que nos ocupa, ese interés se torna a menudo obsesivo, alimentado como está por un egocentrismo en que resuenan a veces ecos del culte du moi que en algunos es así paradójico legado de una pasada simpatía anarquista, pero no parece necesitar de esa inspiración ni de ninguna otra para desplegarse con tan inocente complacencia que a menudo termina por ganar la sonriente simpatía de quien contempla esas efusiones a muchas décadas de distancia.
Ese egocentrismo es, desde luego, rasgo común a Leopoldo Lugones, José Ingenieros, Ricardo Rojas y Alfredo Palacios, todos ellos intelectuales que ya habían establecido su firme presencia en la vida pública al abrirse el proceso democratizador, y cuyas reacciones y adaptaciones frente a este procuraremos seguir aquí.
Y ese egocentrismo, hay que agregar, hace de la condición de intelectual el rasgo esencial del yo a quien cada uno de ellos rinde culto. Conviene tenerlo presente cada vez que oímos, en el prólogo que en 1916 Leopoldo Lugones antepuso a El Payador, la evocación de “la plebe ultramarina que a semejanza de los mendigos ingratos” había impugnado ruidosamente sus conferencias desde el escenario del teatro Odeón, donde había anticipado en 1913 la glorificación de José Hernández como el Homero de las Pampas que ahora daba tema a su libro, y la de los “cómplices mulatos y sus sectarios mestizos” que trasladaron la misma protesta al debate literario. Cuando se invoca hoy ese pasaje de Lugones (o las invectivas contra sus rivales mulatos e inmigrantes que Manuel Gálvez incluyó en 1910 en El diario de Gabriel Quiroga)[1] es habitualmente para buscar la huella de actitudes que se suponen también presentes entre quienes, sin compartir la vocación intelectual de Lugones o Gálvez, compartieron su condición de escasamente prósperos hidalgos de provincia. Por el mismo motivo se ha de prestar menos atención a la despectiva recusación de “los pulcros universitarios que, por la misma época, motejáronme de inculto, a fuer de literatos y puristas”, que en Lugones complementa y equilibra la no menos despectiva de los voceros de la plebe ultramarina. Lugones reprochaba a ambos su incapacidad de “apreciar la diferencia entre el gaucho viril, sin amo en su pampa, y la triste chusma de la ciudad, cuya libertad consiste en elegir sus propios amos”. La incomprensión en que coinciden plebeyos y pedantes agrega una razón más a un rechazo de la vile multitude que es menos imperativo heredado de su linaje hidalgo que nota de su perfil de intelectual. “La ralea mayoritaria paladeó un instante el quimérico pregusto de manchar a un escritor a quien nunca habían tentado las lujurias del sufragio universal. ¡Interesante momento!”; aun la exclamación final es la del artista que retrocede un paso para contemplar el cuadro en el que acaba de ubicarse como protagonista.
El lugar eminente que Lugones reivindica para sí no depende en efecto de ninguna posición social originaria o adquirida; es el premio de su excelencia como intelectual: “Defiéndame […] lo que hago y no lo que digo. Las coplas de mi gaucho no me han impedido traducir a Homero y comentarlo ante el público cuya aprobación en ambos casos demuestra una cultura ciertamente superior”.[2] La sociedad se reconfigura aquí como público, y si es todavía posible acotar dentro de ella una aristocracia, lo que certifica la pertenencia a esta no es de nuevo un cierto origen social, sino la disposición a admirar a Lugones.
No quiere decirse con esto que Lugones no estableciera conexión alguna entre su específico afincamiento en la sociedad argentina y los no menos específicos valores desplegados tanto en su obra literaria cuanto en sus intervenciones públicas de argentino angustiado por el destino de su país. Pero sí que en el triunfo del sufragio universal le alarmaba menos el desafío a la módica eminencia que su origen social le había asegurado en el marco de la república oligárquica, que la insidiosa amenaza a aquella que de veras le interesaba: la del artista cuyo versátil talento le había ganado el derecho a que los mensajes con que ambicionaba orientar el rumbo de la nacionalidad fuesen escuchados con universal y respetuosa atención.
El sufragio universal, en efecto, no sólo amenazaba transferir el control del estado a los amos elegidos por la “triste chusma de la ciudad”; acaso aún más grave era que, al otorgarles por primera vez el poder por la vía que desde el comienzo mismo de la experiencia constitucional había sido reconocida como la única plenamente legítima, les conferiría una autoridad más segura de sí misma –y por eso mismo menos dispuesta a inclinarse ante aquella a la que aspira el intelectual– que la de los dirigentes de la república oligárquica. Desde un palco del teatro Odeón, el presidente Roque Sáenz Peña había sido una conspicua presencia en las conferencias ofrecidas por Lugones como anticipo de El Payador; aunque sin duda lo había atraído a ellas una auténtica curiosidad por la vida de la cultura, no podía ignorar que, si con su presencia prestigiaba la ocasión, a la vez ella le comunicaba algo del prestigio del príncipe de los poetas argentinos, y era de temer que un más auténtico ungido del pueblo se mostrara menos solícito en adquirir por esa vía indirecta un suplemento de autoridad menos necesario para él que para un presidente que debía la magistratura que ocupaba a la voluntad de su predecesor.
Esa inquietud parecía aún más justificada porque, en efecto, la república oligárquica se había preocupado por reservar en ella un lugar para el intelectual. En El diario de Gabriel Quiroga, Manuel Gálvez le agradecía que al darle acceso a posiciones relativamente elevadas de su estructura burocrática como sinecuras, le hubiese asegurado el otium cum dignitate que necesitaba para madurar su obra. Desde luego el elogio de la empleomanía que teje Gálvez no pretende ser tomado al pie de la letra; si se ha inventado un alter ego en la persona de Gabriel Quiroga, ha sido en parte para ejercer más libremente la paradoja y la ironía. Pero, así sea a través de una imagen estilizada hasta la caricatura, sus comentarios hacen justicia a la disposición de la república posible para suplir frente a los intelectuales las carencias de una sociedad con cuya espontánea hospitalidad estos no podrían contar.
Aquella disposición no obró sólo en su etapa más temprana y creadora, cuando un admirado artículo de periódico fue la credencial que abrió a un Paul Groussac recientemente inmigrado y apenas salido de la adolescencia tanto el despacho del presidente Avellaneda como la carrera que terminaría por hacer de él el magister Argentinae. En la república oligárquica que emerge de la crisis de 1890 el rasgo se conserva y quizá se acentúa; cuando el comicio amenaza reducirse a esa mera “función administrativa” que en 1912 denunciaba Ramón J. Cárcano, la cooptación, que en buena medida lo reemplaza en los hechos, crea mayores oportunidades para el reconocimiento del prestigio intelectual. Así, aunque todavía sin contar con sus cualidades de exquisito letrado y sus quilates de constitucionalista Joaquín V. González hubiera tenido un lugar reservado para él en la vida pública gracias a su entronque en una de las más influyentes dinastías políticas de su provincia nativa, este habría sido sin duda mucho más marginal que el que pudo ocupar gracias a sus altos méritos intelectuales y profesionales. Y por su parte Estanislao Zeballos, no obstante su muy escaso peso político en su Santa Fe, y unos vínculos tan tenues como cambiantes con las facciones políticas nacionales, pudo ganar uno no menos expectable gracias a sus versátiles talentos. Por añadidura, el intelectual exitoso no necesitaba acumular un cursus honorum político para ser reconocido como una figura pública por derecho propio. Así Rodolfo Rivarola, rosarino como Zeballos pero aún más ajeno que este al mundo político de su provincia nativa, catedrático, a sus horas magistrado, y fundador y director de la Revista Argentina de Ciencias Políticas, no creyó salirse de su esfera cuando comenzó por propia iniciativa una campaña a favor de la candidatura presidencial de Victorino de la Plaza en vísperas del lanzamiento de la de Sáenz Peña. Luego de que la muerte de este llevó a su favorecido a la presidencia, tampoco creyó estar fuera de papel al publicar en su revista, junto con el mensaje que De la Plaza dirigió al electorado, un texto que era réplica más que comentario (y que el destinatario se apresuró a su vez a responder con una esquela que no habría podido ser más respetuosa).
Esos reconocimientos estaban lejos de tributarse tan sólo a los intelectuales surgidos de viejos linajes argentinos. Sería erróneo deducir de la inquina que los textos de Gálvez o Lugones reflejan contra los hijos de la inmigración que en sus avances estos últimos debían afrontar la implacable hostilidad de las élites de la vieja Argentina. Se oponía a ello la adhesión que sobrevivía en esas élites al proyecto de construcción de una nación moderna, para cuya consumación se había proclamado de antemano indispensable el aporte inmigratorio. Cuando ofrecía los fondos que iban a permitir que la revista Nosotros, lanzada en 1904 como órgano de una nueva generación literaria por un hijo de la inmigración, Alfredo Bianchi, y un argentino nuevo nacido en Toscana, Roberto Giusti, sobreviviese a sus penurias económicas, y aun cuando con exquisita delicadeza ocultaba su personal munificencia bajo la cubierta de una fantasmagórica cooperativa de escritores, Rafael Obligado se mostraba del todo coherente con la adhesión a ese proyecto desplegada en su Santos Vega, en que su afecto nostálgico por el cantor de la vieja pampa no le impedía reconocer a su derrota en manos de un rival que era quizás el Diablo, pero era inequívocamente un inmigrante, como legítima y necesaria.
No ha de sorprender entonces que el texto que más sistemáticamente explora las razones para la reticencia con que tantos intelectuales se preparan para la inminente instauración de la democracia se deba también a un argentino nuevo. José Ingenieros, nacido en 1877 en Palermo de Sicilia, hijo de un militante en las corrientes más extremas del republicanismo italiano, lindantes con el anarquismo, apenas comenzaba sus estudios de Medicina cuando sus talentos excepcionales fueron descubiertos por un maestro del más exaltado origen patricio, José María Ramos Mejía, quien se preocupó desde entonces de guiar y promover su carrera. Su tempestuosa (y breve) militancia en el socialismo no lo privó del favor de este, que pronto iba a verse justificado por las versátiles contribuciones de su ingenio precoz al campo de la psicología, criminología y sociología, disciplinas entonces en pleno avance bajo el signo del positivismo.
Luego de abandonar las filas socialistas en reacción a la escasa tolerancia de los dirigentes del naciente partido por su extremismo algo tremendista, Ingenieros aceptó constituirse en secretario del general Roca, cuya curiosidad frente a las inquietudes culturales e ideológicas de las nuevas promociones se conservaba intacta. Pero en 1911 la meteórica carrera de este ya eminente universitario, de este autor editado en España y traducido en Francia e Italia, y cuya celebridad en la Argentina excedía ya con mucho los círculos intelectuales, sufrió un inesperado tropiezo. Cuando el jurado del concurso de Medicina Legal en la Universidad de Buenos Aires lo ubicó primero en la terna de candidatos para ocupar esa cátedra, el presidente Roque Sáenz Peña, usando una atribución que la ley le confería pero que pocas veces había sido invocada, prefirió a otro colocado en posición inferior en el orden de méritos.
La respuesta de Ingenieros fue doble: por una parte se marchó a Europa, anunciando que no retornaría hasta que quien le había inferido ese insoportable agravio hubiese descendido de la primera magistratura; por otra se consagró desde su voluntario exilio a escribir El hombre mediocre, que vería la luz en 1913.
A lo largo de la trayectoria de Ingenieros se sucederían los cambios en su agenda intelectual, en cada uno de los cuales –para usar la expresión hoy de moda– iba a reinventar también su perfil de intelectual. Así, su abandono de la militancia revolucionaria había traído consigo el reemplazo del francotirador, que a veces parecía poner algo de juego en su constante desafío, por el hombre de ciencia cuya disposición a reconocer los rasgos auténticos de la realidad objetiva se continuaba en la que lo llevaba a aceptar de antemano como legítimo cualquier efecto de las leyes que se había propuesto desentrañar (reflejada por ejemplo en su gozosa predicción de que la Argentina estaba destinada a surgir en el futuro como potencia imperialista capaz de rivalizar con otras por la hegemonía mundial).
El hombre mediocre marca en esa trayectoria un nuevo punto de inflexión; pero no será el último. Ya lo sugiere la prosa preciosista en que está escrito: la preferencia por la palabra rara debe menos a la exigencia del lenguaje científico que a la emulación frente a los maestros del style artiste. El rasgo se extrema hasta bordear peligrosamente la autocaricatura en el retrato del arquetípico hombre mediocre, que multiplica por otra parte las alusiones destinadas a tornar más fácil el reconocer en él al presidente Sáenz Peña. El argumento central, ya desarrollado por Ingenieros en sus cursos de la Facultad de Filosofía y Letras, y por tanto con anterioridad al agravio que le inferiría Sáenz Peña, se eleva por encima de este estímulo circunstancial para razonar el repudio tanto de los regímenes aristocráticos como de los democráticos -–ambos igualmente favorables al triunfo de la mediocridad–, a favor de una meritocracia que frente a “la democracia cuantitativa que busca la justicia en la igualdad” afirma “el privilegio en favor del mérito” y que frente a “la aristocracia oligárquica, que asienta el privilegio en los intereses creados” afirma “el mérito como base natural del privilegio”.[3]
Esta conclusión ofrece menos una propuesta política alternativa a la democratización patrocinada por el mediocre presidente que un instrumento para juzgar concretas situaciones políticas, ya se ubiquen estas bajo signo aristocrático o democrático. Ingenieros alude en más de un pasaje a la gravitación quizá más decisiva que alcanza en este aspecto la presencia o ausencia de dilemas políticos urgentes: sólo frente a ellos los acobardados mediocres están dispuestos a ceder a los mejores el protagonismo que se reservan celosamente en los tiempos más plácidos cuando las tareas de la política no exceden en mucho las de la ordinaria administración.
El hombre mediocre no quiere ser por otra parte un estudio social o político, sino un manifiesto a favor de un exigente código moral, para el cual el deber que los resume a todos es el de poner la vida al servicio del ideal. El idealismo que Ingenieros propone, y que no tiene nada en común ni con el espiritualismo filosófico –que a su juicio supone un inaceptable retorno al pasado– ni con las corrientes que consideran a las ideas más reales que la realidad misma, ya que “ideólogos” no puede ser sinónimo de “idealistas”, ofrece el fundamento para una moral desembozadamente aristocrática. Su mensaje –asegura el autor– sólo puede ser recogido por aquellos “cuya imaginación se puebla de ideales y cuyo sentimiento polariza hacia ellos la personalidad entera” y que por ese motivo “forman raza aparte en la humanidad: son idealistas”, del mismo modo que lo fueron, cada uno a su manera, “cuantos hombres honran, por sus virtudes, a la especie humana. Frente a esos heraldos, en cada momento de la peregrinación humana se advierte una fuerza que obstruye todos los senderos: la mediocridad, que es una incapacidad de ideales”.
Desde luego, esa aristocracia nunca se define por el linaje: se descubren elegidos para integrarla quienes se sienten convocados por el llamado del ideal. No sorprenderá, dado el giro esteticista reflejado en la prosa de El hombre mediocre, que el signo por excelencia de esa elección sea la sensibilidad frente al espectáculo de la naturaleza y las creaciones del arte: se reconoce a los mediocres en que “no se extasían, como tú, ante un crepúsculo, no sueñan frente a una aurora o cimbran en una tempestad; ni gustan de pasear con Dante, reír con Molière, temblar con Shakespeare, crujir con Wagner; ni enmudecen ante el David, la Cena o el Partenón”.[4] Pero el atractivo que ejercen esas obras excelsas no nace tan sólo de sus admirables cualidades estéticas; la imaginación que en ellas se despliega es la misma que “permite generalizar los datos de la experiencia, anticipando sus resultados posibles y extrayendo de ellos ideales de perfección”; esas obras, a la vez que permiten columbrar un futuro que ya no será una prolongación glorificada del presente, fortifican en quienes se abren admirativamente a ellas esa vocación idealista que no es sino la de servir a ese futuro del que ofrecen el anticipo.
Se advierte cómo por debajo de esa corteza esteticista Ingenieros está reelaborando el credo a la vez filosófico y político que en la etapa anterior él mismo había configurado bajo el signo de un cientificismo que, como advierte ahora con claridad, no satisface ya las exigencias del nuevo Zeitgeist. En un mundo que no había necesitado estallar en la gran conflagración de 1914 para que los observadores más avisados advirtieran que había perdido toda seguridad en su...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Colección
  4. Portada
  5. Copyright
  6. Prólogo
  7. 1. Intelectuales en la primera democracia argentina (1910-1943)
  8. 2. La trayectoria de un intelectual público en la Argentina de entreguerras: Monseñor Gustavo J. Franceschi
  9. 3. Las angustias de un observador distante: Eduardo Mallea y la “Argentina invisible”
  10. 4. La ávida curiosidad de Carlos Real de Azúa
  11. 5. José Luis Romero: una cierta idea de la Argentina
  12. 6. La Cepal en su contexto histórico: Raúl Prebisch y la herencia del pasado colonial en el desarroolo económico latinoamericano
  13. Notas
  14. Fuentes