Íconos y mitos culturales en la invención de la nación en Colombia
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Íconos y mitos culturales en la invención de la nación en Colombia

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Íconos y mitos culturales en la invención de la nación en Colombia

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A punto de que Colombia fuera un Estado fallido, ¿cómo llegaron a ser los colombianos normativamente pluriculturales? Vistas en un marco global, ¿qué características sellaron sus experiencias básicas a lo largo de dos siglos de existencia independentista? La solución de esos interrogantes sirve de excusa al autor de este libro para el escrutinio detallado de los íconos culturales unidos al mito originario de los colombianos, cuya ley de circulación circular coartó el surgimiento de lo nuevo, y del mito cultural de la Atenas suramericana, con que se intentó compensar el fracaso en la instauración de un estadonación moderno. Concebido como reconstrucción de la elaboración de esos mitos en el discurso de la memoria cultural impuesta a los colombianos, y realizado a partir de las relaciones entre las diferencias reprimidas en sus procesos, este libro se cierra con un análisis de la fotografía oficial del acto en que se comunicó al país la sentencia del Tribunal de la Haya sobre el diferendo con Nicaragua en el 2013.

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SECCIÓN III

1885: LA ATENAS SURAMERICANA EN LA CAPITAL DE LA MODERNITÉ

La pieza oratoria que Marco Fidel Suárez, gramático, místico, funcionario estatal y dirigente político conservador, leyó en Bogotá el 12 de octubre de 1911 en la Academia de Historia y Antigüedades, la única que funcionaba entonces con alguna regularidad, se tituló: “Elogio de don Rufino José Cuervo”. Aquejado de una arteriosclerosis general, causante de una cefalea crónica permanente desde hacía una década, y condenado a la invalidez por una grave hipertrofia prostática, después de un segundo derrame cerebral, el filólogo bogotano acababa de morir en París. Solo Marie Bronté, su ama de llaves, lo acompañó hasta el final.
Suárez fue muy puntilloso en exigir observancia de normatividades retóricas en cuanto a géneros y subgéneros literarios, pero aquí continuamente las contravino. El discurso que redactó en honor a Cuervo lo llamó “Elogio”. Sin embargo, los lineamientos ilustrados y modernos para ese tipo de piezas los dejó de lado. No fueron de la incumbencia de Suárez los marcados por Bernard le Bovier de Fontanelle, desde su cargo de secretario perpetuo de la Académie des Sciences en París durante el Siglo de las Luces, con lo que imprimió al Eloge su sello personal, ni los dados por August Wilhelm von Schlegel desde los tiempos en que publicó su revista Athenaeum. De manera que su propósito no consistió en ofrecer un balance de los avances conseguidos y las problemáticas abiertas por Cuervo ni pretendió moverse entre el panorama biográfico y el juicio libre, al exponer la situación en el campo investigado y los adelantos conseguidos con su aporte, de manera que interesara inclusive a quienes no estuvieran familiarizados con tales asuntos.
Pero justo por lo que tiene de anticuado y de panegírico la pieza oratoria de Suárez, hay en ella un pasaje que reviste significación particular, no solo por las perspectivas psicológicas, los velos de las convenciones sociales y políticas y las facilidades retóricas visibles en él. Se trata del fragmento en el que le adjudicó a Cuervo papel decisivo en un asunto, cuyos dos aspectos principales se ofrecen como base para renovadas interrogaciones. Por muy difíciles que fueran en 1911 las evocaciones consoladoras de una perdida Edad de Oro, cuyos paladines habrían sido Miguel Antonio Caro, muerto dos años atrás, y Rufino José Cuervo, acabado de fallecer en su retiro voluntario en París, Suárez —su único posible heredero—, la invocó:
Sí, entonces se comprendió no ser hipérbole sugerida por iluso patriotismo ni por parcialidad regional el haber en esos esfuerzos un gran fondo de aticismo. Por eso desde el Plata hasta el Colorado los literatos de América rindieron aplauso a sus hermanos del Tequendama. Por eso llegó a ser mirada Bogotá como ciudad helénica del Nuevo Mundo español, pues en ella se hermanaban la inspiración y la ciencia con las sales y el donaire; así como el valor guardado en las membranzas de su historia ha formado feliz mezcla con la urbanidad y la belleza. Todo lo cual ha hecho pensar naturalmente en la capital de una Ática nueva y andina, asentada no a la sombra de la Acrópolis, sino al pie de estos montes teñidos de azul violado en las tardes de espléndidos ocasos; no batida por las ondas inquietas del Egeo, sino puesta sobre esta sabana que un poeta llamó perenne sonrisa de la tierra. (405)
El príncipe de quienes habían aprendido con él en Bogotá a amar, cuidar y cultivar a su manera, y con sus objetivos propios, la lengua castellana acababa de padecer muy lejos una muerte rayana en lo afrentoso, y su obra estaba trunca desde hacía tiempo. Lo dicho por el heredero obligatorio, quien se sabía inferior al papel protagónico que estaba llamado a desempeñar en una pieza oratoria en que muerte y herencia, las cosas realmente dramáticas de la hora, apenas aparecen tratadas entre líneas, no debe ser, sin embargo, malinterpretado. En medio de la angustia e indiferencia, las que no le estaban política ni socialmente permitido reconocer como tales, Suárez pretendió realizar una apretadísima síntesis del núcleo de actividades y actitudes que veía como propias —la pobre lista del haber— de la Atenas suramericana: un ethos que calificaba de ático, un núcleo de quehaceres mancornados (poesía y artes inspiradas, disertación filológica) y un talante de gracejos, donaires y galantería. El resto son facilidades, juegos retóricos que, al parecer, eran inconsciente y conscientemente del gusto de Suárez, como se aprecia en lo que hace aquí con la hipérbole y el lugar común del locus amoenus. Como figura retórica de lenguaje, la hipérbole no tiene, por su exageración intrínseca, por su énfasis esencial, sentido literal. Suárez se regocija pretendiendo haber encontrado una hipérbole que sería lo opuesto a lo que, por principio, son todas las demás, mientras que le basta con aludir al lugar común del locus amoenus para metamorfosear a Bogotá en paisaje ideal.
Sin embargo, Suárez no era quien para poder reflexionar sobre las ficciones constitutivas de la denominación “Atenas suramericana” ni abrigaba ningún interés en su potencial historización crítica. Pues la cuestión no era apenas cómo los protagonistas de la supuesta alta cultura de la Atenas suramericana se habían visto a sí mismos y a los otros; merced a qué artilugios, cómo se representaron y con qué imágenes a sí mismos y a los otros, para sí y para los otros; ni dentro de qué imaginarias coordinadas geográficas e histórico-culturales se habrían movido. Estaba en ella involucrada también la fuerza desmistificadora, desnaturalizadora de la más simple historización de ese mito, que Suárez reprimía. Empero, en lugar de permitirse notar lo absolutamente contingente y anacrónico que había sido apoderarse del nombre “Atenas suramericana”, dentro del doble entrecruzamiento intercultural de los enunciados que habían dado lugar a ese término en 1864-1867, Suárez procedía a convertir los efectos inducidos de feedback —el autorreconocimiento en espejos deformados con que se había afianzado para uso doméstico ese mito político-cultural— en algo que tenía que darse “naturalmente”.
El “Elogio de don Rufino José Cuervo” pone así de presente las condiciones prerreflexivas de funcionamiento de las formas culturales que caracterizaron a los portadores del mito cultural de la Atenas suramericana todavía a comienzos del siglo XX. Una vez vuelto a lanzar, después de un obligado silencio, este mito, una deformante percepción autoinducida habría servido de base para reivindicar y legitimar ese título, y de esa manera las actividades desarrolladas bajo ese palio obtuvieron una fuerza y validez cultural potenciada que no poseían por sí mismas. Pero afianzar la legitimidad alcanzada de ese modo exigió crear defensas para bloquear cuanto pudiera mover a interrogarse acerca de “orígenes”, “funciones”, “intenciones” y, en fin, el lugar que tomaba ese mito en la realidad colombiana. Ya tarde, después del año 1898, de la Guerra de los Mil Días y de la separación de Panamá, Suárez intentaba contribuir a que siguiera teniendo efectos reales en términos de poder, mientras que entonces el mundo no podía haberse transformado más. El año 1910 fue “un momento esencial” dentro de ese proceso de cambio general.

París, 1885: ¿una constelación feliz?

Existe una constelación completamente fortuita, sin que por eso deje de ser a primera vista la más feliz imaginable, para abordar la significación y las connotaciones del núcleo bosquejado por Suárez como definitorio de la Atenas suramericana. Es aquella que hizo coincidir en París, en pleno 1885, al joven Silva con los hermanos Rufino José y Ángel Cuervo. Establecidos en la ciudad en un amplio apartamento de la calle de Massonnier, Silva fue con frecuencia huésped de estos cuando residió o se encontró allí de paso. Cabe calificar la constelación de feliz, pues ofrece una ocasión única para calibrar —en términos comparativos y desde el punto de vista del momento, del instante— la revolución cultural que tenía lugar entonces en París, capital de la civilización, del siglo XIX (Benjamin) o de la modernidad (Harvey), contrastándola con la cultura antimoderna característica de la Atenas suramericana, de la que eran portadores tanto los hermanos Cuervo como el joven Silva, cultura que les impidió darse por enterados de esa revolución. Por otra parte, es ese también el momento en que Friedrich Nietzsche, en el marco de una proyectada “Crítica de los prejuicios morales” (578), propuso lo que designó con el nombre de “Genealogía” como método de investigación y crítica histórica. Precisamente con su ayuda resulta factible confrontar lo que se ha llamado aquí condiciones prerreflexivas de las formas culturales de la Atenas suramericana, con interrogantes de orden histórico-cultural y sociohistórico acerca de las condiciones para la imposición de sus pretendidas normas y valores.
En casi todas las esquelas y cartas que Silva hizo llegar a París desde Bogotá a Rufino José Cuervo entre 1889 y 1895, la rememoración de los encuentros que habían tenido después de que le conoció personalmente, junto con su hermano, fue constante y reiterada. Al reanudar el contacto después de cuatro años, el 1 de abril de 1889, Silva escribió:
Siempre recuerdo con placer nuestras noches en su casa y la acogida cordial y encantadora que encontré en ella. Crea usted que cuando así lo recuerdo y pienso en la labor obstinada y enorme de su vida, consagrada a una obra digna de ella, le pido a Dios, muy de veras, por que le dé a Ud. fuerzas para coronarla. // Saludo muy cariñoso al Dr. Don Ángel. (26)
Con el cambio de un “mi muy respetado amigo”, que encabeza esa carta, al “mi muy querido amigo” de la siguiente, Silva repetía el 19 de agosto de ese mismo año:
A nuestro común amigo Nicolás J. Casas, que tuvo la fineza de pedirme que la hiciera algún encargo, le supliqué mis más cariñosos recuerdos para Ud. y el Sr. Dn. Ángel, en una visita que les hará en mi nombre, para decirles que ni la distancia ni el tiempo alteran en un punto mi cariño por Uds. ni las encantadoras impresiones de los ratos pasados en su casa, en otro tiempo. (29)
Con todo cuanto puede tener de fórmula de cortesía protocolaria, en esa manera de mantener vivo el recuerdo personal y de hacérselo saber al destinatario se destaca la evocación de un escenario y una interacción, a la que vuelve Silva, en octubre de 1889, cuando planeaba escribir en Caracas una crónica biográfica sobre Miguel Antonio Caro destinada a la revista venezolana quincenal El Cojo Ilustrado, pero que no escribió:
Confío en saber pronto de Ud. en respuesta a ésta. Cuénteme de su salud, cuénteme de su labor enorme, de su vida, porque todo eso me inspira inmenso interés. El cariño de hace años y la impresión ennoblecedora que me dejan los momentos pasados con Ud. están vivos. Róbele unos minutos a su trabajo y dedíqueselos, que bien sabrá agradecerlo, a su amigo affmo. y respetuoso que lo recuerda siempre.
La posdata de esa carta rezaba: “Mis mejores recuerdos al señor don Ángel” (98). ¿Quién era Joseíto Silva y quiénes los hermanos Cuervo, ya legendarios en Bogotá, cuando este les visitó en París, en el año de gracia de 1885?

El joven José Asunción Silva

José Asunción Silva era hijo de Ricardo Silva, un comerciante de la clase bogotana culta, dueño de una tienda de artículos importados (paños y telas, camisas, cuellos y puños de color, calzado, papel de colgadura, objetos de decoración), quien tenía aficiones literarias. Escribió muestras del género narrativo más solicitado en la época en Bogotá, el cuadro de costumbres, y alcanzó figuración en el reducido ambiente literario. A los 19 años, el joven Silva cargaba sobre los hombros una vocación de poeta y una carrera de vendedor de almacén y comerciante importador, impuestas por ese padre.
José estaba destinado a cumplir la vida de creador de gran poesía que le había estado vedada a Ricardo Silva y a alcanzar las cimas que aquel, cuando más, imaginaba como lector. Por eso, con una de sus primeras composiciones y sin haber acabado de entrar en la adolescencia, había debido encargarse de manera vicaria de una tarea que tenía que rebasarle: escribir en representación tácita de Ricardo Silva el poema a la hija recién muerta, que tantos padres escribieron en el siglo XIX. Víctor Hugo pudo hacerlo, Mallarmé escribió 202 hojas para su hijo Anatole, sin conseguirlo. En cuanto a la carrera que se le reservó, a los 13 años el adolescente Silva dejó de asistir a la escuela para incorporarse como ayudante y vendedor a la tienda de su padre. Su misión fue contribuir a que esa pequeña empresa comercial familiar se mantuviera y reprodujera en el paso intergeneracional. Negocios como ese, con una reducida clientela fija, no se encontraban en ese momento sometidos a la competencia de una institución existente en París desde casi medio siglo atrás. Los grandes almacenes (grands magasins), las tiendas de departamentos, eran tan desconocidos en Bogotá como los grandes bulevares y todo ese mundo nuevo que llevó a Baudelaire a hacer de la experiencia del shock, según Benjamin, “el corazón de su trabajo de artista” (Gesammelte Schriften 616).
Como para todos los negocios de importación, con créditos y deudas por cubrir de acuerdo con el patrón oro, las fluctuaciones del valor de la moneda colombiana eran para los Silva la fuente principal de incertidumbres. Para ser socio en la tienda de su padre el joven Silva debió ser habilitado notarialmente, pues a los 18 años no alcanzaba todavía los requisitos mínimos de edad para tener responsabilidades financieras ante la ley. En esas condiciones, con relaciones familiares que por razones de fuerza mayor apenas le sirvieron a medias, el joven Silva viajó a Londres y a París para tener mundo, tomar contacto con proveedores e informarse de cuestiones relacionadas con la tienda en Bogotá.
No existen fotografías de sus primeros tiempos de vendedor, pero sí un retrato hecho en 1885 en el estudio de Nadar en París. Muestra al joven Silva tal como quería ser visto a diario por contrapartes, clientes y conocidos, acabado de acicalar en la barbería y con prendas recién compradas. Le era extraña la idea de que, poniéndose así en escena, el control de esa tecnología podía servirle para mostrar su propio yo. Cuando salió de Bogotá había escrito un cuaderno de juvenilia, que constituye casi la mitad de los poemas que al cabo de un siglo los editores le adjudican: 53 de 130. Es fama que durante su permanencia en Europa Silva solo habría escrito las catorce líneas de un soneto.

Rufino José Cuervo

Vástagos de María Francisca Urisarri y Rufino Cuervo Barreto, dueño de tierras, abogado, político conservador que llegó a ser vicepresidente y candidato a la presidencia, descendientes de españoles trasladados al Virreinato de la Nueva Granada en la segunda mitad del siglo XVIII, en 1885 Rufino José tenía 41 años de edad y su hermano Ángel Augusto 47. Desde la infancia rural que por tiempos habían compartido, los dos habían estado más cercanos entre sí que con sus otros cinco hermanos. Huérfano de padre a los 9 años, Rufino José recibió su instrucción elemental en un establecimiento del que era propietario su hermano mayor, Antonio. Acerca de su formación señaló Fernando Antonio Martínez, su segundo biógrafo:
La educación regular de Cuervo, su paso por las aulas, fue, pues, en extremo precaria [...] Faltóle la continuidad en el desarrollo de sus estudios, condición que a muy pocos les es dado suplir; faltóle, igualmente, una enseñanza de tipo superior, orgánica, coherente y metódica, sin la cual el espíritu mejor dotado, por fiel que permanezca a la disciplina escolar, adolecerá de fallas y lagunas irreparables. (72)
Esas anotaciones las cerraba señalando que “nada de esto se advierte en él”, para pasar a referirse a su “especialización” como autodidacta. La ruina económica familiar y los reveses en la explotación de minas de hulla y de sal tuvieron fin después de 1868, cuando Ángel y Rufino José, quienes habían tomado a su cargo a su madre, consiguieron rehacer y acrecentar su capital e ingresos, produciendo y vendiendo cerveza. El gestor principal en esa empresa semiindustrial, establecida en la casa en donde residían en el centro de Bogotá, fue Ángel.
Rufino José lo secundó, mientras seguía dedicado a intereses de autodidacta en la lexicografía y la gramática. El conocimiento del latín formaba parte principal de su capital cultural. Lo había invertido tan pronto pudo en la preparación, junto con Miguel Antonio Caro, también descendiente de españoles am...

Índice

  1. portada
  2. portadilla
  3. creditos
  4. PROEMIO
  5. SECCIÓN I
  6. SECCIÓN II
  7. SECCIÓN III
  8. SECCIÓN IV
  9. Referencias