Fragmentos de Bagdad
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Fragmentos de Bagdad

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Fragmentos de Bagdad

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Fragmentos de Bagdad saca a la luz una imagen de la capital iraquí alejada de los tópicos creados en los últimos años: una ciudad abierta, diversa y culta, a la que solo las constantes guerras han sumido en un ciego radicalismo en el que aún existen resquicios de razón y esperanza.Yúsuf, quien ha vivido los mejores años de Bagdad y se muestra tan melancólico como optimista respecto al futuro, y su joven sobrina Maha, cuya vida ha estado salpicada por atentados, secuestros y violencia, se enfrentan en una discusión irresoluble sobre el futuro de su país. Su ruptura no es más que el símbolo de la ruptura de todo un pueblo.Sinan Antoon acomete con la mayor delicadeza y con gran emotividad el relato de la descomposición de una cultura en manos de la demencia política, de la pérdida y disolución del pasado en favor de la radicalidad del presente.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788416142767
Categoría
Literature

LA MADRE TRISTE

Sacude el tronco de este instante
y sobre ti caerá
generosa la muerte
.
MARÍA, LA IRAQUÍ

1

Entré a oscuras en nuestro dormitorio. En realidad no era nuestro dormitorio, sino una sala de espera del tamaño de una casa, tal y como ha sido nuestra vida en los últimos tiempos. Me descalcé y me tendí en la cama, hundí la cara en la almohada fría. Mi dolor despertó de repente, como de costumbre en este último año. El ritmo de los gemidos fue cobrando fuerza hasta estallar en un sollozo empapado en lágrimas. Se me había olvidado cerrar la puerta, me iban a oír llorar. Enseguida sentí los pasos de Loai acercarse por las escaleras; luego el sonido del interruptor al encender la luz, y su voz repitiendo mi nombre bajito para preguntarme:
—¿Estás llorando?
La luz irrumpió violenta en el dormitorio.
—No, no. Apaga, por favor —le rogué yo.
Me aferré a la almohada, la doblé hacia mí para protegerme de la luz.
—Por favor, apaga —repetí entre lágrimas.
La penumbra volvió al cuarto, Loai cerró la puerta y dijo:
—Bueno, ya está… Tranquila.
Se acercó a la cama y se sentó en un extremo. Sentí su mano sobre el hombro derecho. No me moví, seguí dándole la espalda. Continué acurrucada como un feto que durmiese dentro de un útero invisible. Él alargó la mano para secarme las lágrimas, y yo me encogí más aún. Me sentí culpable, aunque fue un gesto instintivo que no pude controlar. Retiró la mano y noté que se tumbaba a mi lado. Se giró y me abrazó por la espalda. Me abrazaba con precaución, sin decir nada. Más allá de las lágrimas, en silencio, pensé: «¿Estará cansado de mí?».
Ya no decía mucho. Ya no decía nada cuando la tristeza me abrumaba y perdía los nervios. Me abrazaba en silencio, y yo lo prefería. El silencio consuela más. Sentí que mis lágrimas solas daban voces en medio de la oscuridad del cuarto. Cómo no habría de estar cansado, si yo misma lo estaba de cargar con aquel peso en el corazón. A pesar del cansancio, él no decía nada porque no quería hacerme daño.
—Cuando nos vayamos, todo irá bien.
Ese había sido nuestro lema durante meses hasta que ocurrió. Y yo lo repetía con él.
—Sí, en cuanto nos vayamos, todo irá bien.
Pero nuestra fe en aquel estribillo, que repetíamos como una oración a la que poder aferrarnos, era distinta. Había muchos días en los que me asaltaban las dudas y una misma pregunta, repetida con insistencia, se abatía sobre nuestro lema: ¿saldría todo «bien» incluso cuando yo terminara de estudiar y saliéramos de aquel infierno? O tal vez la oscuridad de aquel pozo en el que yo había caído, seco de no ser por las lágrimas, me seguiría allá donde fuese. Loai no había caído en el pozo. Nadie más que yo lo había hecho. Pero Loai me había visto caer. Me veía agachada en el fondo, veía con sus propios ojos los efectos que la caída había tenido en mí. Y yo lo veía alargar la mano para intentar rescatarme y casi siempre fracasar en su intento. El pozo era hondo y nadie podía bajar hasta él; y era estrecho: apenas cabían en él más que mis penas. No era un pozo figurado, sino un pozo real que yo habitaba en una pesadilla recurrente.
Me veo a mí misma dormida en la cama de una habitación de un aséptico hospital. Los techos son altos y blancos, como las paredes. La bata de la doctora, el pañuelo con que se cubre la cabeza, los uniformes de las enfermeras de pie en torno a la cama y todos sus pañuelos, también los de ellas, son blancos. En el sueño yo no soy médico, sino paciente. Siento como si una piedra durmiera en mi cabeza. Sus miradas se dirigen a la derecha de la cama. Me giro con dificultad y veo un bebé en mantillas, con los ojos cerrados, en una cuna. Agita los brazos y las piernas como un gorrioncillo que quisiera echar a volar. Mi corazón bate sus alas y vuela hacia él. Quiero abrazarlo y besarlo. Estiro la mano, pero no llego. Les digo que quiero tenerlo en mi regazo. No oigo mi voz, ni la de ellas al responderme. La doctora sonríe mientras me indica con un gesto de la mano que me acerque a él. Intento levantarme, pero siento que todo gira a mi alrededor y también un fuerte dolor en la cabeza. Las enfermeras sonríen, pero ninguna acude en mi ayuda. Me siento en el borde de la cama, pero no noto el suelo bajo los pies. La doctora y las enfermeras desaparecen. Cuando miro hacia abajo, no veo más que oscuridad. Me desplomo como una lágrima hacia el fondo del pozo oscuro. Oigo resonar mi grito y mi llanto en la caída. Cuando choco contra el fondo, oigo el ruido del impacto. Me acurruco y oigo llorar a un niño. Mi hijo. Pero no lo veo. Estiro la mano y grito.
Despierto empapada en sudor y lágrimas, encogida como un niño que llora a su madre. No, como una madre que llora a su hijo.

2

Sin duda Loai también estaba pensando mientras me abrazaba. Me pregunto cuándo volverá a ser todo como antes; a una situación que pueda parecer normal. Confiaba en poder quedarme embarazada de nuevo, en que un nuevo bebé sería un fruto que compensara el que se malogró, que borraría las penas del pasado. Eso era lo que decían casi todos para consolarnos:
—Venga, levantad ese ánimo, que Dios os compensará con otro.
Yo, desde el principio, no puse objeción alguna, a pesar de lo difícil que sería seguir estudiando en ese estado. Sin embargo, fui capaz de conciliar el embarazo y los estudios. Mi madre siempre estaba dándole vueltas a la cuestión, y mi suegra también. Estaban en su derecho de reclamar un nieto o una nieta. «Dios dirá», les respondía yo, pero ahora parecía que el asunto iba a requerir un milagro. Después de lo que pasó, no nos acostamos más de tres o cuatro veces. Y nunca conseguíamos acabar. Yo deseaba desear. La primera vez respondí a los besos y caricias, pero un cúmulo de sentimientos, extraños e inusitados para mí, comenzaron a gestarse en mis entrañas. Tan pronto como su boca se acercó a mis pezones para besarlos o chuparlos, me eché a llorar y tardé una hora en serenarme. Él me abrazó fuerte, se excusó diciendo que tal vez se había apresurado. Yo también me excusé. Se mostró amable y comprensivo. La segunda vez, unos días más tarde, yo estaba mentalmente preparada, pero mi cuerpo no respondía en absoluto. Lo único húmedo que mi cuerpo estaba dispuesto a segregar eran lágrimas. Era como si el cuerpo mismo estuviese de luto por lo que por la fuerza le habían arrebatado. Me pregunto si el cuerpo piensa a espaldas de la mente, si rechaza lo que esta le dicta. Eso es lo que he empezado a pensar.
Después de aquello, Loai intentó mostrarse cariñoso en varias ocasiones, pero yo siempre encontraba una razón para posponerlo o escabullirme, argumentando cansancio o falta de humor. Ni siquiera cuando él tenía una erección a mi lado, estando dormido, e intentaba tomar mi mano para acercársela, yo respondía. Acabó por cansarse de tantas y tantas negativas y dejó de intentarlo. No lo sé, tal vez él se alivie en el baño a diario. O quizá en la cama también. En una ocasión me desperté al sentir que la cama se movía, pero seguro que se detuvo cuando me oyó.
Yo sé que ve películas pornográficas en el ordenador, pero no me importa. ¿Debería eso apenarme o enfadarme? No siento deseo y no puedo fingirlo. Él se esfuerza por borrar el rastro del historial de visitas a esas webs en las que entra con el ordenador pequeño de casa, y que sin duda visita con mucha frecuencia desde el ordenador del trabajo.

3

Me sentí culpable por haber estallado como un volcán delante de Yúsef. Agradezco la generosidad y la bondad con que nos ha alojado todo este tiempo, y estaré en deuda con él mientras viva. Pero ya no soporto su filosofar, su manera de allanar las cosas y esa bonachonería que raya en la ingenuidad. Quiero ver las noticias y luego comentarlas, mostrar mi opinión libremente, sin meterme en discusiones profundas que me hagan sentir incómoda porque debería mostrar más respeto por mi anfitrión y sus ideas. Quiero insultar a quien me apetezca y criticar a quien me dé la gana. Incluso «con falta de objetividad», como repite él. Pero no estoy en mi casa ni puedo volver a ella. Mi casa ya no es mi casa. Yo ya no tengo casa. Claro que podría quedarme en nuestra planta viendo las noticias en paz. Que tampoco es que yo las vea mucho. Pero no está bonito actuar como si estuviéramos en un hotel, no pasar un rato con Yúsef cuando surge la ocasión. Es él quien nos acoge de buen grado, y hasta se niega a cobrarnos el alquiler.
Cuando conseguí dejar de llorar y aplacar mi tristeza, quise preguntarle a Loai qué había dicho Yúsef después de que yo me marchara, si había seguido enfadado. Pero comprendí, por el ritmo de su respiración, que se había quedado dormido. Como de costumbre, había tenido un día largo y agotador. Entonces sentí más el peso de la culpa. Pediría disculpas a Yúsef al día siguiente antes de ir a la universidad y, en cuanto pudiera, le cocinaría su plato favorito, tepsi de berenjenas. Seguro que me perdonaría. Él sabe el cariño y el respeto que le tengo por mucho que difieran nuestras opiniones sobre nuestro destino en Iraq y la radicalización del sectarismo. Su corazón es capaz de abarcar el mundo y a mí también.
Sí, le pediré disculpas a pesar de que insisto, porque estoy convencida de ello, en que vive en el pasado. Incluso cuando sale de él para volver al presente sigue aislado dentro de las fronteras de su propio mundo. Aunque tenga la mente abierta y esté pendiente de las noticias, él no vive lo que vivo yo a diario. Es cierto que sale a por el periódico y a hacer la compra, y que de vez en cuando queda con un amigo, pero seguro que ese amigo suyo también vive en el pasado. Seguro que se ponen los dos a suspirar por lo que han dejado atrás y a evadirse del presente. Se pasa la mayor parte del tiempo en casa escuchando canciones antiguas, leyendo, sentado en el jardín o cuidándolo. Pero su hermoso jardín es una isla que no tiene nada que ver con el espanto del mundo exterior en el que vivo yo. Sentado ahí dentro ni siquiera se ve la calle. Él no tiene que vérselas a diario con todo lo que yo tengo que afrontar. No oye lo que yo oigo, ni ve lo que yo veo. No puede ni imaginar qué siente una mujer al enfrentarse a todas esas miradas. Miradas que parecen estar examinándome a través de un aparato de rayos X sociales con el que diagnosticar la naturaleza de la enfermedad y la infección que sufro por no ser como ellos, de los suyos. Esas miradas no vienen solo de los ojos de los hombres, incluso las mujeres me miran y me hacen sentirme como una ramera por no llevar la cabeza cubierta con un pañuelo. Hasta algunas compañeras mías de la universidad murmuran y me lanzan a veces miradas de reprobación. Sé que lo comentan. Durante dos años me resistí, pero al final me vi obligada a hacer concesiones y empecé a usar un echarpe para salir —algo que normalmente solo hacía para ir a la iglesia—, y todo por evitar que me miraran, o al menos que no me miraran con tanta inquina.
Lo único que deseo es vivir en un sitio donde sea igual que los demás. Caminar, salir, entrar, que no me señalen o me recuerden que soy distinta. Un funcionario me dijo un día —al leer un impreso que yo había rellenado con mis datos personales para una formalidad—, comentando el nombre de mi padre:
—El nombre George es extranjero, ¿no?
—No, no es extranjero, es iraquí —respondí yo con decisión.
—¡Cómo no va a ser extranjero! Igual que George Bush.
—No. Igual que el cantante George Wassouf y el presentador George Kurdahi.
Puso el sello al impreso, me lo devolvió, y sentí la altivez y el odio que destilaba su mirada cuando zanjó la cuestión diciendo:
—¿Qué pasa? ¿Que no hay nombres? ¿Por qué no usáis nombres árabes?
No respondí. De nada sirve discutir con quien es de natural cruel e ignorante. No era la primera vez ni fue la última. Cuando se lo conté a mi padre, me habló de Abdul Salam Arif, que gobernó el país mucho antes de que yo naciera, de cómo un día, dirigiéndose a una muchedumbre que lo escuchaba dijo:
—Desde hoy no habrá más johnnies ni más georges. Mi padre, Hamed, y mi hermano, Hamud.
Y añadió que Abdul Salam Arif estaba como una cabra, que un día en un discurso, cansado de que con tantos vítores no le dejaran acabar, les dijo:
—Basta ya, dejadme terminar de una vez con la mierda esta.
Un día que me había llevado a la universidad unos klichas en una bolsita, y cuando saqué uno para tomármelo antes de entrar en clase, uno de mis compañeros —que sabía que yo soy cristiana— me preguntó extrañado:
—Ah, ¿pero vosotros también tomáis klichas?
Sin poder ocultar cuánto me molestó, respondí:
—Claro que comemos klichas, y bebemos té y agua igual que vosotros. ¿Qué te crees? ¿Que somos marcianos?
No satisfecho con eso, me preguntó por el Año Nuevo:
—He oído que en Nochevieja, a las doce, el cura apaga la luz y dice que cada uno bese a la chica que tenga al lado. ¿Es verdad eso?
Cogí la bolsa de klichas y mis libros y me marché de allí con mi mosqueo. No volví a dirigirle la palabra, y hasta hoy no ha venido a disculparse por su ignorancia.
Me saca de quicio leer de vez en cuando, en los comentarios de Facebook, acusaciones de que algunos cristianos colaboran con la ocupación trabajando para el ejército americano. Yo les respondo recordándoles que los musulmanes también colaboran con la ocupación; que los políticos iraquíes que hicieron propaganda de la ocupación, los que hicieron un llamamiento a los americanos para que invadieran Iraq y trabajaron con ellos durante años, eran musulmanes. Con muchos signos de interrogación y admiración, escribí mi respuesta en forma de pregunta: «¿Acaso no proviene la mayor parte de la élite política de la ocupación? Y todos estos partidos religiosos y sectarios, ¿no colaboran con la ocupación? Los hay apoyados por Irán, por Arabia Saudí o por Turquía pero, ¿quién nos apoya a nosotros?». Borré a más de un «amigo» o «amiga» de mi lista por permitir a otros que escribieran comentarios sectarios contra los cristianos en su muro.
Estoy cansada de que todo y todos me recuerden, venga o no a cuento, que pertenezco a una minoría. Ni siquiera llevo ya colgada la cruz de oro que mi abuela me regaló por la primera comunión. Al principio tomaba la precaución de metérmela por dentro de la ropa para evitar las miradas curiosas. Pero cuando se me rompió la cadena, no la llevé al joyero para que me la arreglara. Me contenté con devolverla a su cajita junto con la cadena y llevarla guardada en la cartera para que me protegiera. A veces, en casa, la saco, la beso, me acuerdo de mi abuela y me echo a llorar.
Quiero vivir en libertad, llevar al cuello lo que me guste y la ropa lo larga o corta que me parezca. Yúsef me ha advertido más de una vez que emigrar a un país de mayoría cristiana no estará exento de problemas y dificultades, que no supondrá dejar de sentir que formo parte de una minoría. Dice que allí me veré expuesta a la xenofobia por ser árabe. Habla como si hubiera estado viviendo allí durante años, a pesar de que hace muchísimo que no viaja y de que, a esos países, solo hizo visitas cortas y en grupo. Yo le dije que estoy dispuesta a soportarlo, a aceptar lo que sea con tal de liberarme, de vivir lejos de los atentados y del terror sectario.
—Tú verás —murmuró él.

4

Yúsef sigue hablando de cuando las cosas estaban tranquilas, de la estabilidad. Pero ni mi mente ni mi memoria asocian a esa palabra una imagen clara. No es la estabilidad la tónica de mi pasado personal, sino todo lo contrario, ni siquiera antes de la caída del régimen y la llegada de los americanos. En mi infancia no veo imágenes de esas que muestran las películas, al menos las películas convencionales, felices. Una tarta de cumpleaños con velas, y yo soplando rodeada de los que me quieren y me cantan, y una vez apagadas, abriendo los regalos. Sí que existen regalos, fiestas y momentos puntuales de felicidad. Pero ahora me parecen pequeñas islas que flotan en un mar profundo de desdicha, un mar que engulló o se llevó lejos a los que yo quería.
Cómo voy a olvidar la ausencia de mi tío Mujlis, que me mimaba como nadie lo ha hecho después. Mi altísimo tío Mujlis, que me preguntaba cada vez que venía a visitarnos:
—¿Quieres volar, Maha?¿Quieres convertirte en pájaro?
Yo aceptaba contenta su fabulosa oferta viéndole guiñar sus ojos risueños. Pero su ofrecimiento estaba sujeto a unas condiciones irrenunciables. Tenía que darle cuatro besos y abrazarlo «fuerte fuerte», como decía él. A mí me encantaba abrazarlo y nunca me cansaba de darle besos porque olía a fruta y a chicle, y eso me gustaba. Después de los abrazos y los besos me levantaba con sus brazos fuertes y se ponía a darme vueltas por el jardín de casa. Me decía que las alas me nacerían cuando creciera, y entonces podría volar hasta los árboles y posarme en las ramas. De pie, me lanzaba hacia arriba y me recogía. Yo gritaba de emoción y de miedo y le decía que otra vez. Y así seguía hasta que aparecía mi madre:
—Venga, Mujlis, ya está bien. Venid adentro.
Mujlis, mi único tío, desapareció de repente y nunca más volvió a visitarnos, no volví a prepararme con él para volar. Yo preguntaba:
—¿Dónde está el tío Mujlis? ¿Cuándo va a venir?
Me decían que estaba de viaje, que pronto volvería. Yo me daba cuenta de lo triste que estaba mi madre y de cuánto lloraba desde que desapareció. En esos días aprendí una palabra nueva que oía repetir en las conversaciones de los adultos. La oía cada vez que mi madre recibía a los vecinos o familiares y las historias fluían con la cadencia de las lágrimas: secuestro. Solía ir acompañada, la mayor parte de las veces de otra palabra: rescate. Cada vez que yo preguntaba:
—Mamá, ¿qué es un secuestro?
Ella me decía:
—Eso no es cosa tuya, hija. Vete a jugar fuera.
Más tarde comprendí que secuestro significa...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. VIVIR EN EL PASADO
  7. FOTOGRAFÍAS
  8. VIVIR EN EL PASADO
  9. LA MADRE TRISTE
  10. CORDERO DE DIOS
  11. ADVERTENCIA
  12. NOTA DE LA TRADUCTORA
  13. Notas al píe