Azazel
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Azazel

  1. 372 páginas
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Información del libro

Con Azazel asistimos a la controvertida reconstrucción de uno de los momentos determinantes de la civilización occidental: el surgimiento de la Iglesia como institución de poder. Hipa, su protagonista, realiza una marcha por el norte de África y Oriente Próximo en pleno siglo v, al final de la Antigüedad, que no solo será un viaje de autoconocimiento, sino que también le servirá para asistir a la corrupción y crueldad de la época.La obra ha llevado consigo una gran polémica: su autor, Youssef Ziedan, director del Centro de Manuscritos de la Biblioteca de Alejandría, quien no ha tenido reparos a la hora de desvelar la violencia gracias a la cual se impuso la Iglesia, fue duramente atacado por la comunidad copta de Egipto.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788416142750
Categoría
Literatura

Pergamino segundo

La casa del Señor

Recuerdo muy bien aquel mediodía en el que entré en Jerusalén por la parte derruida de sus altas murallas, esa parte que antiguamente albergaba la gran puerta llamada puerta de Sión. Allí fui a parar tras mis viajes, después de largas visitas a las aldeas de Judea (Palestina) y Samaria.
Llegué a Jerusalén a la edad de treinta años, con mi cuerpo y mi alma fatigados de viajar por tierra y cielo, con la vista aturdida de tanto moverse por las páginas de los libros. Entré con paso vacilante, sin otro apoyo que el aire abrasador del mes de Abib (julio). A las puertas de la iglesia mayor me sobrevino un desmayo. Unos peregrinos me llevaron al interior para que se ocupara de mí el sacerdote de la iglesia del Santo Sepulcro, que rio al saber que yo era médico y monje. Una vez que volví en mí tras el desmayo, bromeó diciendo:
—He sabido que eras monje porque llevas la cabeza cubierta, pero tu desmayo me ha impedido adivinar que eras también médico.
Luego me preguntó por mi nombre y le dije que me llamaba Hipa.
—¿Has venido para la peregrinación o piensas quedarte con nosotros, bendito monje?
—Primero la peregrinación, y luego que sea la voluntad del Señor.
Pasé unos días en Jerusalén como peregrino, después de haber estado durante tres años recorriendo los santos lugares, cumpliendo el consejo del santo monje Jaritón, que se había retirado a una cueva inhóspita junto al mar Muerto para adorar a Dios. Al despedirme, me dijo:
—Hijo mío, no entres en Jerusalén nada más llegar a la tierra de Judea. No entres en ella hasta que tu corazón esté preparado para la peregrinación y tu alma esté dispuesta. La peregrinación no es otra cosa que un viaje de preparación, y el viaje no es otra cosa que la revelación de algo sagrado que se oculta en la esencia del espíritu.
En mi recorrido había pasado por los lugares en los que vivieron los discípulos de Jesús, el Mesías, y de donde partieron los apóstoles. Pasé meses siguiendo los pasos de Jesús, tal como se describían en los libros y los evangelios, comenzando por la aldea de Caná, cerca de Nazaret, donde el Mesías obró su primer milagro al convertir el agua en vino para que bebieran los invitados a las bodas, como está escrito en los evangelios. En Nazaret no encontré resto alguno de aquello, ni ningún edificio en pie que pudiera hablarme de aquel tiempo. Todo ello me confundió y me salí del itinerario, dirigiéndome al resto de las aldeas que se citan en el Antiguo Testamento, en los evangelios, en los sagrados libros de la Ley y en los relatos ilegítimos que recientemente hemos dado en denominar «apócrifos». En ese recorrido me asaltaron muchas dudas y en mis sueños vi cosas temibles, hasta que pasaron aquellos tres años de laberintos y llegó esa noche pura y serena en la que vi a Jesús el Mesías en un sueño resplandeciente llenando el cielo con su luz, diciéndome en arameo:
—Si estás buscándome, oh perplejo y perdido, deja tras de ti tu alma, abandona a los muertos, ven a verme a Jerusalén y vivirás.
Jesús me hablaba en mis sueños desde lo alto de su cruz y allí no había nadie más que nosotros.
Al día siguiente de aquellas visiones, con el alba, emprendí camino a Jerusalén. Mi corazón iba suplicando a Dios, pidiéndole a mi Señor que me purificase de los efectos de naufragar en los mares de la perplejidad, que insuflara en mi espíritu paz interior y diera a mi alma la recta fe y la luz de la certeza. No me detuve en el camino que partía de los alrededores de Sidón, donde se produjó aquella visión, hasta Jerusalén, donde quería instalarme para el resto de mis días, más que dos horas, en medio de la noche, en las que intenté dormir bajo un árbol, pero me lo impidieron varias visiones seguidas: el Salvador, que se dolía sobre la cruz del sacrificio; los sollozos de la Santa Madre Virgen; las voces de Juan el Bautista en el desierto; lo que me había ocurrido en la época en que estuve en Alejandría… Aquella noche no pude conciliar el sueño.
Entré en Jerusalén por el camino de Samaria, al mediodía, y se apoderó de mí el sentimiento de hallarme en tierra extraña que siempre me sacudía en las ciudades grandes. Hacía mucho calor y había un gran bullicio. En mi camino hacia la iglesia del Santo Sepulcro pasé por inmensos zocos y casas, junto a monjes, comerciantes y personas de todas las razas: árabes, arameos, griegos y gentes de otras naciones que hablaban entre ellos lenguas que yo no comprendía. Ya había olvidado el gentío de las grandes ciudades durante mi largo periplo por las aldeas de Judea, así que hui del alboroto hacia los muros de la iglesia y su gran portón abierto. Nada más llegar me vencieron el hambre y el agotamiento por haberme entregado a dar alabanzas a Dios. Tan pesado se me hizo el morral lleno de libros y de pergaminos que me desmayé y tuvo que ocuparse de mí el sacerdote de la iglesia.
Pasé unos días haciendo la peregrinación con los monjes. Eran muy amables conmigo, pero no hacían más que preguntarme por los países que había atravesado, por las dificultades que había arrostrado, por las personas santas que me había encontrado en el camino y por los sepulcros de mártires que había visitado. Eran particularmente insistentes en sus preguntas sobre Alejandría. Yo respondía según exigían el lugar y la situación, de modo que pudiera aplacar la avidez de monjes y clérigos.
Durante mis primeros días en Jerusalén estuve pensando en el misterio de la peregrinación. Me preguntaba a mí mismo qué era lo que me había hecho salir de mi país y me había llevado a aquellos santos lugares. ¿Acaso no podría probar la esencia de la santidad en mi alma con un retiro espiritual en un desierto próximo a mi poblado? Y si era verdad que el lugar hacía emerger lo que había en nuestro interior y el viaje revelaba nuestro ser más profundo, ¿acaso no podíamos, por medio de la sumisión, la purificación, la práctica continua de la oración y la alabanza a Dios y la vida del monacato hacer salir de nuestro interior los dones divinos y nuestra oculta santidad? ¿Dónde estaba, entonces, la bendición de los lugares? ¿Acaso la bendición era un misterio dentro de nosotros mismos que inundaba los lugares a los que llegábamos tras un viaje de arrepentimiento y pasión? La veneración que sentí en el momento en que vi los muros de la iglesia del Santo Sepulcro, ¿tenía que ver con la enormidad del edificio, o con el significado oculto tras el mismísimo hecho de la Resurrección? ¿De veras se había levantado Jesús de entre los muertos? ¿Cómo pudo, siendo él mismo Dios, morir a manos de los hombres? ¿Es que podía el hombre torturar y matar a Dios, colgarlo con clavos en la cruz?
—¿Quieres vivir con nosotros en la iglesia, o prefieres vivir en la ciudad para cuidar a los hijos enfermos de Dios y a los que vienen a la peregrinación? —me preguntó el sacerdote médico unos días después de mi llegada.
Lo dejé a su elección. Pero nadie elige, sino que la voluntad del cielo es la que penetra las cosas y las palabras para llegar a nosotros de modo oculto. Eso es lo que le dije y él sonrió satisfecho. Y luego fue lo que Dios quiso. Así me dijo el clérigo de la iglesia del Santo Sepulcro:
—Puedes vivir en la celda que construyó el monje de Edesa, junto al patio de la iglesia. Me refiero a esa habitación que hay a la derecha, saliendo por la entrada principal. Vivirás en ella y así estarás con nosotros y con la gente al mismo tiempo. Esa celda está cerrada desde que falleció2 su morador, hace dos años, Dios lo tenga en su misericordia. Era un santo. Le pediré al siervo del patio que la limpie para ti y podrás vivir en ella a partir de mañana.
En ese momento me di cuenta de que estaban inquietos por mi causa y de que todavía no se fiaban de aquel monje egipcio que había aterrizado entre ellos sin carta de recomendación y sin aclarar el motivo de su venida. Si yo hubiera residido en el monasterio, habría tenido que soportar años de observación y examen antes de que los monjes me aceptasen entre ellos. Y si residía en la ciudad, el bullicio de la gente me mataría. El lugar propuesto era muy apropiado, porque estaba entre la ciudad y la iglesia; ni aquí ni allí, es decir, como yo, entre lo uno y lo otro.
La primera noche en la celda del monje de Edesa, pues así la llamaban, dormí feliz de estar en un lugar en el que se había adorado fielmente a nuestro Señor durante veinte años seguidos. Vi en ello presagios de bien, así como un refugio para mi alma perpleja. Y allí estaba la iglesia del Santo Sepulcro, a la que me habían invitado, cerca de mí, pegada a mí. Desde mi única ventana yo podía ver cómo los creyentes, los piadosos y los feligreses venían en peregrinación a visitarla a lo largo de todo el año.
Los monjes y sacerdotes que servían en la iglesia del Santo Sepulcro eran buenos y sencillos. La mayoría de ellos se acercaron a mí cuando supieron que practicaba la medicina y las artes de curación. No les importó que fuera poeta. Los servidores de la iglesia, los diáconos y los sacerdotes jóvenes solían mostrarme afecto y venían a mí para pedirme que los tratara. Cuando requerían mis servicios los sacerdotes más viejos y los monjes principales, era yo el que iba hasta ellos, dentro de la iglesia.
La mayor parte de las enfermedades de la gente en Jerusalén se debía a la sequía y a la falta de variedad de la alimentación. Por lo general hacían una sola comida con aceite de oliva, pan de harina negra sin cerner, queso de cabra y frutas de mala calidad. La vida de la gente en Jerusalén era dura. El clima de la ciudad era agradable en verano casi todos los días, pero de noche hacía un frío intenso, tanto como en invierno.
Cuando mi alma alcanzó un poco de sosiego, tras meses de estancia allí, y se disiparon mis dudas gracias al gran número de creyentes que me rodeaban, comencé a componer himnos y salmodias de misa en arameo, buscando inspiración en el espíritu celestial que revestía aquel lugar y que lo colmaba de veneración. Uno de los cánticos que en aquel tiempo compuse y que era parte de un largo himno, decía así:
De aquí surgió la luz del cielo,
que acabó con la oscuridad de la tierra y liberó a las almas de la calamidad.
De aquí surgió el fulgor del sol de los corazones,
con el brillo del Salvador, ardiente en misericordia sobre la cruz del sacrificio.
¿Qué es la cruz?
Es el poste y sostén de la santidad, cruzado por otro poste, el de la misericordia.
Abramos al horizonte de la misericordia nuestros brazos y alcémonos ante la santidad.
Seamos las cruces que soportan su cruz,
y sigamos a Jesús.
Los días en Jerusalén transcurrieron tranquilos para mí, compasivos, uniformes, hasta que terminó el invierno del año 140 de los Mártires, equivalente al año 424 de la era cristiana, y la ciudad se preparó para celebrar la fiesta de la gloriosa Resurrección y la Semana Santa. Empecé a ver numerosas caravanas de comerciantes árabes que llegaban a la plaza que se extendía ante la iglesia. Se multiplicaron los colores de las mercancías dispuestas en los estantes de las tiendas de la ciudad, antes vacíos. La gente estaba jubilosa. Mi corazón se iba estremeciendo a medida que se acercaba la Semana Santa. Se me repetían los sueños previos a la aurora, anunciándome la cercanía de un suceso muy importante, pero yo expulsaba de mí esos pensamientos. Poco antes de las celebraciones, aumentó el número de enfermos que me visitaban. Muchos de ellos padecían dolencias causadas por el viaje, particularmente los de edad avanzada. Yo los trataba con productos vivificantes para el cuerpo y con esos medicamentos que los médicos llaman «regocijantes del corazón», pero no hacía que los pacientes se salieran de su régimen usual de comida y bebida sino en la medida necesaria para ayudarles a reponer fuerzas.
Entre las muchas procesiones que pasaban ante mí de camino para visitar la iglesia, la procesión de las ciudades de Antioquía y Mopsuestia gozaba de un prestigio especial. Decenas de sacerdotes, monjes y diáconos caminaban con sus solemnes trajes eclesiásticos, que les daban un timbre de dignidad especial. A la cabeza de todos ellos marchaba el portador de una elegante cruz, con los bordes decorados con pan de oro. Siete pasos por detrás iba, con toda gravedad, el sabio y exégeta Teodoro, obispo de Mopsuestia3. Los seguía una gran multitud de fieles y feligreses que repetían a una sola voz:
—¡Hosanna al hijo de David! ¡Hosanna en las alturas! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Yo los observaba atónito desde el ventanuco de mi celda. Veía la procesión entrando por la puerta grande de la iglesia, como si fuera un cortejo de ángeles que hubiera descendido a la tierra desde el cielo. Había más de veinte sacerdotes y unos cien diáconos, seguidos por una multitud tal que no se podía contar. El obispo Teodoro parecía cansado y feliz. Quise irrumpir en el cortejo, llegar hasta el mismísimo Teodoro, besarle la mano y que él me besara la cabeza, como ocurrió con un hombre de rasgos curdos y traje damasceno. Yo tenía el mismo deseo, pero no el mismo arrojo. Sin embargo, el cielo conocía lo que bullía en mi interior y, por vías celestiales ocultas, el Señor me facilitó, poco tiempo después, encontrarme con el obispo de forma inesperada. Y es que al día siguiente, por la tarde, vinieron a mí un sacerdote de Antioquía y dos diáconos y me pidieron que les acompañara a la residencia donde se alojaba el obispo, en la zona este de la ciudad, para que los tranquilizara sobre su estado de salud. Eso es lo que dijeron. Yo les pregunté, amablemente pero con extrañeza, si en su séquito no había ningún médico. El sacerdote contestó que el médico de su iglesia estaba con ellos, para luego añadir en tono afable y tranquilo:
—Pero es que el sacerdote Nestorio quiere estar más tranquilo aún con respecto a la salud del noble obispo Teodoro.
Aquella fue la primera vez que oí el nombre de Nestorio y aquel iba a ser el primer día en que lo vería. Llené mi morral con hierbas vivificantes, medicinas para reconfortar el corazón y con semillas para curar el estómago. Cerré bien la puerta de mi celda y marchamos juntos, con el sacerdote de Antioquía por delante. Caminamos una media hora, lo suficiente como para que el sol de la tarde hiciera deslizar gotas de sudor por nuestros rostros. Yo vestía el hábito de los monjes de Jerusalén que me había regalado el bueno del sacerdote un mes antes, señal de que me habían aceptado como uno de los suyos. Junto a la puerta nos recibió un sacerdote de Mopsuestia que nos dio de beber agua fría, cosa que agradecí a nuestro Señor. De súbito, sentí que estaba a punto de ver algo extraordinario al entrar en la residencia del obispo a través de un largo corredor, al final del cual, a la derecha, había una puerta desde la que me llegó una voz calmada y grave:
—Bendito médico y honorable padre, su santidad el obispo Teodoro está hablando con unos invitados. ¿Quiere usted entrar ahora, o esperar a que salgan? —me preguntó con amabilidad el sacerdote de Mopsuestia.
Le pedí permiso para entrar y escuchar, si era posible. Él asintió con la cabeza y me abrió la puerta con mucho cuidado y ceremonia. Era una estancia amplia y sombría, con techumbre de palma y bien ventilada. En el centro había una estera rociada con agua aromatizada con esencia de arrayán. A los cuatro lados se alineaban butacas, todas ellas ocupadas por unos cuarenta hombres buenos, entre monjes, curas y diáconos, cuyos rostros revelaban que, en su mayoría, eran gente del norte. Sus teces eran blancas, sin manchas. Sus barbas lucían entre canosas y rubias, hasta el punto de hacerme sentir vergüenza de mi tez morena, de mi aspecto endeble y de mi barba desgreñada, que no era propia de un médico avezado. Por entonces yo no me preocupaba por tener la barba bien cuidada, tal y como hago últimamente.
Me quedé en el lugar más cercano a la puerta. En el centro de la parte que tenía enfrente, el obispo Teodoro estaba sentado sobre una cátedra de madera noble y antigua, con dos reposabrazos. No se percató de mi entrada sigilosa ni de que me había sentado frente a él, aunque un poco lejos. Me sentí atraído por sus palabras, así que presté atención al sentido preciso de cada una de ellas, mientras las rumiaba en mi interior. Sus nítidas expresiones penetraban con facilidad en mi corazón y en mi mente. Aquel día aprendí de memoria buena parte de su discurso y, al regresar a mi celda por la noche, lo puse por escrito. Él decía en griego lo que yo fui traduciendo así:
—En esta tierra sagrada a la que tenemos el honor de peregrinar, queridos amigos, comenzó la nueva era del hombre. Jesús, el Mesías, supone el punto de inflexión entre dos eras. Él inaugura la segunda época de la humanidad. La primera comenzó con Adán y la segunda la inició el Mesías, Jesús. Ambas eras poseen su propia naturaleza y sus propias normas, conocidas desde la eternidad por nuestro Dios, el misericordioso, el padre celestial que creó a Adán a su imagen y semejanza, para que fuera eterno. Pero Adán se dejó seducir por la tentación de Satanás y desobedeció a su Señor comiendo del árbol prohibido, con la esperanza de convertirse en un dios. El maldito Azazel lo engañó con sus insidias y lo hizo pecar; Adán fue castigado con la expulsión del paraíso por medio de sentencia de nuestro Padre, el Santísimo.
»Mas nuestro Señor, que, en su misericordia, ama al ser humano y en un principio lo creó inocente, no quiso dejarlo mancillado por el pecado original para siempre. La piedad de nuestro Señor se impuso, así que envió a su único hijo, Jesús, el Mesías, en forma completamente humana, para redimir al hombre y liberar al mundo del pecado de Adán, abriendo con su sacrificio una nueva era para la humanidad, enviando tras él a los discípulos que nos guían y que nos han regalado los evangelios. ¿Qué significa la palabra evangelio? Como dijo san Juan Crisóstomo, significa ‘buenas nuevas’, porque el evangelio es la buena nueva del perdón de los pecados, es el veredicto de inocencia y de santidad, es un legado celestial que hace caer a Azazel en la deshonra y que nos hace bienaventurados con su dechado de esperanza.
La voz del obispo Teodoro resonaba en todos los rincones de aquella amplia estancia. Un sentimiento de sumisión se enseñoreó de todos los presentes, cuyos ojos quedaron prendados en el obispo, al igual que los míos. En aquel momento deseé comenzar mis estudios de teología de su mano y confesarme ante el manantial de sus claras expresiones, que penetrab...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. Prefacio del traductor
  7. Pergamino primero: Inicios de la escritura
  8. Pergamino segundo: La casa del Señor
  9. Pergamino tercero: La capital de la sal y la crueldad
  10. Pergamino cuarto: Los descarríos de Octavia
  11. Pergamino quinto: Los descarríos de Octavia II
  12. Pergamino sexto: El momento decisivo
  13. Pergamino séptimo: El pergamino incompleto
  14. Pergamino octavo: Soledad entre las rocas
  15. Pergamino noveno: La hermana de Jesús
  16. Pergamino décimo: Vagando en el destierro
  17. Pergamino decimoprimero: El resto de lo que sucedió en Jerusalén
  18. Pergamino decimosegundo: El traslado al monasterio
  19. Pergamino decimotercero: El monasterio celestial
  20. Pergamino decimocuarto: Los soles del interior
  21. Pergamino decimoquinto: El fariseo de la hipóstasis
  22. Pergamino decimosexto: El salto al pasado
  23. Pergamino decimoséptimo: Preñada por Dios
  24. Pergamino decimoctavo: En las inmediaciones de Sarmada
  25. Pergamino decimonoveno: La señora
  26. Pergamino vigésimo: La vecina angustia
  27. Pergamino vigesimoprimero: La caravana
  28. Pergamino vigesimosegundo: El huracán acecha
  29. Pergamino vigesimotercero: Vientos de tormenta
  30. Pergamino vigesimocuarto: Los confines de la pasión
  31. Pergamino vigesimoquinto: Añoranzas
  32. Pergamino vigesimosexto: Llega lo prohibido
  33. Pergamino vigesimoséptimo: La maza
  34. Pergamino vigesimoctavo: La presencia
  35. Pergamino vigesimonoveno: La pérdida
  36. Pergamino trigésimo: El Credo
  37. Notas al píe