Diario (1893-1937)
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Diario (1893-1937)

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Aristócrata, cosmopolita, con dominio completo del alemán, el inglés y el francés, admirador de las vanguardias, mecenas, crítico de arte, editor, político, Harry Kessler creía que la cultura era el verdadero lugar donde las personas pueden mejorar y entenderse, desarrollar una vida verdadera, sin atender a fronteras ni prejuicios de ningún tipo. Todo ello con una característica diferencial: conocía a todo el mundo y todo el mundo lo conocía. Un mundo que era Europa, en concreto sus principales ciudades (Berlín, París, Londres, Zurich...), en realidad una red cuyos nodos eran las personas más importantes de la cultura y la política entre finales del siglo XIX y los años treinta del XX.Los detalles de una vida así hubieran quedado sumidos en el olvido si desde los 12 años Kessler no hubiera registrado minuciosamente por escrito cada encuentro, cada experiencia cultural, cada hecho relevante que vivió, incluida su participación en el frente durante la Gran Guerra, en un diario que ha sido la sensación en Europa en los últimos años, cuando poco a poco se ha ido recuperando y editando hasta completar por ahora ocho volúmenes que suman más de 8.000 páginas y que incluyen a más de 20.000 nombres. Solo falta editar un volumen, de los 12 a los 24 años, que formaba parte de lo encontrado por casualidad en Palma de Mallorca en los años ochenta tras abrir una caja fuerte que Kessler había contratado a escondidas en un banco y que incluía todos sus cuadernos hasta 1918.Con este libro llega la primera muestra al español de tan ingente obra, gracias a una cuidada antoloía realizada por José Enrique Ruiz-Domènec. Leeremos encuentros personales con Verlaine, Mann, Rilke, Nietzsche y su hermana, Einstein, Rodin, Maillol, Munch, Strauss, Woolf... pero también la revolución de Berlín tras la derrota en la Primera Guerra Mundial o la ascensión inesperada del nazismo, que cautivó para su sorpresa a su círculo más próximo.

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Información

Año
2016
ISBN
9788416372171
Categoría
Literature

Capítulo 1

Entre modernistas (1893-1897)
Los años cuyas experiencias componen el tema de este capítulo constituyen un momento de la historia del gusto que denominamos modernismo. En Kessler, al tener que enfrentarse a la sensación de que Europa cambiaba rápidamente, y no siempre de acuerdo a su visión del mundo, se impuso un sentido de la observación crítica, como en muchos otros jóvenes entre 25 y 30 años pertenecientes a las clases privilegiadas que contaban con una refinada educación. Para él y para muchos otros, fueron unos tiempos de comodidad, seguridad y rapidez; se contaba con dinero suficiente para viajar de un lugar a otro en unos ferrocarriles cómodos y veloces, en cuyas estaciones comenzaban a verse los primeros automóviles Panhard y Levassor que en poco tiempo sustituirían a los carruajes con los que se sorteaban carreteras y caminos que conducían a sus mansiones de descanso en las afueras de las grandes ciudades. El confort se lo ofrecía una red eléctrica en aumento que se iba imponiendo en medio de un largo conflicto de intereses con el uso del gas y un sentido de la higiene vinculada al deporte, una actividad legitimada al haberse recuperado los Juegos Olímpicos, a iniciativa del barón de Coubertin. Las tensiones sociales y políticas eran frecuentes así como la inmigración hacia América. El sentimiento prevaleciente era que el desarrollo cultural favorecería la capilaridad social y una mejora en las condiciones de trabajo. También que la libertad de prensa serviría para paliar el peso de los industriales y los políticos que controlaban todos los recursos del poder, incluido el militar.
La vida mundana registrada en el Diario no era un mero tintinear de copas de champán en fiestas galantes o en inauguraciones sobre un fondo de trajes de noche y esmóquines; era también el esfuerzo por alcanzar una síntesis entre el principio del poder y del placer.
Son los años en que Kessler trabaja para sacar adelante la revista Pan en la editorial Fontane. Y apuesta decididamente por convertir Weimar en el centro de la estética jungendstil del imperio alemán. Contó para ello con la inestimable ayuda de su amigo, el gran arquitecto y diseñador Henry van de Velde, y un grupo de compañeros de la Universidad de Leipzig, Gustav Richter, Hans von Harrach y Alfred von Nostitz, el hombre que consiguió llevar al altar a la bellísima Helene von Hindenburg, sobrina del famoso general y luego presidente la República de Weimar, la única mujer que según propia confesión de Kessler, le interesó en su vida con fines matrimoniales. En esos años también entra en contacto con la influyente Elisabeth Förster-Nietzsche, albacea y verdadera impulsora del culto asu famoso hermano. Las constantes visitas a la casa-archivo en Naumburg demuestran el vivo interés que Kessler tenía en él. En más de una ocasión anota en el Diario que Nietzsche es el mayor filósofo de aquellos años, el que más influencia ejercía en los círculos de jóvenes estudiosos alemanes y franceses.
Berlín, domingo 5 de marzo de 1893
Asistí a Los tejedores de Hauptmann en el Freie Bühne.[1] Contraste entre un exquisito, distinguido, confortable y lujoso teatro, lleno a rebosar, con un público elegantemente vestido, en extremo refinado, que aplaudía desbordado de entusiasmo, y la obra, cuyas anémicas figuras, de enjuto rostro y febriles ojos, anuncian que todas esas tiernas flores en formación están en su ocaso debido a una despiadada explotación. En el gran drama escenificado, los personajes principales eran el público y el contenido de la obra; el argumento toca un tema que podría considerarse relevante para la historia universal.[2]
Después visité a los Schwabach y a Richter. Por la noche regresé a Potsdam. Hoy ha muerto Taine, el autor al que hasta ahora más debía en el plano intelectual.
Berlín, martes 19 de diciembre de 1893
He visitado la exposición simbolista de Toorop en la sala Gurlitt. Estas fantasías están tan lejos de nuestras maneras de pensar, sobre todo de nuestra sensibilidad, que apenas nos dicen algo; por eso no son para nosotros obras de arte o, mejor dicho, quizá a día de hoy aún no lo son.
Por la noche la actriz Eleonora Duse ha actuado en la Dama de las camelias, de Dumas; la finura de su representación supera cualquier lisonja; la movilidad de su cara es prodigiosa, en concreto cuando una fugaz alegría transfigura sus rasgos por un instante como una sombra en medio de la más honda desazón. Además, la obra me ha gustado más que otras veces; en verdad, lo que realmente la perjudica es la gran influencia que ha ejercido, es decir, sus imitaciones; sin duda, merecía que se escribiera alguna vez la tragedia de la aventurera que vende el amor sin poder gozar nunca del amor.
Munich, jueves 28 de diciembre de 1893
A primera hora salí de Neubeuern; me dirigí hacia Raubling en trineo y, desde allí, llegué a Munich. He visitado diversas galerías: Neue Pinakothek, Schack, Neumann. En el caso de las pinturas de Schwind, el dibujo es de una calidad mediocre, y el color, infame; sin embargo, producen un encanto indescriptible, un encanto que supera al que se produce por asociación cuando en el bosque tenebroso contemplamos caballeros rubios y doncellas de ojos azules; en cambio hay cuadros románticos que no producen un efecto comparable. La palabra “alemán originario” se ha usado en los últimos tiempos hasta el hartazgo, tanto que uno se avergüenza de utilizarla; no obstante, para sentir el encanto de cuadros como el Rübezahl, el Anacoreta, San Wolfgang (leyenda del obispo y el diablo), el Conde von Gleichen, la única explicación admisible es, a mi juicio, que reproducen ciertos aspectos de la percepción alemana de la naturaleza, y lo hacen en un modo tal que desde Durero nadie lo había logrado; para entender esto, basta comparar los cuadros de Schwind con los de Corot.
Entre los franceses, la naturaleza actúa en primer lugar sobre los sentidos, entre los alemanes despliega su efecto fundamentalmente en el ánimo; los franceses pueblan sus bosques y arboledas de seres en los que se encarnan determinados aspectos de la belleza sensible de la naturaleza; en torno al bosquecillo de la pradera se mueven en corros delgadas ninfas, y sobre los arroyos los espíritus del agua hacen flotar la niebla del atardecer; en cambio, se puede decir que los alemanes afirman con sus figuras el contenido “moral” del estado de ánimo producido por el paisaje; el caballero cabalga por el bosque de encinas, el anacoreta por la mañana reza a Dios en una naturaleza que explota en gritos de alegría, el joven caminante piensa en su hogar cuando ve la lejana torre del campanario. Por eso, el artista y el espectador relegan a un segundo plano la ejecución técnica y sensible de la pintura, con tal que exprese e irradie un estado de ánimo; los complementos son una ayuda para permitir que se capte con mayor rapidez ese estado de ánimo y su contenido; vale decir, subrayan el motivo principal.
La última cena de Fritz von Uhde me ha producido hoy una impresión más profunda que hace cuatro años; no es acertado el reproche de que la cabeza de Cristo es poco significativa desde un punto de vista espiritual, ya que influye en los que lo rodean por medio de un estado de ánimo, no a través del espíritu; prueba esto la manera como la expresión de la cara de Cristo, que reproduce su “estado de ánimo”, se refleja a través de una expresión tosca y en parte vulgar en todos los discípulos, que están como hipnotizados y elevados por su mansedumbre, compasión y gravedad; cuanto más cerca de ellos parece estar espiritualmente Cristo, tanto mayor tiene que ser el efecto de elevación en el plano artístico.
Por la tarde he estado en la ópera: El barbero de Sevilla, de Rossini, con Francisco d’Andrade actuando en el papel principal; esta música elegante, vigorosa, excita como el champán. Después, fui a ver el legado de Feuerbach.
Berlín, lunes de Pascua, 26 de marzo de 1894
Hoy he cabalgado por primera vez con mi yegua en el parque zoológico. He comido en Potsdam con los Roggers y con A. Eichler, que, según me dice, trabaja ahora bajo el influjo de Dühring en una historia de la evolución de la vida moderna intelectual, desde Rousseau, basada en las ciencias naturales.
Con apoyo en viejos pensamientos, le he estado dando vueltas a la crítica de la política de paz a cualquier precio. Una política así tiene su estricto lugar allí donde es preciso desarrollar grandes medios auxiliares dentro del Estado, como en Rusia, o allí donde es posible capitalizar una fructífera sustancia del impulso del pueblo, como la emigración en Inglaterra, es decir, donde ha de protegerse la futura fuente que brotará de un impulso en vías de desarrollo frente al peligro de ataques hostiles. E incluso entonces hay que cuidarse de que, por mor de los apetecidos bienes materiales, no se sacrifiquen bienes morales de orden superior. Esa política es fatal cuando está en el horizonte una lucha decisiva, de cuya superación feliz depende la solución de tareas nacionales, y cuando, frente a un enemigo que aumenta su poder, éstas se demoran en aras de la mera conservación, sin atender al incremento del propio impulso.
Según una sentencia de Tolstói, los grandes hombres participan poco, incluso nada, en los acontecimiento que se atribuyen a su acción. A menudo esto es cierto. Sin embargo, para mí eso apenas disminuye el mérito o el valor de los grandes hombres. Pues un gran hombre regala a su pueblo una joya, que pocas acciones pueden superar en valor, a saber, su gran nombre.
Berlín, miércoles 25 de abril de 1894
Asistí a una representación benéfica en el Freie Bühne. Había cuadros vivos; pero en conjunto resultó aburrido. Estaba junto a los Kurowski y los Winterfeldt. Después de la pausa me he marchado a casa, para sumergirme en los Últimos ensayos de Taine.
Los meses de abril a septiembre, Kessler los pasó principalmente entre Berlín y Weimar en sus múltiples actividades sociales. A finales del verano se traslada a París, su otra residencia, interesándose vivamente por la evolución del art nouveau, versión francesa del jugendstil alemán y de los últimos movimientos del impresionismo. Destacan las visitas que hace al poeta Paul Verlaine y al pintor Edvard Munch, quien le estaba realizando un dibujo de donde surgiría su famoso retrato. París entonces era una ciudad llena de talentos. Había setenta diarios, trescientas cincuenta mil farolas y pronto se publicaría la primera guía Michelin.
París, jueves 4 de septiembre de 1894
Por la mañana acudí al Louvre. En Italia, lo mismo que en el norte, los pintores preclásicos reúnen los elementos particulares del temple de ánimo, del contenido de pensamiento, que desean expresar, y confían al espectador la tarea de formar a partir de ahí una obra de arte unitaria; en cambio, el artista del cinquecento sale al paso del espectador, le ofrece la obra de arte acabada; el espectador no tiene que hacer nada por sí mismo, no tiene necesidad de cascar una nuez; el núcleo y el contenido de la obra están claros; el artista provoca su impresión de un solo golpe. De ese anhelo a una claridad suprema, brotan las cualidades que en términos generales se consideran los rasgos principales del arte clásico: armonía de las líneas, ritmo de las medidas (por ejemplo, empleo de la sección áurea), claridad y equilibrio de la composición. Todos esos aspectos son medios psicológicamente auxiliares para facilitar la atracción espontánea y unitaria de la obra. Por supuesto, el artista clásico debe sacrificar para ello muchos elementos de la diversidad de lo primitivo. Es más importante aún el hecho de que la obra de arte clásica, no se puede adaptar a la individualidad del espectador porque en su precisión y claridad sólo admite una única comprensión y por eso dice lo mismo a cada individuo. Se presenta a manera de una dimensión objetiva; inmutable como los dioses, entronizada en el río del tiempo. En cambio, las obras más antiguas e imperfectas son captadas de modo subjetivo, puesto que es el espectador quien acaba dándoles vida; en consecuencia, se pueden modelar y formar según las necesidades del alma, como hace la misma naturaleza, o como hace el pensamiento de los hombres que n...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Dedicatoria
  4. Introducción
  5. Capítulo 1. Entre modernistas (1893-1897)
  6. Capítulo 2. Cosmopolitismo (1898-1906)
  7. Capítulo 3. Belle époque (1906-1914)
  8. Capítulo 4. Tormenta de acero (1914-1916)
  9. Capítulo 5. La guerra total (1916-1918)
  10. Capítulo 6. Revolución en Berlín (1918-1919)
  11. Capítulo 7. Los dorados años veinte (1919-1929)
  12. Capítulo 8. Al borde del abismo (1929-1933)
  13. Capítulo 9. Lejos de todo aquello (1933-1937)
  14. Nota del traductor
  15. Bibliografía
  16. Cronología sobre la vida y la obra del conde Harry Kessler
  17. Sobre el libro
  18. Sobre el autor
  19. Notas
  20. Créditos