Bebo, luego existo
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Bebo, luego existo

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Bebo, luego existo

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Una copa de vino al día, según muchos médicos, es bueno para la salud. Más de una, puede llevarnos a la ruina. Sea dudoso o no el consejo para la salud del cuerpo, defiende Scruton, es indudablemente bueno para la salud del alma. Y no hay mejor acompañamiento que el vino cuando se trata de filosofar. La filosofía, con una copa en la mano, no solo enseña a beber pensando, sino a pensar bebiendo. Con sentido del humor, el autor ofrece un antídoto ante tantos disparates que hoy se escriben sobre el vino, y defiende con contundencia una bebida que está en el fundamento mismo de nuestra civilización. In vino veritas.

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Información

Año
2018
ISBN
9788432148606
Edición
1
Categoría
Filosofía
1.
PRELUDIO
A LO LARGO DE LA HISTORIA documentada, los seres humanos han recurrido al consumo de sustancias tóxicas para hacer su vida más llevadera. Las sociedades discrepan sobre los intoxicantes que se debería fomentar, los que se toleran y los que se prohíben, pero siempre ha habido una opinión convergente en una regla de la máxima importancia: que el resultado no debe amenazar el orden público. La pipa de la paz de los americanos nativos, o la hookah del Oriente Medio, son ejemplos de la existencia de un ideal de intoxicación social, en la que unas caladas ceremoniales ponen en juego las buenas maneras, los afectos descomplicados y los pensamientos serenos. Algunos interpretan el cannabis en términos similares, aunque la investigación sobre sus efectos neurológicos arroja otra luz más inquietante sobre su significado social.
Sin embargo, nuestro tema no es el cannabis, sino el alcohol, y este tiene un efecto instantáneo sobre la coordinación física, el comportamiento, las emociones y la comprensión. Un visitante de otro planeta, que observe a los rusos bajo la influencia del vodka, a los checos bajo el dominio del slivovitz, a los paisanos americanos como cubas a la luz de la luna, sin duda se pondría a favor de su prohibición. Pero, como sabemos, la prohibición es ineficaz. El motivo es que, aunque las sustancias tóxicas puedan ser una amenaza para la sociedad, su ausencia es igualmente amenazadora. Sin su ayuda nos veríamos unos a otros como somos, y ninguna sociedad humana se puede construir sobre una base tan frágil. El mundo está asediado por ilusiones destructivas, y la historia reciente nos ha puesto en guardia sobre ellas, nos hace tan precavidos que llegamos a olvidar que las ilusiones son beneficiosas, a veces. ¿Qué sería de nosotros si no creyéramos que los seres humanos pueden hacer frente al desastre y jurar un amor inmortal? Una creencia como esa solo puede mantenerse si se renueva en la imaginación, pero ¿cómo puede hacerlo si no tenemos una vía de escape de la evidencia? Por eso la necesidad de sustancias tóxicas está profundamente arraigada en nosotros, y todos los intentos de prohibir nuestras costumbres están abocados al fracaso. En consecuencia, propongo que la auténtica cuestión no es si hay que aprobar las sustancias tóxicas, sino cuáles de ellas. Aunque todas las sustancias tóxicas encubren la realidad, algunas (especialmente el vino) pueden ayudarnos a hacerle frente, porque la presentan bajo formas imaginadas e idealizadas de nuevo.
Los antiguos encontraron una solución para el problema del alcohol que consistió en revestir la bebida con ritos religiosos, tratarla como encarnación de un Dios y marginar el comportamiento disruptivo como obra del dios, no del creyente. Fue un buen movimiento, porque es mucho más fácil reformar a un dios que a un ser humano. Bajo la disciplina del rito, la oración y la teología, el vino fue domesticado gradualmente desde su origen orgiástico hasta convertirse, primero, en una libación solemne a los dioses del Olimpo, y después en la Eucaristía cristiana —ese breve encuentro con lo sagrado cuya meta es la reconciliación.
Esta solución religiosa no es la única que encontraron los antiguos. También está el simposio secular. En lugar de excluir la bebida de la sociedad, los griegos construyeron un nuevo tipo de sociedad alrededor de la bebida. Por supuesto, no era la bebida fuerte del vodka o del whisky, sino esa que es solo lo suficientemente fuerte como para permitir el aflojamiento gradual de los miembros y de las inhibiciones —esa bebida que hace que sonriamos al mundo y que el mundo nos sonría. Los griegos eran humanos, y podían ser muy indulgentes, como la tripulación de Ulises en el palacio de Circe. También tuvieron su periodo de prohibición, que ha quedado registrado en Las Bacantes de Eurípides. Esta cuenta la trágica historia de Penteo, que fue desmembrado en castigo por haber expulsado al dios del vino. Pero en el simposio descubrieron la costumbre que saca a la luz lo mejor del vino y lo mejor de los bebedores: esa por la que hasta los más temerosos alcanzan la seguridad en sí mismos. Esta seguridad en uno mismo, Selbstbestimmung, como la llamaron los filósofos románticos, es el tema de este libro.
El simposio invitó a Dionisio, dios del vino, a entrar en un recinto ceremonial. Los invitados, con guirnaldas de flores, se reclinaban en un diván, apoyados sobre su brazo izquierdo, con la comida dispuesta sobre mesas bajas delante de ellos. Varios esclavos elegantes llenaban sus copas en una crátera común, en la que el vino estaba diluido en agua para posponer todo lo posible el momento de embriaguez. Las formas, los gestos y las palabras estaban estrictamente controlados, igual que en la ceremonia del té japonesa, y los invitados tenían que dejar tiempo a los demás para hablar, recitar o cantar, de forma que la conversación siempre fuera general. Uno de esos eventos, registrado y embellecido por Platón, es muy conocido para los amantes de la literatura: la escena del encuentro entre Sócrates y Alcibíades. El Simposio de Platón es conocido como un homenaje a Eros. Aunque, en realidad, es un homenaje a Dionisio (o Baco, como le llamaban los romanos) e ilustra la capacidad que tiene el vino, cuando se usa adecuadamente, para situar al amor y al deseo en una distancia capaz de hacer que dialoguen entre sí.
El simposio griego era exclusivo y muy selecto: solo podían participar los hombres de una determinada clase. Pero su principio tiene una aplicación más amplia. El vino es un complemento de la sociedad humana, puesto que se usa para estimular la conversación, y dar conversación sigue siendo algo civilizado y universal. Nos horroriza la borrachera en las calles de nuestras ciudades, y muchos tienen la tentación de culpar al alcohol de los disturbios porque el alcohol forma parte de la causa. Pero la borrachera pública, del tipo que provoca la prohibición, se produjo porque la gente estaba bebiendo algo equivocado de la forma equivocada. No fue el vino, sino su ausencia, la causa de las borracheras anegadas en ginebra del Londres del siglo XVIII, y seguramente Jefferson tenía razón cuando afirmaba, en contexto americano, que “el vino es el único antídoto al whisky”.
La bebida social del vino, durante la comida o después, y con plena consciencia de su delicado sabor y de su aura evocadora, rara vez termina en borrachera, y más raramente aún conduce a un comportamiento grosero. El problema con el vino que encontramos en nuestras ciudades proviene de nuestra incapacidad de dar a Baco su tributo. Debido a nuestro empobrecimiento cultural, los jóvenes ya no cuentan con un repertorio de canciones, poemas, argumentos e ideas con los que entretenerse entre copa y copa. Beben para llenar el vacío moral generado por su cultura y, mientras que nos resulta familiar el efecto nocivo de la bebida en un estómago vacío, somos testigos del efecto mucho peor que tiene la bebida en una mente vacía.
Pero las peleas de borrachos no son lo único ofensivo. También la mayor parte de nuestras cenas son ofensivas. Los invitados gritan egocéntricamente a sus vecinos, se mantienen diez conversaciones al mismo tiempo, cada una de ellas conduce a ninguna parte, y el relleno ceremonial del vaso cede el paso a actos de coger y engullir. El buen vino tendría que ir siempre acompañado por un buen tema, y este se tendría que seguir alrededor de la mesa, igual que se pasa el vino. Como ya reconocieron los griegos, esta es la mejor forma de considerar las cuestiones realmente serias, como si el deseo sexual es individual o universal, o si el acorde de Tristán es una séptima medio disminuida, o si puede existir una demostración de la conjetura de Goldbach.
Estamos acostumbrados a la opinión médica de que uno o dos vasos diarios de vino son buenos para la salud, y también a la opinión contraria de que más de uno o dos vasos nos introducen en el camino a la ruina[1]. Son consejos importantes, pero no tanto como parecen. Sea cual sea el efecto del vino sobre la salud física, tiene efectos mucho más significativos sobre la salud mental —tanto negativos, cuando se aparta de la cultura del simposio, como positivos, cuando se asocia a ella. En Estados Unidos de América (donde, en muchas regiones, la edad para el consentimiento del alcohol precede cinco años a la edad para el consentimiento sexual), las botellas de vino ya tienen que llevar una advertencia sobre la salud. Si el fin es educar al público, todo es correcto y bueno, siempre que la advertencia diga la verdad (lo cual no se cumple). El mismo fin educativo tendría que persuadirnos de poner advertencias de salud en el agua embotellada, para recordarnos los estados mentales sombríos que derivan de beberla, de la necesidad de tomarnos un tiempo para huir de la hipocondría para dar comida y bebida al alma, y de la insensatez ecológica de transportar por el mundo en botellas una materia que cae de lo alto sobre nosotros y que circula a nuestros pies.
En su ensayo sobre la poesía persa, Emerson alaba al borracho Hafiz con las siguientes palabras:
Hafiz alaba el vino, las rosas, las doncellas, los niños, los pájaros, las mañanas y la música, para expresar su inmensa hilaridad y su simpatía hacia toda forma de belleza y de alegría; y pone el énfasis en estas cosas para destacar su desprecio hacia la santurronería y la prudencia.
Mi argumentación se dirige en buena parte contra la santurronería y la prudencia, no para animar al vicio, sino para demostrar que el vino es compatible con la virtud. La buena forma de vida consiste en disfrutar de las propias facultades, en esforzarse por aceptar a nuestros semejantes y amarlos si es posible, y también en aceptar que la muerte es necesaria en sí misma y como alivio para quienes tendrían que cargar con el cuidado del enfermo. A esos fanáticos de la salud que han envenenado todas nuestras diversiones naturales, a mi modo de ver, habría que atarlos y encerrarlos en un lugar donde puedan sostenerse mutuamente en sus anhelos inútiles de vida eterna. Los demás tendríamos que vivir el resto de nuestras vidas en una cadena de simposios relacionados, cuyo catalizador es el vino, el medio de conversación, cuya meta es la aceptación serena de nuestra carga, y la determinación de no extralimitar nuestra acogida.
Este libro analiza el vino como acompañamiento a la filosofía, y la filosofía como un subproducto del vino. A mi modo de ver, el vino es un excelente acompañamiento para la comida; pero es mejor acompañamiento para el pensamiento. Pensando con vino somos capaces de aprender no solo a beber en pensamientos, sino a pensar en sorbos. Al tragar la premisa, el argumento y la conclusión en una sola corriente satisfactoria, uno no se limita meramente a entender una idea, sino que además la encaja en su propia vida. Llega a apreciar todo su valor, no solo su verdad y su coherencia. El vino es algo por lo que uno vive; así también es una idea. Y en la medida en que está implicada la vida, el vino es la prueba de la idea —el ejemplo preliminar que prefigura el efecto mental a largo plazo. El vino bebido en el momento adecuado, en el lugar correcto y con la compañía correcta, es camino a la meditación y precursor de la paz.
[1] Para los interesados en los beneficios y riesgos para la salud desde un punto de vista médico, cf. Frederick Adolf PAOLA, “In vino sanitas”, en Fritz ALHOFF (ed.), Wine and Philosophy: A Symposium on Thinking and Drinking, Oxford, 2008.
PRIMERA PARTE
YO BEBO
2.
MI CAÍDA
HE CRECIDO EN LA INGLATERRA de posguerra que inmortalizaron Philip Larkin y Kingsley Amis, por lo que rara vez he encontrado uvas o su divino derivado. Pero algo llamado vino era habitual en nuestra familia, y era raro el otoño que llegaba sin jarras engalanadas con jugo de baya de saúco azucarado, congregadas delante de una estufa marrón esmaltada. Nuestra madre esperaba el día en que el frenético burbujeo disminuyera hasta convertirse en un suspiro y se pudiera recoger y embotellar el líquido rojo oscuro. Durante tres semanas, la cocina estaba llena del aroma a lúpulo de la fermentación. Por encima de las jarras flotaban pequeñas nubes de moscas de la fruta, y las avispas se arracimaban y brillaban sobre las piscinas del zumo derramado por todas partes.
El saúco crece silvestre entre nuestros setos y produce unas bayas fragantes que tienen su mejor momento en las noches de mitad de verano. Estas exhalan el perfume evocado en el acto II de Die Meistersinger, cuando Hans Sachs se sienta delante de su casa de campo, y medita el gran problema que, según mi experiencia, el vino contribuye a resolver más que cualquier otra cosa: cómo convertir el eros en ágape; o cómo dejar de querer a alguien, para querer en cambio su felicidad. Empapada en agua, espesada con azúcar y ácido cítrico, la baya del saúco hace que un verano agradable sea cordial. Las bayas rojo oscuro casi no tienen azúcar, pero son ricas en tanino y pectina. Si se hierven, se escurre el zumo, se añade azúcar y se reduce, el resultado es una gelatina que se conserva durante años y que añade un dulce halo carmesí al gusto del cordero.
Sin embargo, este licor ha sido el principal motivo de la estima que tienen los ingleses a la baya de saúco. La ciruela, la grosella roja, la manzana y la grosella espinosa producen excelentes licores de frutas que todavía se comercializan en Austria. Pero ninguno es comparable al licor de baya de saúco, que, por su cuota de tanino, madura durante bastantes años en botella, y así adquiere su propio acabado esplénico inglés. La fruta no aporta azúcar, sino que es necesario añadirla a la masa inicial de agua y bayas machacadas, tres libras el galón —por usar el lenguaje antiguo y prohibido— si se quiere que el resultado sea seco. Aunque hay levadura en los pellejos, esta solo causa una fermentación lenta, por eso nuestra madre echaba cierta cantidad de levadura cervecera, que hacía que los tallos de los racimos de bayas subieran y bailaran en el borde.
Cuando se había filtrado suficiente color de las bayas, ella vertía el torrente espumoso del balde a las jarras, cada una sellada con una válvula de un sentido, para permitir la salida de dióxido de carbono pero impidiendo la entrada de oxígeno. El golpeteo de las burbujas amenizaba nuestras tardes de otoño, hasta el momento del embotellado, que llegaba al empezar el invierno. Guardábamos el licor dos años, visitándolo ocasionalmente en la bodega bajo la cocina y poniéndolo a la luz para admirar el depósito negro. Cuando por fin se abría una botella, tomábamos un vaso después de cenar, igual que nuestros ancestros tomaban su clarete. Y la mezcla resultante de sonidos de aprecio y de alabanzas monosilábicas era la conversación sobre vino más interesante que he oído en mi vida.
Aquellos felices días de nuestra familia s...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. PREFACIO
  7. 1. PRELUDIO
  8. PRIMERA PARTE. YO BEBO
  9. SEGUNDA PARTE. LUEGO EXISTO
  10. ANEXO: QUÉ BEBER CON QUÉ
  11. ROGER SCRUTON