'No duermas, hay serpientes'
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'No duermas, hay serpientes'

Vida y lenguaje en la Amazonia

  1. 338 páginas
  2. Spanish
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'No duermas, hay serpientes'

Vida y lenguaje en la Amazonia

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Un misionero y filólogo aterriza en mitad de la jungla amazónica con dos objetivos: va a aprender el endiablado idioma de esa tribu casi virgen, los pirahã, a los que nadie ha conseguido entender, ni enseñar otras lenguas. Y va a traducir para ellos la Biblia y a descubrirles la fe.Así empieza una de las aventuras lingüísticas más curiosas de las que se tienen noticia: intentando aprender el idioma de los pirahã, viviendo entre ellos, tratando de desentrañar su vida y su cultura, al narrador se le caen nada menos que las tesis de Chomsky, eso de que existe una "gramática innata" para todos los seres humanos. Los pirahã no usan los números, no hablan en pasado ni en futuro, sus frases nunca tienen más de dos verbos y no relatan "tradiciones": ni dioses, ni mitos, ni los orígenes del universo. Por no tener, no tienen ni colores.Y en vez de buenas noches, dicen "no duermas, hay serpientes".Sin embargo, Everett, con su cuaderno y su grabadora, aprende pirahã, y al aprender la lengua aprende la cultura. Lo que sucede después (¿acaban todos leyendo la Biblia?) ya hay que leerlo.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788416142859
Edición
1
Categoría
Social Sciences
Categoría
Anthropology

PRIMERA PARTE

VIDA

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I
EL DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO DE LOS PIRAHÃ

Era una radiante mañana brasileña, el 10 de diciembre de 1977, y estábamos a punto de despegar en una avioneta de seis plazas que nos había facilitado mi agencia de misioneros, el Summer Institute of Linguistics (SIL). El piloto, Dwayne Neal, estaba haciendo la inspección de rigor antes de emprender el vuelo. Rodeó la avioneta y comprobó que la carga estaba bien distribuida. Buscó signos externos de avería. Tomó una muestra del depósito de combustible para comprobar si había entrado agua. Comprobó que la hélice funcionaba correctamente. Esta rutina es hoy tan normal para mí como lavarme los dientes después de desayunar, pero aquella era la primera vez.
Mientras nos preparábamos para el despegue, yo pensaba en los pirahã, la tribu de indígenas amazónicos con los que me disponía a convivir. ¿Qué haría? ¿Cómo tenía que actuar? No sabía cómo reaccionarían al verme, ni cómo reaccionaría yo. Iba a conocer a un grupo de personas diferentes a mí en muchos aspectos, algunos previsibles y otros no. Bueno, en realidad me había embarcado en aquel viaje para algo más que conocerlos. Estaba allí en calidad de misionero. Mis gastos y mis honorarios corrían por cuenta de las iglesias evangélicas de Estados Unidos, y mi objetivo era “transformar los corazones de los pirahã”, convencerlos de que venerasen al dios en el que yo creía y de que aceptasen la moral y la cultura que conlleva la creencia en el dios cristiano. A pesar de que ni siquiera conocía a los pirahã, creía que podía y debía transformarlos. En eso consiste principalmente la labor del misionero.
Dwayne ocupó el puesto del piloto, y todos inclinamos la cabeza y rezamos pidiendo un buen vuelo. Después, Dwayne gritó por la ventanilla: “Livre!” (despejen la vía, en portugués), y acto seguido arrancó. Mientras calentaba motores habló con la torre de control del tráfico aéreo de Porto Velho, y momentos después empezamos a rodar por la pista. Porto Velho, la capital del estado brasileño de Rondonia, iba a ser mi base de operaciones en todos los futuros viajes al territorio de los pirahã. Cuando llegamos al final de la pista de tierra dimos media vuelta, y Dwayne aceleró. Cogimos velocidad mientras la pista de cascalho (grava) del color de la tierra roja oxidada se iba volviendo borrosa y alejándose cada vez más deprisa a nuestros pies.
La jungla terminó por devorar el terreno despejado de vegetación en los alrededores de la ciudad. Los espacios abiertos que rodean Porto Velho se iban reduciendo poco a poco a medida que los árboles se multiplicaban. Cruzamos el poderoso río Madeira y la transformación fue completa: un mar de árboles verdes, con forma de brócoli, se extendía en todas las direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Pensé en los animales que vivirían allí. Me pregunté si me devorarían los jaguares, en el caso de que nos estrelláramos y sobreviviera al accidente: se contaban muchas historias de víctimas de catástrofes aéreas que no morían en el siniestro sino atacadas por los animales.
Iba a visitar a uno de los pueblos menos estudiados del mundo, hablante de una de las lenguas más raras, a la vista del número de lingüistas, antropólogos y misioneros frustrados que ha dejado en el camino. El pirahã no está relacionado con ninguna otra lengua viva conocida. Yo no sabía casi nada (solo había oído un par de grabaciones), aparte de que los lingüistas y misioneros que habían intentado estudiar esta lengua decidieron hacer su trabajo en otra parte. No se parecía a nada que hubiese oído antes. Tenía pinta de ser un idioma inextricable.
El poco aire que circulaba en la avioneta, una Cessna, se fue volviendo más fresco conforme ganábamos altitud. Intenté ponerme cómodo. Me recliné en el asiento y me puse a pensar en lo que estaba a punto de hacer y en lo distinto que era aquel viaje de los otros que había hecho en la misma avioneta. El piloto cumplía con su rutina diaria y estaría de vuelta en casa a la hora de cenar. Su padre nos acompañaba como turista. Don Patton, el mecánico y misionero, venía conmigo para tomarse unas minivacaciones de su arduo trabajo de mantenimiento en el recinto de la misión. Pero yo iba camino del trabajo de mi vida. Estaba a punto de conocer al pueblo con quien tenía previsto compartir el resto de mi existencia, el pueblo a quien confiaba llevar conmigo al cielo. Y para eso tenía que aprender a hablar su idioma con fluidez.
Cuando las corrientes de aire ascendentes que se producían a media mañana –típicas de la Amazonia en época de lluvias– empezaron a sacudir la avioneta, una preocupación más acuciante puso fin bruscamente a mis fantasías. Estaba mareado. En los 105 minutos siguientes, mientras sobrevolábamos la jungla entre ráfagas de aire, las náuseas no me abandonaron. Acababa de dar a mi estómago la orden de tranquilizarse cuando Dwayne nos ofreció un sándwich de atún y cebolla.
—¿Tenéis hambre? –dijo.
—No, gracias –respondí, con la boca llena de bilis.
Por fin sobrevolamos en círculo la pista cercana al poblado pirahã de Posto Novo, para que el piloto pudiera reconocerla antes de aterrizar. Esta maniobra incrementó la fuerza centrífuga que actuaba sobre mi estómago y me obligó a hacer uso de todo mi control para dominar las arcadas. Hubo un par de momentos críticos, antes de emprender el descenso, en los que pensé que prefería estrellarme y reventar antes que seguir soportando las náuseas. Reconozco que era un pensamiento muy corto de miras, pero así fue.
La pista de aterrizaje la habían abierto Steve Sheldon y Don Patton dos años antes, con ayuda de un grupo de adolescentes de las iglesias de Estados Unidos. Lo primero que hay que hacer para construir una pista en mitad de la selva es talar más de mil árboles. Luego hay que arrancar los tocones, para evitar que la madera se pudra y la tierra pierda firmeza, con lo que las avionetas a su vez perderían agarre y quizá a sus pasajeros. Una vez arrancados los cerca de mil tocones, algunos de varios metros de diámetro, hay que rellenar los agujeros que han dejado. Después hay que nivelar la pista todo lo posible, sin ayuda de maquinaria pesada. Si todo va bien, una vez terminado el proceso se habrá logrado construir una pista de diez metros de ancho y unos seiscientos o setecientos metros de longitud. Estas eran, aproximadamente, las dimensiones del espacio en el que estábamos a punto de aterrizar.
Aquel día, la hierba que cubría la pista llegaba hasta la cintura. Era imposible saber si había troncos, perros, cacharros o cualquier otra cosa que pudiera destrozar la avioneta al tomar tierra. Dwayne pasó una vez zumbando, a ras de suelo, con la esperanza de que los pirahã entendieran que, como Steve había intentado explicarles, debían salir corriendo a comprobar que no hubiese en la pista residuos peligrosos (una vez, antes de aterrizar, hubo que derribar una choza pirahã que habían construido allí en medio). Varios indígenas se acercaron y retiraron un tronco pequeño: pequeño pero suficiente para hacer que la avioneta volcara si chocaba con él. Todo salió bien, y Dwayne consiguió un aterrizaje suave y sin contratiempos.
Cuando la avioneta se detuvo por fin, el calor y la humedad de la selva, donde no corría el aire, me golpearon con toda su fuerza. Bajé del aparato, mareado, parpadeando, mientras los pirahã me rodeaban, sin parar de hablar en voz alta, a la vez que sonreían y señalan a Dwayne y a Don, a quienes ya conocían de otras veces. Don intentó explicarles, en portugués, que yo quería aprender su idioma. Aunque no sabían casi nada de portugués, algunos captaron la idea de que yo estaba ahí en sustitución de Steve Sheldon. Sheldon también les había preparado para mi llegada, explicándoles, la última vez que fue a visitarlos, que un tío bajito y de pelo rojo iría a vivir con ellos, porque quería aprender a hablar como ellos.
Echamos a andar por un sendero hacia el poblado y me sorprendió ver que estábamos en un pantano y que el agua me llegaba hasta las rodillas. Cargar las provisiones por el agua tibia y turbia, sin saber lo que podía morderme los pies y las piernas, fue mi primera experiencia con la crecida del Maici al final de la temporada de lluvias.
Recuerdo que lo que más me llamó la atención de los pirahã esa primera vez fue lo felices que parecían. Una sonrisa adornaba todos los rostros. Nadie tenía aspecto huraño o retraído, como sucede tantas veces en encuentros entre personas de distintas culturas. Todos señalaban con la mano y hablaban con entusiasmo para enseñarme cualquier cosa que, a su modo de ver, pudiera interesarme: los pájaros que pasaban volando, las sendas de caza, los cachorros de perro o las chozas de la aldea. Algunos llevaban gorras con eslóganes y nombres de políticos brasileños, camisas de colores y pantalones cortos que compraban a los vendedores fluviales. Las mujeres llevaban el mismo vestido sin mangas hasta la rodilla. Las telas, en su origen estampadas de alegres colores, se habían vuelto con el tiempo de un tono marrón indefinido, porque el suelo de las chozas era de tierra. Los niños menores de diez años iban desnudos. Todo el mundo se reía. La mayoría se acercaba a acariciarme, como si fuera una mascota. No podía haber imaginado una bienvenida más cariñosa. Todos me decían sus nombres, aunque era incapaz de memorizarlos.
El primer nombre que conseguí recordar fue el de Kóxoí. Estaba en cuclillas en un claro, a la derecha del sendero, cuidando de algo junto a una hoguera a pleno sol. Llevaba unos pantalones cortos muy viejos, sin camisa, e iba descalzo. Era delgado y no especialmente musculoso. Tenía la piel marrón oscura y curtida como el cuero, y los pies anchos, muy encallecidos, de aspecto fuerte. Me miró y me hizo una seña para que me acercara hasta el espacio de arena abrasadora donde estaba despellejando a un animal grande y parecido a una rata. Kóxoí tenía un gesto amable y sonreía con los ojos además de con los labios, acogiéndome con calidez en este día de nuevas experiencias en un lugar nuevo para mí. Me habló con mucha simpatía, a pesar de que yo no entendía ni una sola palabra. No se me habían quitado las náuseas del todo, y el olor que desprendía el animal casi me produjo arcadas. La lengua del bicho asomaba entre los dientes hasta rozar la tierra con la punta, goteando sangre.
Me toqué en el pecho para presentarme:
—Daniel –dije. Reconoció que era un nombre y respondió al momento tocándose el pecho y diciendo su nombre. Entonces señalé el roedor que estaba asando en la hoguera.
Káixihí –respondió.
Y repetí el nombre mientras pensaba: ¡pedazo de hamburguesa de rata de diez kilos! Sheldon me había explicado que la lengua pirahã era tonal, como el chino, el vietnamita y otros cientos de idiomas. Esto significa que, además de fijarme en las consonantes y las vocales, tenía que prestar mucha atención a la entonación de cada vocal. Acababa de pronunciar mi primera palabra en pirahã.
Me agaché, cogí un palo y lo señalé:
—Palo –dije.
Kóxoí sonrió.
Xií –dijo.
Xií –repetí. Lo tiré y dije–: Tiro el xií.
Kóxoí me miró pensativo y contestó:
Xií xi bigí káobIi. (Que según supe más tarde significa literalmente: Palo en suelo cae, con las palabras en este orden).
Repetí la frase. Saqué una libreta y un bolígrafo que llevaba en el bolsillo justo para eso y lo escribí todo con el alfabeto fonético internacional. Traduje la última frase como “palo cae al suelo” o “tiras el palo”. Después cogí otro palo y tiré los dos a la vez.
Xií hoíhio xi bigí káobíi.
Dos palos caen al suelo, o eso creí entonces. Más tarde supe que esto significa: “Una cantidad de palos ligeramente mayor cae al suelo”.
A continuación cogí una hoja y repetí el mismo proceso. Pasé a otros verbos, como saltar, sentarse, dar, etcéteera, y Kóxoí resultó ser un profesor cada vez más entusiasta.
Había oído unas cuantas grabaciones en pirahã que me facilitó Steve Sheldon junto con algunas listas de palabras, así que la lengua no me era del todo desconocida. Sin embargo, Sheldon me había aconsejado que no tuviera en cuenta su trabajo, porque no estaba seguro de su calidad, y porque el pirahã hablado se parecía muy poco a lo que él había escrito.
Quise poner a prueba mi habilidad para distinguir los tonos del idioma y pregunté algunas palabras que, según sabía ya entonces, se distinguían principalmente por la entonación. Pregunté por la palabra cuchillo.
Kaháíxíoí –dijo.
Y a continuación pregunté por la palabra punta de flecha.
Kahaixíoi –contestó, mientras yo señalaba la punta de la flecha que había al lado de su choza.
Las clases de lingüística de campo que me dieron en el SIL antes de mi viaje a Brasil fueron excelentes, y descubrí que tenía un talento lingüístico que hasta ese momento desconocía. Al cabo de una hora de trabajo con Kóxoí y otros vecinos (que se acercaron con curiosidad) había logrado confirmar los primeros hallazgos de Sheldon y su predecesor, Arlo Heinrichs: el pirahã constaba solo de unos once fonemas; el orden básico de la frase era SOV (sujeto, objeto, verbo) –el más común en todas las lenguas del mundo–, y los verbos eran muy complicados (ahora sé que cada verbo pirahã cuenta al menos con sesenta y cinco mil formas posibles). Con todo esto me tranquilicé un poco. ¡Lo lograría!
Además de aprender la lengua, quería aprender su cultura. Primero me fijé en la disposición de las casas. Al principio me pareció que la organización del poblado tenía poco sentido. Había chozas amontonadas en distintos puntos del camino, entre la pista de aterrizaje y la antigua vivienda de Steve Sheldon, que ahora iba a ser mía. Después me di cuenta de que todas las chozas se encontraban en el lado del camino más cercano al río y desde todas se veía el agua. Estaban construidas cerca de la orilla, a no más de veinte pasos, y a lo largo del cauce. Alrededor de las chozas, unas diez en total, todo era maleza y selva. Los hermanos vivían cerca de los hermanos en esta comunidad (en algunas aldeas, según supe más tarde, las hermanas vivían cerca de las hermanas, mientras que en otras no se observaba una pauta de parentesco clara).
Después de descargar las provisiones, Don y yo empezamos a limpiar un pequeño espacio del antiguo almacén de Sheldon para colocar nuestra despensa (aceite, sopa en cubitos, carne en conserva, café instantáneo, galletas saladas, una hogaza de pan, un poco de arroz y judías). Cuando terminaron de dar una vuelta y de hacer unas fotos, acompañamos a Dwayne y a su padre a la avioneta. Les dijimos adiós con la mano desde la pista. Los pirahã gritaban de alegría al ver cómo despegaba la avioneta. Todos decían: Gahíoo xibipíío xisitoáopí (¡La avioneta se ha ido en vertical!).
Eran alrededor de las dos de la tarde. Me invadió entonces la primera oleada de energía y la natural sensación de aventura que se experimenta en el Maici, en compañía de los pirahã. Don bajó al río con la barca de pesca de Steve (importada de Sears & Roebuck: una embarcación de aluminio amplia y estable, con capacidad de casi una tonelada de carga) para probar el motor fueraborda. Yo me senté con un grupo de hombres, en la choza de Sheldon, que era como todas las demás, solo que más grande. Estaba elevada sobre pilotes, y los tabiques llegaban solo a media altura; no tenía puertas, ni intimidad, menos en el almacén y en la que más tarde sería la habitación de los niños. Saqué mi libreta y mi lápiz para seguir estudiando. Los hombres parecían sanos, fuertes y en buena forma: puro músculo, hueso y cartílago. Todos sonreían de oreja a oreja, como si quisieran competir en sus expresiones de felicidad delante de mí. Repetí mi nombre varias veces: Daniel. Uno de ellos, Kaaboogí, que estaba en cuclillas como los demás, se levantó y me habló en un portugués muy rudimentario: Pirahã chamar você Xoogiái (Los pirahã lo llamarán a usted Xoogiái). Acababan de darme mi nombre pirahã.
Sabía que me darían un nombre, porque Don me había contado que no les gustan los nombres extranjeros. Más tarde supe que siempre asignan al extranjero su nuevo nombre en función de su parecido con algún pirahã. Entre los hombres que estaban allí ese día había un joven llamado Xoogiái, y tuve que reconocer que había cierto parecido entre nosotros. Xoogiái sería mi nombre durante los diez años siguientes, hasta que el mismo Kaaboogí, que ahora se llama Xahóápati, un día me dijo que mi nombre era muy antiguo y me puso uno nuevo: Xaíbigí. (Unos seis años más tarde volvieron a cambiarme el nombre por el actual, Paóxaisi, el nombre de un individuo muy anciano). He aprendido que los pirahã se cambian el nombre de vez en cuando: los intercambian con los espíritus a quienes encuentran en la selva.
Aprendí los nombres de todos los que estaban conmigo: Kaapási, Xahoábisi, Xoogiái, Baitigií, Xaíkáibaí, Xaaxái. Las mujeres se quedaron en la puerta de la choza. Se negaban a hab...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. Unas notas sobre la lengua pirahã empleada en este libro
  7. Prefacio
  8. Prólogo
  9. Primera parte. Vida
  10. Segunda parte. Lenguaje
  11. Tercera parte. Conclusión
  12. Epílogo
  13. Agradecimientos
  14. Notas al píe