Las esposas de Los Álamos
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Las esposas de Los Álamos

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Las esposas de Los Álamos

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El inicio de la era atómica puede resultar anecdótico, pero los detalles del proyecto Manhattan, una de las empresas más extrañas y monumentales de la era moderna, son incluso descabellados. Un judío húngaro llega a Estados Unidos y, como no sabe conducir, su primera misión es convencer a alguien de que lo lleve hasta el científico más famoso del mundo. Le trae noticias gravísimas. Una vez recibidas, Albert Einstein decide, junto con su atribulado amigo Leó Szilárd, avisar por carta al presidente Roosevelt: es posible construir una bomba de alcance nunca imaginado, y tal vez los nazis ya se hayan puesto a ello.Decenas de miles de personas acabaron movilizándose para construir ingenios que nadie había probado antes y, aun así, el secreto se mantuvo. Naturalmente, si los mejores físicos del planeta iban a juntarse a imaginar su destrucción, había que fundar para ellos una ciudad que no apareciera en los mapas. Y hasta aquí, la parte más conocida de la historia. Las esposas de Los Álamos es, sin embargo, la reconstrucción imaginaria de lo que no sabemos, contada por un "nosotras" que es la voz de la colmena y el pensamiento popular, pero también de la reflexión: la de unas mujeres jóvenes y cosmopolitas, esposas educadas que venían de Berkeley y de Cambridge, que habían huido de París, solían vivir en Londres y Chicago, y que, sin darse cuenta, o un poco a sabiendas, contribuyeron a desatar la fuerza más destructiva de la historia. Una voz que por eso mismo disiente y se hace preguntas sobre la ciencia, la guerra y el poder que no dejan de ser las nuestras.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788416142835
Edición
1
Categoría
Literature
1943

Oeste

En el mar Negro, el Mediterráneo, el Pacífico, el Ártico, el Atlántico; en alcantarillas, en trincheras, en alta mar, en el cielo, se libraba una guerra. A veces daba la impresión de que la guerra quedaba lejos, de que casi ni la había, pero entonces una madre o una esposa colocaba una estrella dorada en la ventana del salón (su hermano, su marido, su hijo, nuestro vecino) y la guerra se convertía en algo personal.
Estábamos en marzo, nos racionaban la gasolina; por eso en las calles reinaba el silencio. Oímos que un coche se detenía en el camino de entrada. Nos secamos las manos en el delantal y dejamos el delantal sobre los platos. Sonó el timbre y vimos en el porche a un joven, apenas un poco mayor que nuestros maridos, de unos treinta y cinco años, que llevaba un sombrero de copa baja y que nos preguntó si el profesor estaba en casa. Sus ojos tenían el color de la quietud, un matiz a medio camino entre el que presenta una pálida masa de agua antes de salir el sol y el de la neblina que emerge de ella. Aunque la cena ya casi estaba lista, en casa nos helábamos (no podíamos encender la estufa de gas); lo invitamos a pasar, pero el frío nos avergonzaba. Nuestros maridos bajaron del piso superior y le estrecharon la mano. Aquel hombre era alto pero tenía los hombros caídos, como si se hubiera pasado la vida tratando de parecer más bajo de lo que era para que los otros no se sintieran incómodos.
Les preguntó a nuestros maridos por sus investigaciones en la universidad, nosotras lo invitamos a quedarse a cenar; él rechazó el ofrecimiento pero les dijo a nuestros maridos Tengo una propuesta, y juntos cruzaron el pasillo para dirigirse al despacho y, una vez dentro, cerraron la puerta.
Cuando salieron, una hora después, nuestros maridos sonreían y tenían las mejillas encendidas. Le estrecharon la mano al hombre, sonrieron de nuevo y lo acompañaron a la puerta.
Nuestros maridos se reunieron con nosotras en la cocina y nos anunciaron Nos vamos al desierto, y a nosotras no nos quedó más remedio que exclamar ¡vaya, vaya!, como si aquello fuera algo divertidísimo. ¿Dónde?, preguntamos, pero no obtuvimos respuesta. Las veces en que fuimos nosotras quienes acompañamos al visitante a la puerta (al futuro director de nuestra futura y desconocida residencia), en el porche de entrada nos dijo Creo que le va a gustar la vida de allí. Nosotras preguntamos ¿Y ese «allí» dónde está exactamente? Él se mostró dubitativo y contestó Mis dos grandes amores son la física y el desierto. Mi mujer es mi amante, y nos guiñó un ojo. Nos quedamos mirando cómo se marchaba por la acera, recorría dos manzanas y doblaba la esquina.
O bien no ocurrió así en absoluto. Un día, después de haberles leído unos cuentos a nuestros hijos, después de haberlos arropado, de haberles dado un beso, de haber intentado que se durmieran enseguida, bajamos al piso inferior y vimos a nuestros maridos fumándose una pipa en su butaca de orejas, la naranja, un trasto feo que no nos gustaba, y oímos que nos preguntaban ¿Qué te parecería vivir en el suroeste?, y nos dejamos caer en el sofá, y rebotamos contra los cojines, igual que nuestros niños, cosa que nos molestaba, aunque cuando lo hacíamos nosotras nos parecía de lo más divertido. Éramos mujeres europeas nacidas en Southampton y Hamburgo, mujeres occidentales nacidas en California y Montana, mujeres de la costa este de Estados Unidos nacidas en Connecticut y Nueva York, mujeres del Medio Oeste nacidas en Nebraska y Ohio, o mujeres del sur, de Mississippi o Texas, y fuéramos quienes fuéramos, no nos interesaba en absoluto empezar de cero otra vez, y nos quedamos calladas unos instantes, respiramos profundamente y preguntamos ¿Qué parte del suroeste?
Nuestros maridos musitaron No lo sé. Y eso nos pareció raro.
O bien un día de invierno nuestros maridos llegaron a casa con quemaduras en los brazos y nos dijeron que sus jefes les habían anunciado que tenían que desplazarse al oeste del país para recuperarse. En el oeste habría trabajo, añadieron, aunque sin especificar dónde estaba ese oeste.
Nos habíamos licenciado en Mount Holyoke, como nuestras abuelas, o nos habíamos sacado un título universitario de grado medio, obedeciendo el deseo de nuestros padres. Nos habíamos sacado doctorados en Yale; habíamos ido a clase en el MIT y en Cornell; estábamos seguras de que sabríamos descubrir nosotras solas adónde nos mudábamos. ¿Qué sabíamos del suroeste? Había una nueva presa, la de Hoover, que, quizá, podía suministrar la energía necesaria para un experimento a gran escala en el desierto. Pedimos a nuestros maridos que confirmaran estas conjeturas afirmando o negando con la cabeza. No estarías contando nada, dijimos. Por muy seductora o amablemente que preguntáramos ¿dónde? y que les pusiéramos la mano en el pecho, nuestros maridos no respondían, aunque lo supieran, y sospechábamos que lo sabían.
Algunas de nosotras ya sabíamos de primera mano lo que era el secretismo. Nuestros maridos eran profesores de Columbia o de la Universidad de Chicago y precisamente el mes anterior el laboratorio de física había pasado a llamarse laboratorio de metalurgia, aunque ninguno de los miembros del laboratorio, menos aún nuestros maridos, era metalúrgico ni se dedicaba a ninguna de las partes del proceso de extracción de minerales. La universidad contrató a unos vigilantes armados y los apostó tras las puertas del laboratorio de metalurgia; desde hacía varias semanas ya no se permitía el acceso ni siquiera a las esposas.
Nuestros maridos dijeron Iré yo primero, o Iremos todos juntos, o No sé cuándo llegaré, pero lo mejor sería que cogieras ya el tren para preparar la casa. Les propusimos que mejor aceptaran un empleo en Canadá. Rechazaron la propuesta. Y en los casos en que nos dijeron que nos íbamos al suroeste, quizá aclarando Nos vamos a ir y no hay más que hablar, acudimos a la biblioteca de la universidad, donde encontramos las tres únicas guías de viaje de la región. Y en la tarjeta de préstamo que había en la contracubierta del libro sobre Nuevo México podían leerse los apellidos de los colegas de nuestros maridos que habían desaparecido varias semanas antes, y que se habían marchado a un extraño páramo, según comentaba la gente. Entonces supimos que seguramente Nuevo México sería también nuestro destino. Tuvimos la sensación de haber resuelto parcialmente el misterio.
O bien nuestros maridos nos dijeron Nos vamos a ir y no hay más que hablar, y supimos que había que dejar de preguntar, y no hablamos con nadie de nuestros misterios parcialmente resueltos.
Aquellas de nosotras cuyos maridos iban a ostentar el título de director supimos, enseguida, la ubicación general de nuestro futuro hogar. Nos informaron que íbamos a instalarnos en el campo Y, a las afueras de Santa Fe. Hicimos una lista de las cosas que queríamos saber de nuestro nuevo pueblo para que nuestros maridos se las preguntaran a ellos; no sabíamos quiénes eran esos ellos. Mecanografiamos lo siguiente: ¿Cómo son los colegios? ¿Hay hospital? ¿Se puede conseguir un servicio doméstico en condiciones? ¿De qué tamaño son las ventanas? ¿Qué tiempo hace?
Nuestros maridos nos dieron las respuestas durante la cena, mientras nos pasaban las coles de Bruselas. Dijeron No te preocupes, los niños tendrán una educación de primera. Y Contarás con un servicio excelente para la limpieza y el cuidado de los hijos. A veces las calles se embarran: ¡no olvides las botas de goma! Nosotras enarcamos las cejas. Aquello sonaba extraño, oficial y sospechoso, pero dijimos ¡Ah, qué bien! No nos contaron que todavía no habían construido el colegio, ni las casas, ni el hospital.
Una semana antes de marcharnos, un caballero se presentó en casa, nos enseñó una placa y nos dijo ¿Le importa que le haga unas preguntas? Mientras tomábamos un té con hielo y unas galletas de azúcar rancias nos sometieron a un interrogatorio en el que salió a relucir nuestra presencia en una reunión sobre pedagogía marxista en 1940, o nos preguntaron por qué aparecíamos en una lista de los miembros de la Liga de Consumidoras, ¿y acaso no sabíamos que esa organización era una tapadera comunista? Hacía un año escaso que nos habíamos marchado de Rusia, ¿era cierto que habíamos sido capitanas en el Ejército ruso? ¿Era cierto que impartíamos clases de inglés en la escuela para obreros del Partido Comunista de Youngstown, en Ohio?
Probablemente también interrogaron a nuestros maridos, aunque casi ninguno se mostró demasiado dispuesto a hablar del interrogatorio. Le aseguramos al hombre bajito de gestos impenetrables que no queríamos tener nada que ver con el Partido Comunista, que jamás habíamos participado en sus actividades, o que ya no lo hacíamos. Declaramos que esa vinculación solo se debía a una relación amorosa anterior y que ya no le veíamos ningún sentido, o que después de lo de Pearl Harbor nos habíamos desencantado. Nos pidieron los nombres de nuestros socios y contestamos que nos costaba recordar a las personas a las que tratábamos en aquella época, que la memoria nos fallaba en lo referente a las fechas y los lugares. Lo asegurábamos incluso cuando la memoria no nos fallaba. No queríamos meter a nadie en líos. A juzgar por su cara de pocos amigos, a aquel hombre no le gustaron las respuestas. Sin embargo, se fue y no vino a vernos nadie más, de modo que, por lo visto, nuestra marcha al páramo seguía en pie.
Algunos de nuestros maridos partieron antes. Miramos cómo desaparecían en el interior de terminales ferroviarias, tras las puertas de un sedán negro en el que no se apreciaba ningún distintivo, por las pistas de un aeropuerto, y a nosotras nos dejaron atrás, abrumadas. Llamamos a nuestras amigas desde una cabina y ellas vinieron a recogernos a la estación de tren o se presentaron en nuestra casa con una barra de pan, o con un estofado de pollo y una petaca. Dijimos que nos sería imposible sobrevivir sin el consuelo de las amigas. Queríamos contarles todo lo que sabíamos y todo lo que nos preocupaba, hablarles del miedo y de la ilusión que nos embargaban. Queríamos pedirles consejo sobre qué convenía llevar al suroeste (vestidos, zapatos, cremas), pero no podíamos hacerlo.
En nuestro último día fuimos a ver el musical Oklahoma! en Broadway o Por quién doblan las campanas en el Mayan Theatre y cenamos en ese restaurante italiano, el Luciano’s, al que siempre habíamos querido ir. Devolvimos los libros a la biblioteca, recogimos una copia de los historiales médicos de la familia, dimos un largo paseo a solas y nos preguntamos por qué no lo habíamos hecho antes. Comprendimos, y nos dio la impresión de que lo hacíamos por primera vez, las cosas que nos gustaban de la ciudad de la que nos marchábamos: cuchichear con otras casadas en la piscina municipal, observar cómo unas mujeres de la edad de nuestras madres formaban grupos compactos, encorvadas, en el salón de té. Y aunque nosotras nunca íbamos al salón de té, sin darnos cuenta esbozábamos una sonrisa siempre que pasábamos por delante de él. Creíamos que nos iba a alegrar despedirnos del antipático farmacéutico, el señor Williams, pero no fue así.
Llevamos el coche al taller para que le cambiaran el aceite. Llevamos a la Recogida de Metales y Neumáticos de la Junior League1 las ruedas viejas de las bicis de nuestros hijos, nuestro gorro de baño desgastado y un cubo de clavos que nuestros maridos habían olvidado en el garaje. Compramos unos cuantos bonos de guerra más. Algunas de nosotras habíamos sido lo bastante listas para preguntar por el gas y la electricidad, y el último día compramos una tostadora eléctrica, porque nos dijeron que allá donde íbamos no tendríamos gas natural. Acudimos a la oficina de racionamiento y le entregamos un sobre cerrado a la mujer del mostrador, como nos habían indicado nuestros maridos. Ella leyó la carta que había dentro, nos dirigió una mirada de curiosidad y nos dio suficientes cupones de gasolina para llegar con el coche al otro extremo del país. Fuimos a Barbara’s y nos hicimos la manicura; pedimos que nos pusieran un rojo cereza intenso, aunque sabíamos que al final del día ya habría empezado a descascarillarse. Cosimos cortinas para habitaciones que nunca habíamos visto, con la esperanza de que los colores no desentonaran y acertar con las dimensiones. Preparamos para el traslado la ropa de cama, pero no el piano; secretamente, nos alegró saber que nuestros hijos no podrían seguir yendo a clase donde íbamos a vivir (nos habían dicho que no había profesores de piano), lo que implicaba que ya no tendríamos que oírlos ensayando el Chopsticks una y otra vez.
O bien nos horrorizó que nuestros hijos carecieran de la necesaria experiencia pianística desde pequeños, y aunque no nos considerábamos buenas profesoras (éramos demasiado blandas, o demasiado impacientes), después de llegar y de desembalar los platos nos presentamos como voluntarias para impartir clases de piano en el salón de actos, que también servía de cine, gimnasio y cantina. Varios niños iban a aprender a tocar a Bach después de cenar.
Mentimos y les dijimos a nuestros hijos que hacíamos el equipaje porque íbamos a pasar el mes de agosto con sus abuelos, en Denver o Duluth. O les dijimos que no sabíamos adónde íbamos, lo cual era cierto, pero a nuestros hijos, que no se creían que los adultos fueran a ningún sitio sin saber cuál era, les pareció que mentíamos. O les dijimos que era una aventura y que lo descubrirían en cuanto llegáramos.
Vinieron los transportistas y desaparecieron el sofá, los libros y la cubertería. Mientras cargaban las cajas, los vecinos pasaban por delante en coche, reducían la velocidad, daban marcha atrás y preguntaban ¿Adónde vais?, y ¿Por qué no nos lo habíais contado? Os habríamos organizado una fiesta, y Habéis sido unos vecinos estupendos. Os echaremos de menos. Nosotras contestábamos De vacaciones, o Vamos a cambiar de aires, o Es por el trabajo de Jim. Nuestros vecinos no nos creyeron, pero sonrieron como si nos creyeran.
Subimos a trenes en Filadelfia, o en Chicago, junto a soldados rasos, todos de aspecto idéntico con aquellas placas de identificación, aquellas gafas de montura negra, aquel pelo tan corto como el plumaje de una cría de ganso. Quizá no fuera una actitud muy patriótica, pero nos molestó que los soldados comieran antes que nosotras y que nos impidieran cenar hasta las diez, y que, en consecuencia y por su culpa, nuestros hijos se pusieran más díscolos. Aunque solo teníamos veinticinco años estábamos cansadas, y viajábamos con nuestros hijos, que nos recordaban a qué estábamos atadas; unos niños que se pasaban horas aburridos y que se pellizcaban y se daban patadas. Cuando al cabo de ocho horas en el tren nuestros hijos empezaron a exclamar entre gimoteos ¡Me ha pegado!, ¡Ha empezado ella!, ya nos habíamos quedado sin nada con que entretenerlos, y al final nos dedicamos únicamente a mirar por la ventana como si estuviéramos percibiendo los matices de beige en unos paisajes de color pardo, que no era el caso. Al llegar habíamos visto tantas montañas que ya no notábamos su majestuosidad.
O bien, con menor frecuencia, nuestros maridos viajaron con nosotras. Nos llevaron en Studebaker rojos, en Oldsmobile verdes, con los asientos traseros atestados de ropa, libros y niños, sin contar al gato de la familia, Roscoe, que estuvo horas maullando. Hicimos un alto en el camino para visitar a nuestros padres, que nos preguntaron repetidas veces adónde nos dirigíamos, y a quienes no pudimos contárselo.
Nuestros padres dieron puñetazos en la mesa y gritaron ¿Os creéis que somos espías nazis? ¡Contádnoslo! Nuestras madres añadieron Tened cuidado, o Escribidme en cuanto podáis. Y a nuestros hijos les entró miedo y exclamaron ¡Decídselo!, pero no se lo contamos, ni a ellos ni a nuestros hijos. Después, cuando nuestros padres se tranquilizaron, cuando nos dijeron, mientras nos acariciaban el brazo, Soy tu padre, me lo puedes contar todo, no les contamos adónde íbamos, porque todavía no lo sabíamos.
Dimos un abrazo a nuestras madres, a nuestros padres un leve beso en la mejilla, miramos por la ventana y vimos a nuestros maridos comprobando la presión de los neumáticos. Nuestras madres lo entendieron; nuestras madres habían guardado grandes secretos. Metimos en el coche a los niños, el gato y los refrigerios, y pusimos rumbo al oeste.

Nosotras

Éramos de cara redonda, deportistas, bullangueras, austeras, de huesos finos, felinas y torpes. Cuando discutíamos las opiniones políticas de los demás nos calificaban de tercas o francas. Nuestros padres procedían del mundo académico; nosotras conocíamos ese mundo. Nos casamos con hombres exactamente iguales a nuestros padres, o completamente distintos, o solo en los mejores rasgos. Como esposas de científicos que trabajaban en ciudades universitarias, organizábamos meriendas y chismeábamos, o vivíamos en una gran ciudad y recibíamos invitados a la hora del cóctel. Ofrecíamos cigarrillos en bandejas de plata. Nos apoyábamos mucho en las otras esposas, fingíamos ser muy buenas amigas, nos llevábamos la mano a la boca y les susurrábamos cosas al oído. Y, lo más importante, descubríamos cómo lograr una plaza fija para nuestros maridos.
No todas habíamos nacido en Estados Unidos y no todas conocíamos el mundo académico. Algunos de nuestros padres habían llegado como inmigrantes mientras nuestras madres estaban en el tercer trimestre de nuestro embarazo, y algunas de nosotras habíamos llegado como inmigrantes recién casadas y todavía sin estar embarazadas. Nos marchamos de París al enterarnos de que los alemanes iban a tomar la ciudad, o nos fuimos de Italia cuando, al despertarnos en una fría mañana de enero, oímos que cantaban un himno nazi con una alegre voz de tenor frente a la ventana de nuestro dormitorio. Preguntamos ¿Qué le está pasando al mundo? Hicimos dos maletas. Nuestros maridos les dijeron a los militares del puesto de control que solo salíamos de vacaciones, pero cogimos un avión que iba a Estados Unidos.
Algunas recordábamos la Primera Guerra Mundial desde la perspectiva de las preocupaciones propias de los escolares de educación primaria (quedarse sin sal, mantequilla y galletas), y ahora que éramos adultas jóvenes no queríamos implicarnos mucho más.
O nos acordábamos de aquella mañana de diciembre de 1941 en la que los japoneses (según quién contara la historia) montaron en cólera por culpa de los embargos comerciales que les restringían la compra de petróleo y metales, o en la que quisieron adueñarse de todas las islas del océano Pacífico. Fuimos a fiestas organizadas en apoyo de la República española la noche antes de Pearl Harbor, junto a nuestros maridos, y al día siguiente, cuando estalló la guerra, ambos llegamos a la conclusión de que había crisis más apremiantes que la española. Aquello había sucedido tres años antes, y habíamos seguido tantas noticias que costaba estar al día. Pero sabíamos lo siguiente: la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini estaban invadiendo Europa. El Japón de Tojo comenzaba a dominar el Pacífico. Nos contaron que Japón se encontraba cada vez más cerca de lograr su objetivo (ya había conquistado Borneo, Java y Sumatra, y había expulsado a los británicos de Singapur), y en Europa las noticias que nos llegaban de las ocupaciones alemanas inspiraron en muchas de nosotras el deseo de hacer algo. El Eje y los aliados. ¿Es que aquello no iba a acabar nunca?
Llegamos a Nuevo México y nos pareció que habíamos alcanzado el fin del mundo, o nos pareció que habíamos encontrado nuestro siti...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. 1943
  7. 1944
  8. 1945
  9. Agradecimientos
  10. Notas al píe