Bubu de Montparnasse
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Bubu de Montparnasse

  1. 144 páginas
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Bubu de Montparnasse

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Una joven prostituta, su chulo, quien da nombre a la novela, y un joven e inocente intelectual, son los tres personajes protagonistas de Bubu de Montparnasse. Tres seres desprotegidos para el amor, incapaces de reconocerse en una sociedad alienada y quizá sórdida en el París de finales del siglo XIX. Charles-Louis Philippe, con una mirada insólita en aquel momento, disecciona la sociedad parisina utilizando la pluma como si de un bisturí de precisión se tratara, consiguiendo extraer la bilis negra que se pudre en el interior de sus personajes. Construye así una historia tremenda y desgarradora, pero llena de ternura y poesía. Como dijo Clouard, su talento es esencialmente una sensibilidad que escribe. Fueron muchos sus admiradores, desde Eliot hasta Gide, pasando por Cocteau, Claudel o Brassens. Lo cierto es que Bubu de Montparnasse es una obra de referencia en la que se refleja, en buena medida con carácter visionario, un mundo donde la soledad, el aislamiento de los individuos, es el espacio donde los seres humanos nos sentiremos atrapados. Este proletario de la literatura dejó a su paso por la vida una obra insuperable. No hay arte de una u otra calidad, sólo hay arte. Por esta vez, los adjetivos sobran.

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Información

Año
2014
ISBN
9788492755677
Categoría
Literature

Bubu de Montparnasse

Capítulo primero

El bulevar de Sebastopol, al día siguiente del catorce de julio, seguía existiendo. Las nueve y media de la noche. Los arcos voltaicos, de un blanco chillón entre las hileras de árboles, recortan algunas sombras o se ocultan tras los follajes. Las tiendas están cerradas: Pigmalión, Los Corderitos, la Corte Batava, El Mejor Mercado del Mundo y las fachadas oscuras de las grandes casas negras, fachadas que hace poco alumbraban la acera, ahora parecen ensombrecerla. Los altos letreros dorados, que el sol del día hacía brillar en los balcones de la primera y de la segunda planta, se pierden en la oscuridad con sus letras de madera amarilla y parecen descansar, por la noche, como el comercio al por mayor. Flores y plumas, compraventa de negocios, ultramarinos, tejidos, han cerrado las persianas y se han silenciado en el bulevar de Sebastopol.
A esta hora los transeúntes ya no miran los escaparates. La vida nocturna nace con otros fines. Los coches llevan faroles: las luces brillantes de los simones recuerdan a los ojos del deseo y los tranvías con un fanal rojo o verde, mugen como una muchedumbre apresurada. Se siguen, se cruzan, se detienen y desaparecen. En el horizonte, hacia los Grandes Bulevares, la atmósfera refulge mucho más, se eleva en el cielo y parece poseída por un espíritu luminoso. El objetivo no está aquí, en el bulevar de Sebastopol, donde las tiendas permanecen cerradas. Los coches vuelan. Aquellos que se dirigen a los Grandes Bulevares buscan la luz y se precipitan como seres atraídos por el espectáculo.
El bulevar de Sebastopol vive en la acera. En la ancha acera, en el aire azul de una noche de verano, al día siguiente del catorce de julio, París vaga y arrastra los restos de la fiesta. Los arcos voltaicos, las hojas, las copas de los árboles, los coches circulando y toda la excitación de los transeúntes configuran una sustancia aguda y espesa como una vida alcohólica y cansada. Éste es el espectáculo que se repite todas las noches. Sin embargo, en algunas esquinas de las calles o en ciertas fachadas de las casas pervive el recuerdo de los bailes de ayer. Cierto alboroto o griterío evoca las canciones de los borrachos. Algunos faroles o banderas siguen colgados de las ventanas y parecen reclamar que continúe el desenfreno. Se puede adivinar lo que ocurre en las conciencias: los que gozaron ayer, observan atentos por si se presenta alguna otra oportunidad para el deleite de la que podrían apoderarse; porque los hombres que han conocido el placer sexual lo reclaman eternamente. Los demás, los que son pobres, los que son feos y los tímidos, pasean entre los restos de la fiesta y rastrean por los rincones alguna sobra que se les haya podido dejar; porque los hombres que no han conocido el placer se sienten afligidos y lo buscan a todas horas hasta que llegue el día en que se cansen de no conseguir nada.
El aire parece moverse a su alrededor. Algunos jóvenes bien vestidos caminan en grupos de dos o tres, y se marchan. Llevan cuellos postizos nuevos, corbatas elegantes y sobrias, pinchadas con alfileres brillantes y se lanzan hacia la luz, con los bolsillos repletos. Unos empleados charlan entre sí: «Bailamos hasta medianoche. Por fin, se dejó tocar. La llevé a un hotel de la calle de Quincampoix. ¡Qué caliente estaba!». Dos amigos les pisan los talones a dos mujercitas y cuando les dirigen la palabra se echan ojeadas reprimiendo la risa. Otros jóvenes, con ojos chispeantes, se fijan en la mujer que camina con su pareja. Señores gordos fuman puros con satisfacción y piensan: «Soy un funcionario importante que gana doce mil francos al año». Pasaban las parejas; una mujer elegante, del brazo de un joven elegante: ella se siente dichosa porque aparenta tener una buena posición; él es feliz porque se siente envidiado. Una muchacha menos elegante habla con su novio, mientras él piensa en el amor. Otras parejas, maridos y mujeres, miran cada uno por su lado y, de vez en cuando, intercambian alguna que otra palabra: su espíritu y su cuerpo están acostumbrados el uno al otro.
Pasaban. Cuando unos habían pasado, se veía pasar a otros. Los comerciantes paseaban ocupando tanto espacio en la calle como los escaparates de sus tiendas. Un joven estrechaba el brazo de una mujer y la seguía servilmente. Se notaba que la habría seguido hasta el fin del mundo. La vanidad, la alegría, la lujuria caminaban entre las luces. El aire estaba encendido. ¡Ah, qué importaba el cansancio de ayer! Llegaban bocanadas ardientes procedentes de los recuerdos de la orgía pasada y los corazones se contraían de deseo. París parecía un perro cansado que sigue corriendo detrás de su perra.
Las mujeres públicas cumplían con su trabajo. Aquí está la pequeña Gabrielle que vivió dos años con Robert, el asesino de Constance. Su amante acaba de ser enviado a trabajos forzados. Allí la pequeña Jeanne que debe de tener diecisiete años. Desde el mes pasado, se pasea por el bulevar de Sebastopol. En el rostro no lleva más que algunos polvos de arroz y sus ojos brillan gracias a las primeras llamas del placer. Mucha gente no imagina que es una prostituta. Aquí se ven mujeres públicas con o sin sombrero. Unas tienen un andar pesado, bovino, y abordan a los hombres con desvergüenza. Otras se contonean, miran por el rabillo del ojo y preparan su mejor sonrisa. En la esquina de la calle de Rambuteau se ha formado un corrillo. Hablan todas a la vez. Parecen ranas croando a la orilla de una ciénaga.
Los agentes del orden van de dos en dos. Es fácil reconocerlos por su forma de mirar, su cochambrosa vestimenta y sus andares graves. Huelen mal como su profesión. Caminan con la rigidez de aquellos que deben cumplir una función. Contemplan a las mujeres de los pies a la cabeza con una mirada inquisidora. La mirada de los transeúntes mira, la de los agentes... vigila. Condecorado con la medalla al mérito militar, un hombre grueso, moreno, cuyo importante bigote le resalta la jeta, camina con los puños cerrados. Las mujeres públicas desfilan estiradas, sin volver la cabeza, sus almas de esclavas saben que quien manda siempre es el más fuerte.
Las peroratas de los vendedores ambulantes. Cuando se aleja un guardia municipal, surge uno de estos vendedores ambulantes. Llevan gorra, el rostro animado, el bigote desteñido, hablan con ardor, son impetuosos ya que necesitan ganar lo suficiente para comer y beber. Éste, que a lo mejor ni siquiera tiene dieciocho años, lleva la gorra calada hasta las orejas, va calzado con unas botas ajustadas, que levanta dando vueltas alrededor del círculo de mirones. Con sus ademanes de ratero consigue vender por dos perras chicas un taco de cromos transparentes: «Y si ustedes ven las armas de la ciudad de París acercarse en un quepis, adviértanme, señoras y señores, para que pueda ir a presentarles mis respetos». La policía les persigue como a las mujeres públicas de las que son hermanos del alma.
Pierre Hardy, después de haber trabajado todo el día en su despacho, estaba paseando entre los transeúntes del bulevar de Sebastopol. Un joven de veinte años, que no lleva más de seis meses en París, camina desorientado entre la algarabía de la gran ciudad. Los coches circulando, las luces ásperas, la muchedumbre de las calles, la lujuria y el bullicio forman una confusión de Babel que espanta y hace danzar demasiadas ideas al unísono. Todos los provincianos han sentido este malestar y se han vuelto taciturnos y apesadumbrados. Os aseguro que aquellos buenos mozos de pueblo que se pavoneaban en sus bailes, hacen el ridículo en los Grandes Bulevares.
Un hombre camina y, en su interior, evoca todas las cosas que han formado parte de su vida. Una escena las despierta, otra las enardece. La carne conserva todos los recuerdos que mezclamos con nuestros deseos. Recorremos el tiempo con todo nuestro pasado a cuestas.
Estas son las ideas que Pierre Hardy barrunta aquel día:
A Pierre Hardy le gusta evocar la casa de un pueblo del este, donde sus padres eran comerciantes de madera, le gusta porque tiene veinte años y sólo vive en París desde el mes de enero. Es una casa en lo alto de una loma, a las afueras del pueblo, rodeada por un jardín. Se está muy a gusto durante las noches de verano en que la sombra está repleta de brisas y uno se sienta en el jardín para respirar la noche. Las estrellas ocupan el pensamiento, se ven algunos relámpagos que son destellos de calor y uno vive apaciblemente entre los suyos mientras fuma sus primeros cigarrillos. Todos los pormenores son deliciosos. Por la noche, cuando hace demasiado calor, en vez de sopa beben leche: es una bebida que les refresca hasta el alma. Algunas veces, su hermana mayor casada y su sobrinita venían a pasar una semana. Entonces la cocinera se esmeraba un poco más, y toda la familia estaba un poco más alegre. La hermana menor jugaba a ser la mamá de la pequeña Juliette. Él la paseaba y le compraba golosinas. No les faltaba nada. Todos los miembros de la familia eran conscientes de que formaban un todo con la feliz naturaleza.
También pensaba en sus tres años de escuela profesional. Había aprendido a dibujar puentes y máquinas de trazados complicados y a utilizar tintas a la aguada, nítidas y admirablemente degradadas. Sus padres habían mandado enmarcar para su habitación un hermoso dibujo que representaba una estación de trenes entre dos colinas. Había conseguido el segundo puesto en la escuela, además de obtener un diploma y una medalla de plata lacada.
Pudo haber entrado como dibujante y ganar ahora ciento cincuenta francos al mes en una compañía ferroviaria. Lamentaba no haberse presentado a la Escuela Superior de Artes y Oficios como le aconsejaron sus profesores. Sus padres se hubieran sacrificado con gusto y él rápidamente habría llegado a ser jefe de negociado.
En el bulevar de Sebastopol, siguiendo la línea de las farolas, Pierre Hardy paseaba entre miles de transeúntes. Las luces traspasaban las hojas de los árboles y caían, entre las sombras de las ramas, sobre la acera. Tenía la impresión de que esas luces eran aún más brillantes y que aquella muchedumbre era aún más numerosa. Los jóvenes provincianos se sienten perdidos en medio de cien mil personas. No conocía a nadie y caminaba sin detenerse, pasaban otros transeúntes, todos se parecían en su indiferencia, ni siquiera lo miraban. Su alboroto le rodeaba como el de una multitud de la que no formara parte. Veía diferentes grupos haciendo aspavientos, alegres como algunas de las carcajadas que había oído al pasar y brillantes como algunas miradas de mujeres que había visto brillar.
Intentaba agarrarse a algo para no sentirse hundido. Necesitaba bucear en sí mismo y encontrar, frente a lo que sucedía ante sus ojos, alguna alegría para no estar perdido en medio del regocijo universal. Quería elevar un dique frente al oleaje creciente y gritar: «Yo también existo. Con piedras y cemento me alzo y os detengo cuando aulláis».
Vivía en una pensión de la calle del Arbre-Sec, en una habitación de la quinta planta. Estas habitaciones están siempre desaseadas porque han pasado por ellas demasiados inquilinos. Una cama, un armario con espejo, dos sillas y una mesa con ruedas basta para llenarlas. Son tan pequeñas que estos cuatro muebles parecen abultar mucho más. Por unos veinticinco francos al mes, aquí se vive una existencia sin dignidad. Los colchones de la cama están sucios, las cortinas de la ventanas son grises como un día en la vida de un pobre. El mozo de la pensión tiene una llave maestra que le permitiría entrar a cada momento en las habitaciones. Los vecinos se mudan cada quince días; se les oye a través del tabique. Unos son parejas de alcohólicos que riñen, otros huelen a prostitución, y si algunos son algo más tranquilos, no inspiran ninguna confianza. Los pobres inquilinos de estas pensiones no tienen hogar. Pierre Hardy no podía decirse a sí mismo: «Tengo un refugio en el que cuando estoy triste me encierro entre las cosas que me gustan».
Su único refugio era su amigo Louis Buisson, con quien se alió desde el primer día. Louis Buisson tenía veinticinco años y trabajaba como dibujante en el despacho de Pierre Hardy. Era un hombrecillo de 1,53 metros de altura, al que no habían admitido en el servicio militar por falta de estatura. Por eso no inspiraba mucho respeto a sus compañeros, que le consideraban como un buen muchacho, pero cuya importancia no superaba el metro cincuenta y tres. Como antiguo candidato a la escuela politécnica estudió matemáticas, lo que le familiarizó con el análisis, y el permanecer hasta los veinte años interno en un colegio de provincias le hizo familiarizarse con el sufrimiento. El fracaso de sus sueños dorados le convirtió en un hombre modesto. Pensaba: «Gano ciento ochenta francos al mes. Soy como un hombre de pueblo y trabajo para ganarme el pan que necesito». Por la tarde se dedicaba a la literatura y a la filosofía después de pasear por la calle mirando a las muchachas. Decía: «Van corriendo en pos del oropel; de los jóvenes ricos y de los jóvenes apuestos. Los jóvenes ricos las educan para el lujo, y los jóvenes apuestos, engañándolas, les enseñan que el amor no es más que un simple placer. Poco después regresan a nosotros. Nos arruinan con sus lujosos atavíos y los espectáculos a los que quieren asistir y encima no les queda bastante entusiasmo para convertirse en nuestras novias y mujeres. Yo mantengo una relación por carta con una criadita. Es sencilla y trabajadora, viviremos juntos. Quiero vivir como un hombre de pueblo, con una mujer de pueblo. Por cierto, odio a los ricos que nos despojan de nuestros placeres».
Tenía sus propios muebles y vivía en el Quai du Louvre, en una habitación de la quinta planta. Pierre Hardy le relataba todas sus aventuras y Louis Buisson le hacía las mismas confidencias. Estas amistades nos dan ánimo para vivir, prolongando los placeres y consolando las penas. Uno piensa: «Ya se lo contaré a Pierre que se divertirá mucho», «ya se lo contaré a Louis, que me dirá: “Querido amigo, sufrimos porque somos pobres y tímidos y sobre todo porque somos honrados”». Les diferenciaba, en cierta medida, su clase social; Pierre Hardy vivía en la calle del Arbre-Sec, que es una calle más de París, mientras que Louis Buisson vivía en el Quai du Louvre, donde el aire es mucho más limpio.
Sin embargo, hay tardes en las que la amistad no basta. Las palabras y las manifestaciones que acompañan una relación de amistad permiten que nos relajemos. También necesitamos hastiarnos. Pierre Hardy sentía algo de satisfacción en medio de la turbamulta gracias a su amigo y contemplaba a la muchedumbre pensando: «Vosotros no tenéis a un amigo como Louis Buisson». Pero esta afirmación no siempre le consolaba, ya que todo el bullicio del bulevar le decía: «Mucho mejor es tener a una mujer». Entonces él replicaba: «Me estoy preparando para presentarme al examen de ingeniero de caminos, canales y puertos. Seguramente llegaré a ser jefe de negociado. ¡Cuántos de estos hombres que pasean con mujeres del brazo permanecerán toda su vida siendo unos simples empleados! Sin embargo, la multitud al pasar ante él gritaba: «¡Qué más da! Nosotros tenemos mujeres y nos lo pasamos bien». Él contestaba: «Yo tengo un padre y una madre que me quieren más de lo que os quieren vuestras mujeres». «¡Qué más da!», contestaba la muchedumbre, «estás solo y te aburres. En cambio nosotros tenemos mujeres y nos lo pasamos bien».
Entonces, tuvo que aceptar que la alegría de una fiesta era más valiosa que su solitaria existencia. Nada podía oponerse al resplandor de las luces y al desenfreno del placer. Louis Buisson, ferviente partidario de ciertos principios filosóficos, encontraba en ellos bastante fuerza como para mirar a los hombres a la cara. De hecho buscaba en s...

Índice

  1. Nota al margen, Paula Izquierdo
  2. Bubu de Montparnasse
  3. Créditos