De la crisis económica a la crisis política
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De la crisis económica a la crisis política

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De la crisis económica a la crisis política

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Manuel Castells tiene el don del cirujano, el corte preciso, breve, en apariencia fácil, pero fruto de años de investigación. El objetivo de su bisturí aquí es la crisis que arranca en 2008, la "great recession" como ha sido bautizada en Estados Unidos destronando a la de 1929. Su análisis incisivo hace aflorar los cambios profundos que se han operado en España y en el mundo: la deslegitimación de los políticos y de las élites, los movimientos críticos con el sistema, los nuevos partidos, el impacto en la Unión Europea y el euro, la cuestión catalana, la nueva sensibilidad antimercantilista, que se comunica por internet y valora más la interrelación humana que el interés. A través del tiempo, desde entonces hasta ahora, Manuel Castells ha desmenuzado en La Vanguardia y Vanguardia Dossier esa auténtica revolución que ocurre poco a poco, en unos artículos antológicos que ha agrupado temáticamente aquí y cuyo conjunto constituye un ensayo imprescindible para entender nuestra época.

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Información

Año
2016
ISBN
9788416372256
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

Capítulo 1

Metamorfosis de la crisis económica del 2008 al 2015

La crisis (1)

Vivimos la crisis más profunda de la economía mundial desde 1929. Es una crisis financiera relacionada con una crisis del mercado inmobiliario. Tiene su epicentro en Estados Unidos pero se difunde mundialmente mediante la interdependencia de los mercados financieros globales. Sus raíces están en la desregulación de las instituciones financieras que fue acelerándose desde 1987. Surgió un nuevo sistema financiero que aprovechó las tecnologías de información y comunicación y la liberalización económica para innovar sus productos y generar una expansión sin precedentes de los mercados de capital. Se afanó en transformar cualquier valor, actual o potencial, en activos financieros, rentabilizando tanto el tiempo (mercados de futuros) como la incertidumbre (mercados de opciones) y procediendo a la titularización financiera (securitization) de cualquier tipo de bienes y servicios, activos y pasivos financieros y de las propias transacciones financieras. Así, uno de los mecanismos más perniciosos en la crisis actual es la compraventa de valores a corto plazo, una práctica especulativa en la que se opera sin cobertura alguna de capital (naked short selling). Un ejemplo de desregulación financiera son los fondos de cobertura (hedge funds) que escapan a cualquier control y administran inversiones de grandes capitales en operaciones de alto riesgo. Son sobre todo compañías de seguros y fondos de pensiones quienes invierten en estos fondos frecuentemente localizados en paraísos fiscales. Pero el cambio más profundo es la generalización de los derivados financieros, productos sintéticos que integran distintos tipos de activos de distintos orígenes y se mezclan en un producto nuevo cuya cotización depende de múltiples factores distribuidos globalmente. La complejidad de estos productos hace imposible su identificación, por lo cual desaparece la transparencia financiera, base de una contabilidad rigurosa capaz de informar a los inversores. En algunos productos se mezclan valores sólidos con lo que en la jerga bancaria española se llaman chicharros o valores basura. En último término, el ahorro mundial (el suyo también) está en manos de gestores financieros apenas regulados que operan en la oscuridad contable mediante mecanismos cada vez más desligados de la economía y de la auditoría. Cierto que en una época de alto crecimiento de la productividad, hace una década, el dinamismo de los mercados financieros permitió una expansión económica global que creó empleo y demanda, incorporando a la economía mundial a grandes economías emergentes y ampliando la base del capitalismo. Así, entre 1950 y 1980 por cada dólar generado por el crecimiento económico en la OCDE, se crearon 1,5 dólares de crédito. En el 2007 la proporción era de 1 a 4,5. Pero el precio pagado por ese aumento de liquidez para empresas y hogares ha sido el endeudamiento masivo y la inseguridad financiera. La titularización financiera representó un 70% del aumento de los mercados de deuda entre el 2000 y el 2007. Era un ejercicio de alto riesgo. Y se rompió por el punto más débil: la burbuja inmobiliaria. Cuando la gente tiene algo de dinero (o lo puede conseguir fácilmente) piensa primero en comprar una casa. Y como las financieras hacen tanto más dinero cuanto más dinero venden relajaron los controles de sus hipotecas aprovechando su libertad. Así surgieron las hipotecas basura (subprime) que se hicieron impagables para cientos de miles de familias que arriesgaron más de lo que podían. Como el mercado inmobiliario se hundió, el valor de las casas que los bancos usaban como garantía de préstamos no pudo compensar las pérdidas, poniendo en peligro las instituciones poseedoras de hipotecas. En Estados Unidos, Fannie Mae y Freddie Mac, los bancos hipotecarios con garantía federal, no pudieron absorber la deuda con sus propios fondos y tuvieron que ser nacionalizados. Además esos activos inmobiliarios devaluados servían de garantía para los valores de fondos de inversión, que vieron cómo se rebajaba su cotización. Los inversores, con razón temerosos de la seguridad de su dinero, lo desviaron hacia bonos del Tesoro garantizados a plazo fijo o al oro y otros activos típicos de tiempos inciertos. Lo cual sustrajo una enorme masa de capital a los bancos de inversión que ya estaban inmersos en una vorágine de inversiones no garantizadas mediante fondos que ni ellos mismos sabían de dónde salían o dónde estaban. Y es que el conjunto del sistema estaba basado en el principio de hacer girar la inversión cada vez más deprisa, expandiendo el mercado a base de inyectar dinero y recogiendo los frutos de esa expansión a través de la transformación inmediata de beneficios y ahorros en activos financieros. A partir del momento en que se genera incertidumbre se quiebra la base del sistema financiero. Y cuanto más alto volaba un banco más dura fue la caída, por la dimensión de su descubierto. Así han ido cayendo los cinco grandes bancos de inversión del mundo (todos estadounidenses) y aunque algunos, como Goldman Sachs, han sido rescatados por el Gobierno y los inversores, sólo sobreviven como bancos de depósito. Se acabó pues, aunque el proceso aún está en curso, la gran banca de inversión que había caracterizado la globalización financiera de nuestro tiempo. La falta de regulación permitió también a las aseguradoras, empezando por el gigante mundial AIG, especular con los fondos de sus asegurados, llegando al borde de la bancarrota cuando su capital propio sólo cubrió una pequeña parte de sus obligaciones. Si ni siquiera se puede estar seguro de los que aseguran, la desconfianza se generaliza. Por eso el Gobierno estadounidense refinanció AIG, porque su caída hubiera tenido consecuencias trágicas. Pero la tragedia sigue acechando. Porque si la incertidumbre continúa, nadie invierte y nadie presta. Y sin dinero, las empresas reducen actividad, aumenta el paro, cae la demanda y la espiral recesiva se convierte en torbellino destructor de economía y vidas. De eso hablan en Washington, mientras algunos intentan irse de rositas lejos de lo que provocaron y otros medran con los despojos.
27 de septiembre de 2008

La crisis (2)

En medio del torbellino financiero global, ¿es España diferente? Sólo en parte. Es cierto que nuestro sistema financiero esta saneado y regulado en la medida de lo posible, como se repite en medios oficiales con la intención de no sembrar incertidumbre que pudiera desestabilizar las instituciones de depósito provocando una crisis derivada de la psicología colectiva de crisis. Por otro lado, como los mercados financieros son globales e interdependientes no puede evitarse el contagio de un país por la presencia en sus bancos de activos tóxicos, es decir títulos financieros sin respaldo real y que son pasivo más que activo en las cuentas de las entidades financieras. Si los gobiernos han tenido que intervenir en Alemania para salvar a Hypo, el mayor banco hipotecario del país, en el Benelux para rescatar a la gigantesca Fortis, en Francia para nacionalizar Dexia mientras se preparan para reflotar la legendaria Caisse d’Epargne, en Inglaterra para evitar la quiebra de bancos hipotecarios como el Bradford & Bingley, en Italia para proteger a Unicredit, todo ello con la Comisión Europea presta para intervenir en el conjunto del sistema bancario de la Unión... ¿por qué no aquí? Sobre todo teniendo en cuenta que la protección de los depósitos de los ahorradores españoles es la más baja de Europa (se sitúa en el mínimo establecido por la Unión Europea, 20.000 euros por titular de cuenta y entidad, en contraste con 70.000 en Francia, 63.000 en el Reino Unido o 175.000 en Estados Unidos en la propuesta actual, que incrementó los 60.000 euros que había anteriormente). En realidad, los argumentos tranquilizadores son sólidos. El fondo español de garantías de depósitos es el mejor provisto de Europa, la vigilancia del Banco de España ha obligado a los bancos a mantener una liquidez razonable desde hace tiempo y los precedentes históricos tales como Banesto o Banca Catalana muestran la capacidad de la intervención preventiva del Estado antes de que los depósitos corran peligro. Al menos en ausencia de una crisis generalizada con reacciones en cadena de quiebras no absorbidas por el Estado en Estados Unidos y en Europa. Por eso es tan importante la aprobación por el Congreso de Estados Unidos del plan de rescate (una vez reformado para que no sea un festín de banqueros a costa del contribuyente) para calmar a los mercados y frenar la caída de los valores bursátiles. Pero si una quiebra de parte del sistema financiero semejante a la que ha ocurrido en Estados Unidos es poco probable, las consecuencias de la crisis para la economía española son graves y profundas. Porque si los bancos no tienen grandes problemas de solvencia, sí tienen problemas de liquidez. Y es que nuestro sistema financiero depende del crédito exterior para financiar a las familias y empresas, sobre todo pymes. En la medida en que en el mercado global se ha ido cerrando el grifo del crédito fácil, nuestras entidades financieras han tenido que reducir sus préstamos en el último año. De ahí la restricción de la actividad hipotecaria (caída anual de un 47%) y por consiguiente la crisis inmobiliaria que está en el origen del estancamiento económico. Un altísimo nivel de paro y los elevados tipos de interés se traducen en un aumento de la morosidad que presiona a las entidades financieras agravando sus dificultades de tesorería. Es decir: el sistema esta saneado y regulado, pero es cada vez menos capaz de proporcionar capital a la economía. Sin capital no hay inversión, no hay empleo y no hay crecimiento de la demanda.
La recesión en que ya estamos metidos supone la quiebra de un modelo de crecimiento que hace tiempo califique de inestable. Un modelo caracterizado por un alto crecimiento económico con bajo o nulo crecimiento de la productividad (exceptuando algunos sectores dinámicos como las finanzas o las telecomunicaciones). La economía española de la última década ha crecido a partir de tres factores básicos interrelacionados: el crecimiento del empleo, alimentado por la inmigración; el crecimiento del sector inmobiliario y de la construcción; y el crecimiento del turismo.
La inmigración ha sido un factor clave no sólo por proporcionar mano de obra abundante y barata sino también porque un inmigrante, al instalarse en el país, genera una importante demanda. El empleo creció sustancialmente en sectores de servicios y de construcción de baja productividad y escasa cualificación. De modo que, cuando se para el financiamiento del sector inmobiliario y se reduce empleo en un contexto de estancamiento del turismo como consecuencia del bajo crecimiento del entorno europeo, apenas quedan resortes para reactivar la economía española, salvo la inversión pública. Más aún cuando los sectores manufactureros tradicionales (sobre todo el automóvil) acentúan su crisis, tanto por caída de la demanda derivada en parte del precio de la gasolina y en parte de la restricción del crédito, como por factores estructurales que hacen cada vez más difícil el mantenimiento en España de cadenas de montaje en serie. Sin un sistema de innovación eficaz, sin una suficiente capacidad instalada de desarrollo tecnológico y de servicios avanzados de procesamiento de información y con un bajo nivel de educación en la fuerza de trabajo, el antiguo modelo de crecimiento español ha entrado en crisis probablemente irreversible al secarse las fuentes de crédito fácil con tipos de interés real negativos y por tanto la economía de la demanda en que nos habíamos montado. Así, no corre peligro nuestro sistema financiero que se ha replegado en orden. Lo que esta agotándose es la bonanza de que disfrutábamos vendiendo nuestra calidad de vida, poniéndole cemento encima, importando trabajadores y montándonos en la lógica del endéudate y vive que son dos días. La economía, aun en recesión, tal vez pueda resistir el choque. Pero la sociedad puede digerir mal el duro despertar a la regla fundamental de la economía: sin productividad y competitividad no se crea ni riqueza ni empleo. Se acabó la fiesta. Tendremos que trabajar como chinos y además para los chinos, que son los únicos que pueden invertir.
4 de octubre de 2008

La crisis (y 3)

La intervención de los gobiernos europeos en el sistema financiero ha ido más lejos que el plan de rescate en Estados Unidos. En lugar de absorber activos devaluados, han capitalizado a los bancos. En algunos casos como el español garantizando una línea de crédito, y en otros, como el inglés, procediendo a una nacionalización parcial de los mismos. Estados Unidos también ha optado finalmente por financiar a los grandes bancos para que sigan prestando y se evite la parálisis económica. Los mercados han reaccionado positivamente pero no están estabilizados ni mucho menos, porque la economía productiva está acusando la contracción de la demanda, el paro aumenta y las acciones de empresas inmobiliarias, tecnológicas o del automóvil siguen cayendo. Parte de los activos que compran los gobiernos han perdido valor y la nacionalización total o parcial de un banco significa enjuagar las pérdidas con el dinero de los contribuyentes, que es limitado. Por tanto, se recurre a emitir bonos, incrementando la deuda a niveles probablemente insostenibles. La esperanza, siguiendo el ejemplo sueco de 1990, es revalorizar los activos financieros y con su venta futura recuperar parte del dinero. La cuestión que se plantea es la transparencia de la operación. Nadie sabe quién tiene qué dada la interpenetración de inversiones en el mercado global. Y también falta transparencia en la intervención de los gobiernos con nuestro dinero. En Estados Unidos tuvieron que crear un comité de seguimiento para conseguir el acuerdo del Congreso. En Europa, hay una pasividad asombrosa de la ciudadanía que deja hacer sin entender qué pasa. Cuando alguien pregunta se le amenaza con males mayores si no se salvan los bancos. Porque en último término ¿por qué tendríamos que seguir confiando en aquellas instituciones financieras que no han cumplido su función de asegurar nuestros ahorros y proporcionar capital a las empresas porque dieron prioridad a sus propias ganancias? Si hay que nacionalizar bancos, ¿por qué no hacerlos funcionar de forma distinta en lugar de reflotarlos para que vuelvan a las andadas?
Este es el problema de fondo. El tipo de capitalismo en el que vivíamos desde hace tres décadas, construido en torno a un mercado financiero global desregulado, ha entrado en crisis irreversible Y la construcción de un sistema que lo sustituya es incierta porque no se había pensado en serio, a pesar de las advertencias de expertos como George Soros o Warren Buffet, que calificó los nuevos instrumentos de titularización como “armas financieras de destrucción masiva”. Todos concuerdan en dos cosas: las medidas actuales son paños calientes mientras se reforma en profundidad el sistema financiero; y es necesaria una regulación global de las prácticas financieras. Fácil de decir, muy difícil de hacer. Porque los flujos financieros son globales, operan electrónicamente y no reconocen fronteras. Y no hay autoridad financiera internacional con competencia para regular, ni siquiera el FMI. No hay jurisdicción sobre los paraísos fiscales, los bancos centrales se limitan a su país y la contabilidad se ha hecho tan opaca que nadie sabe identificar el origen y destino de algunos de los flujos más importantes. Tomemos el caso de los seguros sobre créditos impagados (credit default swaps, CDS), la mayor innovación financiera de la última década. Para escapar a la obligación de tener reservas suficientes para los préstamos que hacían, las instituciones financieras acordaron crear un seguro para cubrir los impagados. La idea genial fue titularizar los seguros mismos pagando intereses sobre dichos seguros. Los préstamos se clasificaron en función de su nivel de riesgo y se vendieron trozos de seguros a otras instituciones financieras, remunerando según riesgo. Así los bancos pudieron prestar por un montante muy superior a su cobertura, y el riesgo de los impagados se distribuyó entre los compradores de los CDS. Cuando algún préstamo fallaba, los poseedores de los CDS correspondientes pagaban en función de su cuota y todos contentos. Así se hicieron préstamos cada vez más arriesgados en todos los confines del planeta y con garantías colaterales de todo tipo, incluidas hipotecas o trozos de hipotecas, que también se aseguraban creando nuevos mercados. Entre 1995 y 2008 el mercado de CDS aumentó de 10.000 millones de dólares a 62 billones. El asegurador de última instancia en Estados Unidos era AIG, la aseguradora mayor del mundo, que tenia 440.000 millones en CDS. Por eso fue rápidamente intervenida por el Gobierno, porque de haber quebrado se hubieran propagado quiebras en cadena por instituciones financieras del todo el mundo. Pues bien, si ese mecanismo se suprime, como ya parece decidido en Estados Unidos, los bancos tendrán que adecuar sus préstamos a sus reservas y por tanto se reducirá extraordinariamente el volumen de préstamos. Este es el quid de la cuestión. La expansión del capitalismo global se ha basado en mecanismos de multiplicación de capital virtual como este. Obligar al rigor financiero quiere decir que sin dinero fácil ni las empresas pueden invertir ni la gente puede comprar como antes. Los chinos y los árabes tampoco porque sus inversiones financieras están en el mismo saco y porque sus exportaciones dependen del consumo occidental. De modo que lo que se plantea es ni más ni menos que un cambio de modelo de vida: menos consumo (porque no habrá crédito para comprar), más trabajo y más productividad (para generar más capital y más salario dentro de la empresa), más control del mercado por el Estado y limitación de la circula...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Dedicatoria
  4. Introducción
  5. Capítulo 1
  6. Capítulo 2
  7. Capítulo 3
  8. Capítulo 4
  9. Capítulo 5
  10. Capítulo 6
  11. Capítulo 7
  12. Epílogo
  13. Agradecimientos
  14. Sobre el autor
  15. Nota
  16. Créditos