Leer es un riesgo
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Leer es un riesgo

  1. 239 páginas
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Información del libro

Alfonso Berardinelli, el agitador cultural más idómito y polémico de Italia, recoge en este libro sus reflexiones más lúcidas y provocadoras sobre la lectura y los cánones literarios sin posicionamientos políticos, sin proclamas ni programas.Leer es un riesgo y además es contagioso cuando se lee con pasión.Leer es un lujo, un impulso noble, un vicio que la sociedad no censura.Este libro es una reivindicación del valor de la independencia y la necesidad de tomar distancia con el pensamiento dominante que no dejará indiferente.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412039139
i. Los riesgos de la lectura
Los riesgos de la lectura
Leer es un riesgo. Leer, querer leer y saber leer son costumbres cada vez menos garantizadas. Leer libros no es algo natural y necesario como caminar, comer, hablar o usar los cinco sentidos. No es una actividad vital, ni en el plano fisiológico ni en el social. Viene después, implica una atención especialmente consciente y voluntaria hacia uno mismo. Leer literatura, filosofía y ciencia, si no se hace por trabajo, es un lujo, una pasión noble o ligeramente perversa, un vicio que la sociedad no censura. Es tanto un placer como un propósito de mejora. Requiere cierto grado y capacidad de introversión y concentración. Es una forma de salirse de uno mismo y del ambiente que nos rodea, pero también es un medio para conocerse mejor, para ser más conscientes de nuestro orden y desorden mental.
La lectura es todo esto y quién sabe cuántas cosas más. Sin embargo, constituye apenas uno de los medios a través de los cuales nos abstraemos y nos concentramos, reflexionamos sobre lo que nos pasa, adquirimos conocimientos y nos procuramos sosiego y distancia. Además, el acto de la lectura ha gozado en sí mismo de un prestigio extraordinario, de un aura especial a lo largo de los siglos, desde que existe la escritura. Durante mucho tiempo y de forma repetida, por motivos distintos que podían ser económicos, religiosos, intelectuales, políticos, estéticos y morales, la lectura de ciertos textos tuvo algo de ritual. Los textos que se pasaban de mano en mano, como los libros sagrados, los códigos de leyes y las obras literarias, se conservaban y se legaban escrupulosamente para poder ser usados de nuevo. La sociedad occidental moderna transformó y reinventó, en cierta medida, los motivos y los tipos de lectura. Sin embargo, en las últimas décadas el acto de leer, su valor reconocido, su calidad y hasta sus condiciones materiales y técnicas, parecen estar amenazadas. Habló de ello Italo Calvino medio en broma, pero sinceramente preocupado, en el íncipit de una de sus últimas novelas:
Estás a punto de comenzar a leer la nueva novela Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino. Relájate. Concéntrate. Aleja de ti todo pensamiento. Deja que el mundo que te rodea se difumine en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; tras ella siempre está la televisión encendida. Díselo ya a todo el mundo: «¡No, no quiero ver la tele!». Levanta la voz si no te oyen: «¡Estoy leyendo! ¡No quiero que moleste nadie!». Quizá no te hayan oído, con todo ese jaleo; dilo más fuerte, grita [...].
Se trata de los riesgos que corre la lectura. Después están los riesgos que corren quienes leen, sobre todo los que leen literatura, filosofía e historia, en especial la que se ha escrito en Europa y América en los dos últimos siglos. Desde que existe eso que llamamos Modernidad —es decir, la cultura de la independencia individual, del pensamiento crítico, de la libertad de conciencia, de la igualdad y de la justicia social, de la organización y de la productividad, así como de su rechazo político y utópico—, desde entonces leer supone correr riesgos. Es un acto social y culturalmente ambiguo: permite e incrementa la socialización de los individuos, pero, por otra parte, pone en riesgo la voluntad individual de entrar en la red de los vínculos sociales renunciando a una cuota de tu propia autonomía y singularidad.
Sociedad e individuo, autonomía personal y bienestar público, son dos fines no siempre compatibles, en ocasiones antagónicos, entre los que se debate nuestra cultura. No podemos evitar mostrarnos de acuerdo con la necesidad de igualdad y de singularidad. Sin embargo, cuando vivimos nuestra cotidianeidad personal y cuando reflexionamos sobre política y elegimos a nuestros gobiernos, este doble beneplácito crea un conflicto entre deseos y deberes.
Con todo, también resulta arriesgada la lectura de los clásicos premodernos, es decir, de Montaigne, Cervantes o Shakespeare, que reinventaron géneros literarios fundamentales como el ensayo, la épica y el teatro. Los problemas y los valores que caracterizan la modernidad occidental, como la libertad, la creatividad, la revuelta y la angustia, se manifiestan con claridad sobre todo a principios del siglo xvii, y crecerán hasta barrer y destruir la tradición precedente grecolatina y medieval. Un lector atento y libre comentarista de clásicos antiguos como Montaigne se declaraba, con una sinceridad tal vez exagerada, hombre sin memoria. Cervantes elogiaba y mostraba la imposibilidad del heroísmo antiguo, que se había vuelto enemigo de la realidad y del sentido común, una locura libresca. Shakespeare atenuó y reformuló la distinción entre cómico y trágico, alto y bajo, rey y bufón, príncipe y enterrador, heroísmo y hastío melancólico.
No por ello se dejó de leer a los clásicos antiguos: solo que la literatura moderna dejó de imitarlos, como había sucedido entre los humanistas y los sabios neoantiguos en los siglos xv y xvi. En la posmoderna New Age (una variante de la posmodernidad), lo neoantiguo regresó, por iniciativa de Nietzsche, en tanto que polémicamente «inactual». Por lo tanto, leer a los antiguos también puede volver a comportar riesgos, al menos cuando no es mera erudición y arqueología. Si es verdad que para leer, comprender e interesarse por un autor hace falta Einfühlung, identificación, aunque se trate de Parménides o de Virgilio, también es cierto que sentirse contemporáneo de los sabios presocráticos o de un clásico latino puede inducir cierta dosis de locura anacrónica: al menos en Occidente, cuya historia ha llevado a impulsar e idolatrar la idea de Historia como Progreso y Revolución, como superación incesante de condiciones precedentes e interrupción periódica de la continuidad.
No estamos en India, donde muchos aspectos de la tradición se han mantenido durante tanto tiempo como para haber impedido e incluso haber vuelto irrelevante la datación precisa de algunas obras clásicas. Nosotros estamos espoleados, obsesionados e intoxicados por la idea de Historia y por el afán por superar, demoler, desbancar y declarar obsoleto el pasado. Leer lo que nos dice ese pasado se ha convertido, por tanto, en una actividad exclusiva para historiadores y filólogos: se estudia para mantenerlo a distancia, no para ser leído con identificación. Algunos neometafísicos de los siglos xx y xxi, al restaurar la continuidad interrumpida por nuestra historia social, se exponen al artificio, a declamar verdades antiguas con trajes antiguos, actualizando categorías ascéticas y místicas de las que, en la actualidad, apenas se consigue tener una idea, en ausencia de prácticas y de experiencias adecuadas.
El primer riesgo para el lector, el más antiguo y de los más graves, es el de convertirse y querer convertirse en escritor; o también, y peor aún, en crítico. Me limito a recordar una obviedad fundamental: los libros son contagiosos. Pero para sufrir el contagio hace faltar leerlos con pasión y, digámoslo también así, con cierta predisposición ingenua. Sin ser Don Quijote ni Emma Bovary, llevados por el mal camino debido al heroísmo caballeresco o al amor romántico, todo lector apasionado (no solo de novelas) hace que sus lecturas predilectas formen parte de la construcción de su identidad. La lectura permite establecer vías de comunicación entre el yo profundo —con su caos— y el yo social que debe enfrentarse a las normas del mundo.
Entre las lecturas más arriesgadas se encuentran aquellas cuyo contagio sugiere o impone cambiar de vida, escapar del mundo o transformar radicalmente la sociedad. Quien haya sido (o continúe siendo) cristiano o marxista sabe bien de lo que hablo: el Nuevo Testamento y las obras de Marx y Engels no absuelven a quienes, después de haberlos leído, siguen siendo como antes. No se trata meramente de libros: son tribunales que nos juzgan a todos y cada uno de nosotros, fundando leyes y objetivos metafísicos, históricos, morales y utópicos. El acercamiento blasfemo, un poco obvio y también contradictorio, entre los evangelios y Marx, permite entender que se den analogías entre lecturas de hace veinte siglos y lecturas más recientes.
El valor que una comunidad y una sociedad atribuye a la elección de ciertos textos, al modo de leerlos y de responder a la lectura, convierte algunas obras en un objeto intocable, libre de la crítica y de la discusión. El hecho mismo de poder convertirse en «marxista» acto seguido de leer a Marx prueba que el autor y su obra se vuelven una fuente de certezas indiscutibles, cuando no de auténticos dogmas impuestos y defendidos con el chantaje, las amenazas y la coerción. En el caso de este tipo de lecturas, el riesgo reside en que estar de acuerdo o en desacuerdo, mostrar aceptación o rechazo, exponen al lector a condenas y represalias, tanto intelectuales como sociales y políticas. Todo esto ha sucedido.
Sin llegar a los casos límite, también nuestras modernas culturas secularizadas, desacralizadas y desacralizadoras atribuyen a una serie de libros un valor que, al menos durante un periodo de tiempo, los consagra. Discutirlos, criticarlos, rechazarlos, disminuir y limitar su valor se interpreta, en consecuencia, como un desafío a la communis opinio, a la racionalidad, a la inteligencia, a la modernidad, al progreso, a la corrección moral o política. De manera más o menos explícita, toda época tiene su canon. En ocasiones, junto a cánones y subcánones alternativos. En el siglo xx hemos tenido el canon de Benedetto Croce y el canon de Franco Contini, el de Georg Lukács, el de T. S. Eliot y el de André Breton. Todos los críticos más reconocidos han sido, al menos de forma parcial, canónicos y canonizadores, cada uno con su criterio de elección: Leo Spitzer (desviación de la norma lingüística), Erich Auerbach (división o mezcla de estilos en la representación de la realidad), Víktor Shklovski (modos del extrañamiento), Mijaíl Bajtín (polifonía y dialogismo), Walter Benjamin (alegoría y utopía), etc.
Convertirse en escritor o en crítico literario después de haber leído a uno o más autores, quiere decir, en el primer caso, imitar, desafiar, retomar, tratar de superar un modelo o decidir derribar un ídolo; en el segundo, quiere decir transformarse de lector en superlector, lector al cuadrado, lector que escribe sobre lo que ha leído, que intensifica el acto de leer elaborando métodos para leer mejor o para extraer el máximo provecho científico, moral e ideológico de la lectura.
El crítico, en tanto que lector especial, hiperlector, lector creativo, lector-estudioso, lector-juez, lector-pedagogo o lector-filósofo, puede tender a ponerse al servicio del texto (el filólogo en sentido riguroso y lato), poner el texto al servicio de su propia autobiografía más o menos explícita (el libre comentarista e intérprete que actualiza y «trae al presente» el texto para arrojar luz sobre su condición), o poner el texto al servicio de alguna teoría y ciencia de la literatura. En otras palabras, se trata de modalidades de lectura que en el último medio siglo se han alternado entrando en conflicto y polémica.
El proyecto estructuralista y semiológico, al integrar métodos de análisis textual y una teoría general de la literatura, produjo, sobre todo, un riesgo: el de evitar a la lectura sus riesgos, poniendo al lector a salvo, más allá o más acá de sus reacciones subjetivas. Los libros, autores y obras se consideraban únicamente en tanto que objetos textuales que analizar. Las variantes empíricas, circunstanciales y subjetivas del acto de la lectura eran eliminadas. Leer se consideraba un acto culturalmente digno y correcto solo si los procedimientos de análisis estaban fijados a priori como deontológicamente dignos y científicamente correctos. El profesional de la lectura se presentaba como la superación y la trascendencia del lector empírico.
El acto de leer quedaba saneado, desinfectado de las bacterias de la eventualidad y de las interferencias de la subjetividad amateur del lector. La ciencia (una cientificidad la mayoría de las veces mal entendida, tomada del modelo de las ciencias exactas), desterraba la psicología, la ética, la política y la reflexión filosófica. El modelo estructuralista-semiológico difundió en un tono triunfalista y progresista el mensaje de que la gran tradición de la crítica moderna —impura, moralista, impresionista, ideológica y precientífica— había quedado superada. Parecía una interrupción definitiva de la continuidad con el pasado reciente. Se utilizaba la Poética de Aristóteles y los tratados de retórica como antídotos contra los c...

Índice

  1. Alfonso Berardinelli, el italiano invisible, H. M. Enzensberger
  2. Un francotirador de la crítica, Salvador Cobo
  3. I. Los riesgos de la lectura
  4. II. Internet ya no es el paraíso
  5. III. ¿Fin de la poesía?
  6. IV. Italia, historia de un desamor
  7. V. La tierra desolada
  8. Nota bibliográfica