Millán-Puelles. IX. Obras completas
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Millán-Puelles. IX. Obras completas

La libre afirmación de nuestro ser (1994) / Ética y realismo (1996)

  1. 520 páginas
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Millán-Puelles. IX. Obras completas

La libre afirmación de nuestro ser (1994) / Ética y realismo (1996)

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Este noveno volumen comprende el título La libre afirmación de nuestro ser (1994) y Ética y realismo (1996).Con un permanente horizonte metafísico, Millán-Puelles ha desarrollado una ontología del espíritu que investiga la articulación de las facultades superiores en la estructura trascendental del sujeto. Razón y libertad son temas de los que siempre parte y a los que continuamente retorna. La amplitud de su planteamiento filosófico le permite abrir su indagación hacia cuestiones específicas del ámbito económico, social o cultural, con lo que sus hallazgos antropológicos quedan contrastados en campos aparentemente ajenos a su ontología del ser humano. Su amplia bibliografía es clara muestra de la universalidad de sus intereses intelectuales, que cubrían la práctica totalidad del saber filosófico.

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Información

Año
2016
ISBN
9788432146374
Edición
1
Categoría
Filosofia

La libre afirmación de nuestro ser
(1994)

Prólogo

«L'homme est la seule créature qui refuse d'être ce qu'elle est». A. Camus, en L'homme révolté.
La doble posibilidad de que, en el uso de su libertad de opción, el hombre actúe en consonancia con su propio ser específico o, por el contrario, en oposición a él, abre el camino para una interpretación del obrar éticamente recto como la forma práctica de asumir libremente nuestra sustancial naturaleza. Si consideramos inhumano, por ejemplo, el libre actuar de un hombre que maltrata a otro hombre, ello se debe a que en definitiva concebimos cualquier manifestación de la conducta éticamente recta como algo exigido por la conformidad o concordancia con nuestro modo específico de ser.
El despliegue analítico de esta interpretación de la bondad moral de la conducta es el objetivo esencial de la presente obra. Indisolublemente unido a él —e inspirándolo en su raíz— está el concepto de la «ética realista», cuya tesis central estriba en que el fundamento general e inmediato de todos nuestros deberes lo constituye —con independencia de los deseos y las imaginaciones de cada individuo humano— la realidad que es propia de nuestro ser específico de hombres. Con ello la rectitud moral se hace presente como el único modo positivo de la auto-referencia práctica del yo humano, la cual es solamente uno de los aspectos de la índole auto-referencial del ser del yo. (Sobre esta índole versa, dentro del Cap. I, el § 1, cuya lectura no es imprescindible. El haberlo incluido responde a su estrecho enlace con algunas de las ideas expuestas en mi libro La estructura de la subjetividad, donde el deber aparece como un modo de lo que allí denomino la «reflexividad originaria»).
Finalmente, quiero expresar aquí de mi gratitud a los profesores Gilberto Gutiérrez, Juan Miguel Palacios y José Juan Escandell por su valiosa ayuda en la determinación de varios datos bibliográficos de especial interés.
A. M.-P.

INTRODUCCIÓN

I. La auto-referencia práctica del yo humano

§ 1. El sentido auto-referencial del ser del yo
La capacidad de referirse a sí mismo es el poder que de un modo esencial define al ser del yo justamente en tanto que yo y en su más radical nivel. Un ser tiene, en efecto, la condición de un yo si está constituido de tal modo que en él existe la capacidad de llegar a hacerse auto-presente, ejerciendo la actividad de la conciencia. Ahora bien, ello es cierto con dos puntualizaciones: 1ª, lo peculiar del yo en tanto que yo y en su más hondo nivel no es, pura y simplemente, el activo auto-referirse que se cumple en la vida de la conciencia, sino, como algo previo, la fundamental capacidad que lo hace posible; 2ª, la «activa» relación del yo consigo mismo no es en todos los casos una auto-referencia «práctica» (en el sentido más estricto y propio).
Ante todo, el yo humano es un ser al que, en virtud de su propia naturaleza, le pertenece la posibilidad —no en todo instante la ejecución efectiva— de una auto-relación que, por cuanto difiere de él, se distingue radicalmente de su incondicionada identidad consigo mismo. Ciertamente, esta identidad tiene el aspecto de una auto-referencia necesaria, dada en toda ocasión y que afecta al yo en su integridad. Mas a poco que reflexionemos sobre ella nos percatamos de que su alcance no es otro que el de un nexo irreal (mera relatio rationis). Pues sólo ficticiamente —i. e., por obra de su aptitud para idear ficciones— le cabe al yo la posibilidad de escindirse en dos polos o extremos (el ego cogitans y el ego cogitatum), cuyo mutuo ajuste y coincidencia es tan exacto y cabal que en verdad no conviene a dos, sino a uno y el mismo ser.
La identidad del yo consigo mismo no es realmente otra cosa que el mismo yo, pensado como a la vez dividido y unido, sin añadirle nada que verdaderamente sea real. Podemos, indudablemente, concebir esa identidad como si fuese una efectiva relación, mas no podemos lícitamente juzgar que en realidad lo sea, vale decir, que sea verdaderamente una relación real. En cambio, el activo auto-referirse por el cual el yo se hace autopresente al ejercer la conciencia, no es la realidad del mismo yo, sino la propia de una actividad para la que éste tiene la aptitud que más esencialmente le define. El yo no es el ejercicio de su propia conciencia y, por consiguiente, este ejercicio le añade realmente algo. Pero, por otra parte, hay que atender al hecho de que ninguna especie o forma de actividad —así, pues, tampoco la que lleva el nombre de conciencia— es algo a lo que se pueda atribuir propiamente el carácter de lo que se llama relación en su sentido más habitual y en el que ésta se toma al quedar registrada en el catálogo aristotélico de las categorías. La actividad y la relación así entendida son radicalmente heterogéneas: no nos permiten que las inscribamos en uno y el mismo género. ¿Será entonces preciso, si hemos de respetar la clasificación aristotélica de las categorías o géneros supremos, que excluyamos todos los giros lingüísticos de la clase de los usados al decir, por ejemplo, que cada vez que ejerce la conciencia el yo entra en relación consigo mismo de una manera activa? O lo que es igual: ¿se comete, en verdad, una dislocación de los cuadros categoriales de Aristóteles y con ello, por tanto, una efectiva μετάβασις εις ἄλλo γέvoς, al describir la conciencia como una forma de activa auto-relación?
De un modo enteramente general la cuestión se plantea en estos términos: ¿es imposible toda forma de actividad que establezca una relación? Sin embargo, ya al formular esta pregunta podemos advertir muy claramente que lo así cuestionado no es si puede haber actividades que formalmente sean relaciones en el más usual sentido de la palabra, sino si cabe alguna actividad que haga surgir alguna relación (en ese mismo sentido), ya entre dos entidades diferentes, ya en una misma entidad consigo misma. Patentemente, es tan sólo esto último lo que aquí en definitiva nos importa, pero la comprobación de la existencia de ciertas actividades que ponen en relación a un ser con otro no deja de rendir algún provecho para el examen de nuestra cuestión.
Toda acción transitiva, al producir un efecto en un ser distinto de la potencia que lo lleva a cabo, hace surgir en ese mismo ser la especial relación de dependencia que va desde el paciente hacia el agente. La propia dependencia así surgida no es, formalmente hablando, actividad, sino pura y simple relación, pero es una relación que tiene por fundamento una actividad transitiva. Tampoco sería lícito decir que en sí misma esta dependencia es la pasividad correspondiente a la actividad ejercida por un ser sobre otro; pero en cambio es verdad que, en su sujeto, tal dependencia implica una pasividad o «pasión» en el sentido de la recepción de un cierto influjo determinativo de un efecto (pasión como correlato de la acción).
Así, pues, el examen de la actividad transitiva nos hace ver cómo ésta, sin consistir propiamente en una relación categorial, es, sin embargo, una actividad relacionante. O a la inversa: hay un tipo de relación que aunque en sí misma carece, como todas las meras relaciones, de la índole propia de la actividad, es, sin embargo, activa en su fundamento o, mejor dicho, por él, dado que se debe al ejercicio de una acción transitiva, a la cual corresponde una pasividad. De esta suerte, la posibilidad de que en virtud de su fundamento una relación sea activa —o, a la inversa, la posibilidad de que una acción relacione por derivarse de ella un cierto nexo real— se nos muestra aquí condicionada por la índole transitiva de la acción que tiene por correlato una pasión. Y con ello, lógicamente, queda dicho también que el nexo del cual se trata puede darse tan sólo entre dos entidades diferentes, una de la cuales (agens) determina en la otra (patiens) un efecto real.
Nada de ello se cumple en la actividad intransitiva. Ésta no determina ningún efecto real en una entidad distinta de la potencia que la lleva a cabo, sino que permanece en esta misma potencia. No cabe, por consiguiente, que haga surgir una relación real de dependencia cuyo origen se encuentre en el influjo de una entidad sobre otra. Ahora bien, ¿queda así demostrada la imposibilidad de que las acciones intransitivas establezcan auténticas relaciones reales?
La dependencia es la única modalidad de relación para la cual las actividades transitivas pueden, en cuanto tales, comportarse como adecuado y genuino fundamento. Pero la dependencia no es la única forma de la relación real. Por tanto, la imposibilidad de que las acciones intransitivas fundamenten alguna relación de dependencia no demuestra, en manera alguna, que estas mismas acciones no puedan establecer relaciones reales de otra especie. Para no salirnos de los límites del presente contexto, consideremos únicamente el caso propio de las actividades intransitivas cuyo ejercicio lleva consigo la conciencia —ya explícita, ya tan sólo implícita o connotada— del sujeto que las realiza. Tales son las actividades en las que el yo se hace autopresente, aunque no en todas ellas esté dado a sí mismo como su tema u objeto. Incluso cuando el yo está dirigido, cognoscitiva o volitivamente, a algo distinto de él y que así le es objeto, no deja, sin embargo, de tener de sí mismo una inobjetiva, pero efectiva, presencia: algo que en él no existe cuando la actividad de su conciencia está en suspenso y de lo cual son por naturaleza enteramente incapaces todas las entidades no provistas del carácter de un yo.
Para que un ser que es un yo no se refiera activamente a sí mismo —ni siquiera en la forma de una implícita y concomitante autopresencia— es necesario que no esté ejerciendo su capacidad de ser consciente, y para ello, a su vez, es indispensable que no esté en acto de conocer ni de querer. Pues si bien cabe, sin duda, que el objeto del conocer o el del querer no lo sea el mismo yo que realiza estos actos, e incluso que no lo sea ningún yo, no cabe, en cambio, que tales actos se realicen sin ninguna conciencia y, por lo mismo, sin que el yo que los lleva a cabo se haga cargo de sí mismo en modo alguno.
El ejercicio de la capacidad de ser consciente es siempre auto-referencia, y lo es en el modo de una genuina actividad. Pero, en oposición a lo que ocurre en las actividades transitivas, no es esa ninguna acción que funde una relación. Para que esto último acontezca se requiere que el fundamento y lo fundamentado sean esencialmente heterogéneos. Por el contrario, en toda actualización de la capacidad de ser consciente la relación del yo consigo mismo pertenece de un modo intrínseco a la propia actividad que éste realiza: se da juntamente en ella como una dimensión constitutiva de su ser esencial. No cabe, por consiguiente, que esta relación tenga el carácter de la pura y simple relación (tal como en cambio lo tienen todas las encuadrables en la categoría del πρὸς τί aristotélico), porque ninguna de ellas puede estar instalada en el propio ser esencial de algo inscrito en otra categoría.
Se hace así imprescindible la apelación al concepto de la «relación trascendental» como relación perteneciente al ser esencial de algo que no consiste en pura y simple relación. Es bien sabido que quienes admiten este concepto hacen uso del adjetivo «trascendental» para dejar señalado que no se trata de ninguna determinada o particular categoría (la relación categorial o predicamental que es el πρὸς τί de la clasificación aristotélica), sino de algo que se puede dar en diversas categorías y que así rebasa —trasciende— el marco propio de cada una de ellas. Por supuesto, la discusión de todas las objeciones formuladas a la licitud de este concepto estaría aquí fuera de lugar. Para los intereses específicos del asunto que nos ocupa bastará un breve examen de esa nota característica de los actos de conocer y de querer que suele designarse con el nombre de «intencionalidad». El conocer y el querer se refieren esencialmente a sus objetos: están constituidos de tal suerte que sin esa referencia a sus objetos no serían lo que son: vale decir, de ningún modo serían. Por tanto, la referencia a sus objetos no es algo sobreañadido al propio ser de esas mismas actividades; y tampoco sería admisible entenderla como un accidente necesario, pues aunque es cierto que al juzgarla de esa manera continuaría manteniéndose la imposibilidad de un conocer y de un querer desprovistos de intencionalidad, ésta resultaría, en virtud de su carácter de accidente, eliminada de la esencia misma de esas operaciones. Por lo demás, si bien cabe que lo conocido y lo querido sean extrínsecos al conocer y al querer, es, en cambio, imposible que sea extrínseco a éstos su referencia intencional a aquéllos.
A primera vista, puede ciertamente parecer que, cuando no tienen por objeto a su propio sujeto, el conocer y el querer no ponen en relación al yo consigo mismo, por lo cual, y en todos los casos en los que ello acontece, la apelación al concepto de la relación trascendental no sería provechosa para poder entender la activa auto-referencia del yo en el ejercicio de su capacidad de ser consciente. Pero la objeción queda anulada cuando advertimos que el conocer y el querer, por virtud de su propia índole consciente, son siempre connotativas del respectivo sujeto, de tal modo y manera que si su objeto no es él, ese objeto queda vivido justamente como distinto del yo, lo cual, sin duda, requiere que a la vez el yo mismo quede vivido. Y así debe afirmarse que en todas las ocasiones la conciencia es una actividad a cuya intrínseca y esencial constitución pertenece, según el modo de la auto-presencia, la relación (trascendental) del yo consigo mismo.
§ 2. La libre afirmación de nuestro ser
a) En el más amplio sentido es «praxis» toda operación o actividad conscientemente ejercida. Así cabe advertirlo, por ejemplo, en estas observaciones: «La praxis sensu lato abarca —¡quién iba a decirlo!— tanto la teoría o especulación como la operación o acción. Es enseñanza que pertenece a Aristóteles (…) Por otra parte, nadie se negará a admitir que la especulación es una operación, pues corrientemente hablamos de las tres operaciones de la razón especulativa. (…) Esto quiere decir que la razón especulativa realiza también operaciones, realiza praxis en el sentido lato de la palabra, a pesar de ser una facultad teórica»[1]. Aunque la operación identificada a la praxis no aparece aquí, de un modo explícito, con la especial determinación de ejercida conscientemente, esta determinación le conviene sin duda, y de una manera necesaria, pues no cabe especular o teorizar sin conciencia alguna de hacerlo. Por lo demás, nunca utilizamos la voz «praxis», ni siquiera en su acepción más dilatada, para dar nombre a las operaciones que de ninguna forma se nos hacen presentes cuando las realizamos. Así, pues, la conciencia es un requisito de la praxis, pero no un caso de ésta, a pesar de ser actividad.
La conciencia es un cierto hacer, como quiera que «hace presente» el yo a sí mismo. Pero el puro y simple «hacer presente» —el que se lleva a cabo sin ningún otro efecto— es el único «hacer» que a la teoría se atribuye al contradistinguirla de la praxis. La relación del yo consigo mismo en la peculiar actividad que designamos con el nombre de conciencia no es de una manera propia y positiva un efectivo θεωρεῖν, un auténtico teorizar, pues no consiste en la contemplación de una verdad ya encontrada (el θεωρεῖν propiamente dicho), ni en buscar alguna verdad por el gusto de contemplarla (θεωρὶης εἵνεκεν), o tal vez por el gusto de buscarla. Ello no obstante, cabe llamar «teóric...

Índice

  1. Comité editorial
  2. Antonio Millán-Puelles. Obras Completas
  3. La libre afirmación de nuestro ser (1994)
  4. Ética y realismo (1996)
  5. Créditos