El equilibrio interior
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El equilibrio interior

Placer y deseo a la luz de la templanza

José Brage

  1. 176 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El equilibrio interior

Placer y deseo a la luz de la templanza

José Brage

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Información del libro

Todo lo bueno, o es pecado o engorda. En estas páginas, el autor trata de demostrar que es más bien el capricho y el exceso lo que estropea, defrauda… y engorda. El equilibrio es la clave del máximo placer compatible con la libertad y la felicidad, y el nombre de ese equilibrio en la comida, en la bebida y en la vida sexual es templanza.El equilibrio interior constituye un texto revolucionario, al defender lo contrario a lo establecido por el pensamiento dominante: la moderación y la virtud es el camino para alcanzar una vida plena; el deseo y las demás pasiones son algo maravilloso y positivo, que solo producirán sus mejores efectos si se persiguen de un modo razonable. La templanza, por tanto, se manifiesta como una clave indispensable para la felicidad.

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Información

Año
2016
ISBN
9788432146336
Edición
1
Categoría
Filosofía
III.
SOBRIEDAD Y CASTIDAD, O LA ESENCIA DE LA TEMPLANZA
Retomemos la idea del capítulo primero que señalaba la acción característica de la templanza en la moderación. En este capítulo vamos a estudiar dos virtudes que constituyen como su «núcleo duro», al aplicar esa moderación propia de la templanza, a aquellas materias que son más difíciles y costosas de ser moderadas en el hombre: tal es el caso, como ya vimos, de los placeres y deseos producidos por la satisfacción de los dos apetitos naturales más fuertes: el apetito de comer y beber, y el apetito sexual, dirigidos respectivamente a la conservación del individuo y de la especie, y que se refieren principalmente al sentido del tacto, ya sea directamente o porque este se encuentra en la base del sentido del gusto.
Estas dos virtudes son: la sobriedad, que modera lo relativo al apetito de comida y bebida[1]; y la castidad, que modera lo relativo al apetito sexual. Ambas constituyen la esencia de la templanza como virtud especial.
1. La sobriedad en la comida y bebida
La palabra sobriedad deriva de medida, por eso, genéricamente, puede aplicarse a cualquier materia, para indicar que se guarda una medida, que se huye de los excesos.
En sentido propio, es la virtud que lleva al hombre a satisfacer el apetito de comida y bebida de modo razonable, tanto para la conservación del individuo, como para las necesidades de la vida presente, que incluyen la vida social y el estado en que nos encontramos. Por tanto, la sobriedad como virtud lleva al hombre a privarse, no de todo alimento, sino solo de aquel o en aquella cantidad que, de acuerdo con la razón, no resulta conveniente a su propia persona y a las exigencias de los hombres con los que convive (salud, relaciones sociales, etc.)[2].
En esta definición interesa resaltar que la regla de la sobriedad incluye, además de la conservación de la vida, las necesidades de la vida social y de nuestra vida afectiva y psicológica. ¡Cuántos sucesos socialmente relevantes, por ejemplo, tienen lugar alrededor de la mesa! Momentos ordinarios de vida de familia, celebraciones de todo tipo, comidas con amigos, comidas para resolver un malentendido, para conocer una persona, comidas de trabajo... Cada uno de esos momentos conlleva un modo específico y diverso de plantear el ejercicio de la virtud que nos ocupa.
Leo Kass, al tratar sobre los aspectos sociales de la comida, distingue los «placeres de la mesa» (satisfacción que sigue a este momento clave de la vida social) de su antecedente necesario: el «placer de comer» (satisfacción del apetito de comer). Este autor hace ver cómo estos placeres de la mesa vienen exigidos por la propia naturaleza humana, de manera que no son algo meramente conveniente sino, en algunos casos, necesario. Más en concreto, aborda la costumbre de la hospitalidad, el carácter civilizador del comer juntos alrededor de la mesa, las buenas maneras, el sentido del banquete y la conversación[3]. En el fondo se trata de lograr esa cortesía y sencillez que nos permite disfrutar, a la vez que de la comida y la bebida, de los placeres de la conversación, la hospitalidad, la cultura y la amistad.
En orden a la virtud de la sobriedad, no importa qué alimentos o qué cantidad se toma —siempre que se haga en conformidad con el orden de la razón (salud, buena educación, etc.), es decir, bajo la regla de la templanza—, sino con qué facilidad y serenidad de ánimo sabe el hombre privarse de ellos cuando es necesario o conveniente[4]. Es decir, y esto es clave, la verdadera sobriedad no es un mero «contenerse», sino una transformación del «deseo» mismo, del apetito de comer y beber, para que no desee con vehemencia lo que no necesita, no le conviene o, simplemente, no es aconsejable. Solo así es posible esa «facilidad y serenidad de ánimo», que es manifestación de la verdadera virtud. Hace ya muchos años, siendo guardiamarinas en el buque escuela Juan Sebastián Elcano, recuerdo como en las numerosas recepciones oficiales a bordo en los distintos países, un compañero se pedía habitualmente tan solo una copa, y cada vez que un camarero pasaba y le ofrecía algo de comer, respondía: «No gracias», y se dedicaba a atender a los invitados. No comía nada. La conducta de aquel hombre me llamaba la atención, rezumaba elegancia y cortesía, y mostraba una cierta superioridad moral sobre muchos de los asistentes (invitados y anfitriones), que se abalanzaban sobre las bandejas de ibéricos como aves de rapiña. Al preguntarle, siempre respondía: «Cada cosa a su tiempo». Parecía no costarle en absoluto.
Corresponde a la razón calibrar qué es lo conveniente y lo necesario. Algunos motivos por los que la razón puede aconsejar al hombre tomar una menor cantidad de alimentos son: evitar una enfermedad, realizar con más agilidad unos ejercicios físicos, no engordar, evitar males o conseguir bienes espirituales, etc. Este último es, precisamente, el sentido del ayuno, que viene a ser «como una medicina preparada en los laboratorios de la templanza»[5].
El ayuno, tal y como se practica en muchas religiones, también en la cristiana, pretende curar el desorden del apetito sensible y fortalecer el espíritu humano (inteligencia y voluntad) frente a las pasiones. De este modo, el hombre no queda atrapado por esos deseos y gozos de placer sensible inmediato, y puede elevarse a la contemplación y amor de la verdad, a gozar de la belleza, etc. Ahora bien, y esto es importante, para que el ayuno sea virtuoso se ha de asegurar el alimento necesario para atender la conservación de la salud y evitar una debilidad que incapacite para aquellas operaciones que manifiestan la dignidad de su naturaleza racional: trabajar sin limitaciones, pensar bien y con objetividad, mantener el buen ánimo y el equilibrio emocional, etc.[6]. Si no se asegurara esto, el ayuno no sería virtuoso, sino vicioso: sería «pasarse por el otro extremo». Esto se ve claro en algunos casos enfermizos, como la anorexia, pero también podría llegar a ser el caso de algunas dietas extremas de adelgazamiento.
No ha de extrañar que la sobriedad incluya cierta negación: abstenerse de algunos alimentos. Lo importante es que con esa privación se mantiene el justo medio en la comida y la bebida, conforme con la recta razón. La necesidad de abstenerse en cierta medida, de aplicar un freno en los deleites de la comida y bebida, es necesaria porque, como observa Kass, el hombre, por su condición fisiológica de omnívoro más alto y a la vez animal racional, está dotado de apetitos indeterminados y de una apertura casi ilimitada. A diferencia de lo que ocurre en los demás animales, a los que la naturaleza conduce espontáneamente a comer lo necesario, el hombre puede perseguir los «placeres del paladar» como un fin en sí mismo, desligados de la finalidad a la que en principio sirven. Así, «la imaginación humana ofrece a la voluntad como atractivos algunos alimentos —y algunas cantidades— que natural o instintivamente no son ni deseables ni sanos»[7].
Pensemos, por ejemplo, en una persona con altos niveles de ácido úrico y riesgo de padecer «gota», y que a pesar de todo no resiste la tentación de comer marisco, mientras dice: «No me sienta nada bien, pero ¡está tan rico!». Pensemos en esas comidas con motivo de una celebración en las que tantas veces es fácil comer mucho más de lo necesario, y sentirse después incómodo. O en una persona que, a pesar de estar exageradamente gorda[8], con riesgo para su salud (problemas cardiovasculares, problemas en las articulaciones de la rodilla, etc.) y algunos inconvenientes para su vida conyugal (aspecto menos atractivo) y su vida social (limitación de su capacidad de trabajo), no es capaz de negarse a la bollería industrial y otros alimentos basura a los que está acostumbrada, ricos en grasas saturadas y otros aditivos artificiales potenciadores del sabor. Por eso lo primero que se necesita es la restricción: decir que no. Abstenerse. Como dice Kass, «si el problema es el exceso de amplitud (del apetito), entonces la prohibición es el inicio del proceso civilizador (de ese mismo apetito)»[9].
Ahora bien, no conviene perder de vista que esta amplitud y falta de restricción del apetito humano, es también una prueba de su dignidad y de su condición ética. El hombre puede y debe modelar sus gustos, su apetito y el modo de satisfacerlo, de manera que reflejen su racionalidad y libertad. Todas las culturas han humanizado el acto de comer y beber, distinguiéndolo del modo en que lo llevan a cabo los animales. Por ejemplo, gran parte del placer del sentido del gusto es de hecho intelectual: hay un placer en reconocer lo distintivo de los diversos sabores y texturas, y en el mero hecho de identificarlos. Se trata, en cierto modo, de una experiencia estética en la que el placer, en las distinciones de sabores y texturas realizadas, lleva al alma más allá de la preocupación por lo meramente necesario, por la supervivencia. En este sentido, el buen «gourmand no es, como afirman algunos un esclavo de su estómago, un glotón sin cerebro. Al contrario, es un esteta cuya necesidad de comer sirve a una aspiración más refinada y superior: el deseo de conocer y apreciar»[10].
El vicio por defecto de la sobriedad es la gula, que no es toda apetencia de comer y beber, sino solo la desordenada, es decir, la que se ap...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. INTRODUCCIÓN
  7. I. ¿QUÉ ES LA TEMPLANZA?
  8. II. ¿MERECE LA PENA VIVIR LA TEMPLANZA?
  9. III. SOBRIEDAD Y CASTIDAD, O LA ESENCIA DE LA TEMPLANZA
  10. IV. VERGÜENZA Y HONESTIDAD: LAS ARMAS DE LA TEMPLANZA
  11. V. TEMPLANZA COMO ACTITUD ANTE LA VIDA
  12. BIBLIOGRAFÍA
  13. JOSÉ BRAGE TUÑÓN