Alemania
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Alemania

Impresiones de un español

  1. 248 páginas
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Alemania

Impresiones de un español

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Información del libro

Este libro, Alemania. impresiones de un español, fue publicado hace casi un siglo, en 1916, y no es más que un puñado de crónicas periodísticas sobre la Alemania de 1912, aunque también sea mucho más. La Alemania que retrató Camba ya no existe, en realidad ni siquiera existía ya cuando se publicó el libro en plena Primera Guerra Mundial, pero es la Alemania de Camba, el primer gran periodista del siglo xx. Sus brevísimos y acerados artículos conspiran unánimemente contra la solemnidad y el lugar común y son un prodigio de observación y naturalidad, además de encerrar siempre una inmensa carga humorística de raíz hondamente galaica. A Camba, a todo Camba, pero en especial al primero, el más bien humorado y el más escéptico, puede seguir, tras casi 100 años, leyéndosele como lo que es, un escritor plenamente actual, un escritor de nuestro tiempo.

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Información

Editorial
Renacimiento
Año
2012
ISBN
9788484727309
Categoría
Filología
Categoría
Periodismo

Primera parte. CON LOS PRUSIANOS

Los berlineses

Los berlineses son un poco como los edificios de Berlín: grandes; pesados, limpios y de buen aspecto, pero demasiado nuevos. En nuestra tierra, los edificios y los hombres están sucios y destartalados. No tienen la resistencia ni la brillantez que tienen aquí; pero tienen un aire, un carácter, un espíritu, que los valoriza extraordinariamente. Aquí, en las casas, no falta nada: ni ascensor, ni baño, ni luz eléctrica, ni agua caliente. En los hombres, tampoco. Generalmente, tienen algún dinero y una cultura general. Sin embargo, en la población de Berlín se echa de menos lo mismo que se echa de menos en la ciudad: la fisonomía. Berlín no tiene fisonomía, igual que los berlineses. Un berlinés es un hombre muy bien constituido, y, sobre todo, constituido a la alemana, esto es, con arreglo a unas dimensiones colosales; pero se ve que acaba de inaugurarse. Los ojos azules, a veces tienen una dureza militar, y cuando no tienen esta dureza, son de una inocencia absoluta. Este tipo de berlinés es alto, fuerte, robusto y colorado. Por dentro, yo no digo que le falte ninguna cosa: ni corazón, ni inteligencia, ni cultura. También los edificios están aquí muy bien amueblados; pero a los edificios, como a los hombres, les falta el toque supremo del tiempo. El tiempo tiene que darles un poco de pátina a estas casas tan blancas, romper algunas tejas, desquiciar algunas puertas, y por dentro tiene que atenuar el brillo de las pinturas, suprimir algunos muebles inútiles y poner a tono las habitaciones con los habitantes.
Esto tiene que hacer el tiempo con Berlín, y es una lástima que el tiempo no pueda trabajar de prisa. En cuanto a los berlineses, tendrá también que atenuarles el barniz de las mejillas, envejecerlos, hacerles sufrir, darles expresión en los ojos y en la boca y ponerles el mobiliario, esto es, las ideas, a tono con el temperamento. Para ayudar un poco al tiempo en esta tarea, yo propondría que los alemanes no se bañasen. En el Tiergarten hay un paseo decorado por treinta y dos estatuas de los Hohenzollern, esculpidas en mármol blanco. De orden del emperador, estas estatuas se lavan todos los años, así es que siempre parecen nuevas. Dan la idea de hombres vestidos de estatuas, porque yo no he visto estatuas verdaderamente blancas nada más que en el teatro. Una estatua es la representación de un hombre en la eternidad, y su efecto será tanto mayor cuanto más se note en ella el transcurso del tiempo. El pueblo de Berlín no ha dejado de ver el lado ridículo de la disposición imperial a propósito de los Hohenzollern del Tiergarten, y en vez de llamarle al paseo «Sieges Allee», que es su nombre, le llama la «Allee de las Muñecas». Tienen razón los berlineses. Esas estatuas no deben lavarse, y ellos tampoco.
Desde que he llegado a Berlín, yo observo los tipos con una gran curiosidad, y, si fuera dibujante, les ofrecería a ustedes de ellos unos apuntes pintorescos. El tipo del berlinés nuevo, luciente, flamante y colorado, no es el único que existe en Berlín. Hay también el tipo del profesor, calzado de unos zapatones imponentes, con una levita abierta, que flota a todos los vientos, una chistera de alas anchas, unas gafas, muchos pelos y una barriga enorme, que tiene más de cerveza que de grasa. Este tipo de sabio alemán se encuentra, sobre todo, entre los cocheros.
Lo que está en una gran decadencia es la moda de los bigotes a lo káiser. Casi todos los jóvenes alemanes o van completamente afeitados o se dejan nada más que un centímetro de bigote a cada lado del labio, en una exaltación de americanismo. Los oficiales han impuesto la boga, y los bigotes a lo káiser se han quedado para el káiser y para los guardias de Orden público, que, además de los bigotes, llevan un casco con un pincho en la punta. Hay, sin embargo, algunos bigotes a lo káiser entre el elemento civil, que yo creo que aquí no es nunca completamente civil. A veces, estos bigotes, unidos a las cicatrices de las caras alemanas, producen un efecto muy divertido. Se ve una cara de perfil, con un bigote a lo káiser, y, desde la comisura de la boca hasta la oreja, una cicatriz y parece que se está viendo a un cómico con un bigote postizo sujeto con una goma.
De las berlinesas no quiero decirles a ustedes nada por el momento, ni siquiera desde el punto de vista arquitectónico. Aspiro a documentarme bien.

Salchichas de Fráncfort

Me imagino que, media hora antes de llegar a Fráncfort, el viajero debe de sentir un débil olor a salchichas, que irá acentuándose gradualmente. Digo esto aun a sabiendas de que no todas las salchichas de Fráncfort son naturales de Fráncfort. En París, donde también se hacen salchichas de Fráncfort, es frecuente ver este letrero: «Saucisses de Francfort et écrevisses vivantes». Yo compré un día dos docenas de écrevisses y un kilo de salchichas y lo llevé todo a una casa amiga para que me lo guisaran. Resultó que las écrevisses estaban muertas desde antiguo; pero, en cambio, la salchicha que me tocó en suerte tenía una vitalidad prodigiosa. En cuanto la pusieron al fuego comenzó a colear desesperadamente. Cuando me la comí estaba viva todavía, y, dentro del estómago, yo sentía a veces una cosa así como si la salchicha se levantara para llamarme criminal. En vano traté de aturdirme y de hacer oídos sordos a la voz de la salchicha. En el momento menos esperado, yo la sentía incorporarse contra mí de un modo implacable. Aquella noche dormí muy mal. La salchicha se me apareció repetidas veces en mi sueño, diciéndome: «¡Miserable! No podrás conmigo. Todos los ácidos de tu estómago son impotentes contra mí. A cada minuto siento que se acrecen mis fuerzas. Estoy vivísima y he devorado ya media docena de estos cangrejos que saboreaste con tanta delectación».
Una mano piadosa me libertó de aquella pesadilla. Entonces me enteré de que durante mi sueño me había puesto a ladrar ruidosamente. Por un momento reinó en la casa el temor de que yo hubiera sido mordido por un perro rabioso.
—No –expliqué yo–. Es la salchicha de anoche.
—¡Ah! Pero ¿soñabas en alemán? Yo creí que ladrabas.
A la verdad, yo no sé si aquella noche ladré o soñé en alemán. En Francia y en Inglaterra existe la idea de que las salchichas están hechas con carne de perro. Por eso dije yo en un artículo que a veces las salchichas se le ponen a uno a ladrar en el estómago y que entonces uno habla alemán. Sin embargo, eso de que las salchichas están hechas con carne de perro debe de ser una calumnia. La salchicha no tiene relación ninguna con el perro. Es un animal muy distinto, cuya raza no se ha estudiado aún. Está todavía sin domesticar, y –al contrario del perro– la salchicha es el peor enemigo del hombre.
Yo soy partidario del exterminio de las salchichas. Se me ocurren ideas sanguinarias. Por ejemplo: comprar un rifle, entrar a saco en la primera tienda que me encuentre y –¡pim, pam!– fusilar a todas las salchichas, fusilarlas sin piedad, acribillarlas completamente a balazos. No lo hago porque las autoridades prusianas protegen a las salchichas y me meterían en la cárcel.

No hay osos

Estoy un poco desencantado. Yo creía encontrarme aquí al oso alemán, muy serio, muy sucio, muy grosero y muy grave. Creía que los cafés estarían llenos de osos, los cuales, con unas gafas sujetas a las orejas, leerían solemnemente las páginas góticas del Berliner Tageblatt[2].
Los bailes de Berlín, que son tantos y tan grandes, yo me los imaginaba poblados de osos que danzaban pesadamente, estrujando entre sus brazos las mórbidas carnes de las alemanas. Osos por todas partes. Las autoridades prusianas les ponían a algunos un bozal y los llevaban por las calles sujetos de una cuerda.
Confieso mi equivocación. Estos alemanes ni siquiera son groseros. Uno se sienta con ellos en el café sin que nunca le den un zarpazo. Llevan el pelo muy bien alisado y hasta sonríen frecuentemente. Han perdido toda su antigua gravedad de osos, y muchos de ellos no son siquiera filósofos. El berlinés de hoy se viste a la inglesa y es un hombre sociable. Se le puede llevar a una reunión de muchachas sin temor de que diga cosas muy importantes. Es un hombre fino, correcto, casi mundano, y yo estoy desencantado con él.
Antes, los jóvenes alemanes eran otra cosa. Cada uno de ellos tenía en su casa un libro muy grande, y se pasaba las noches leyéndolo a la luz de una vela, porque todavía no había electricidad en Berlín. Estos jóvenes estaban muy flacos y eran muy altos. Las piernas les crecían visiblemente bajo la mesa de estudio. Llevaban unas gafas muy gruesas sujetas a unas orejas muy largas. A través de aquellas gafas los jóvenes alemanes de entonces tenían una visión muy seria de la vida. Cuando salían a la calle se ponían unas levitas científicas, todas llenas de manchas, y se echaban debajo del brazo los enorm...

Índice

  1. Prólogo. El hombre menos alemán del mundo
  2. Advertencia del autor
  3. Primera parte. CON LOS PRUSIANOS
  4. Segunda parte. CON LOS BÁVAROS
  5. Tercera parte. OTRA VEZ CON LOS PRUSIANOS