Cuando Dios está contento
eBook - ePub

Cuando Dios está contento

  1. 184 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Cuando Dios está contento

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Tolstoi dijo que "el secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que quieres, sino querer siempre aquello que haces". Como él, muchos otros se han preguntado por la "receta" de la felicidad, sorteando trampas y espejismos.En este viaje interior, el autor nos presenta personajes realmente felices que han marcado su existencia, concluyendo que solo alcanzan esa aspiración aquellos que saben amar. Los momentos del corazón, de alegría intensa, son los que se comparten con los seres queridos, aceptando el sufrimiento, imitando a Jesucristo y dejando atrás todo egoísmo.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Cuando Dios está contento de Giuseppe Corigliano en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Teología y religión y Denominaciones cristianas. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2013
ISBN
9788432143311

III

MI EXPERIENCIA

Y hemos llegado a mi experiencia personal. Quizá corro aquí el riesgo de ser «personalista», de referirme solo a mí mismo, y espero que esto no resulte demasiado fastidioso. Mi intención es hablar de experiencias de vida y ¿qué experiencia es más directa que la personal? Por eso debo contar también mi vida...
De pequeño, como todos los niños, buscaba la felicidad de modo instintivo o, más sencillamente, lo que me gustaba. Lo primero eran los ojos y la sonrisa de mi madre, a los que, de vez en cuando, prefería la dulzura de una tía más descansada y acogedora. A la edad de tres años, tenía ya un gusto particular por las musiquillas de la orquestina de los soldados americanos, que sonaba justo a las puertas de casa, en la plaza Leonardo de Nápoles. Mi preferida era el «buki-buki» (que se escribe boogie woogie, pero para mí ha sido siempre «buki-buki») y Lili Marlene. Esta última era para mí una verdadera pasión: la cantaba con frecuencia e incluso me negaba a salir si la orquestina no la tocaba. La tercera canción de mi hit parade era Rosamunda, que interpretaba apasionadamente en el momento del estribillo: «Oh! Rosamunda, tú me haces sufrir. Oh! Rosamunda, tú me haces morir...». Todavía no conseguía pronunciar bien las palabras y resultaba un indistinto «osciamunna», pero tenía el mismo éxito con los amigos de la familia, los cuales se morían de risa cuando me exhibía descorriendo la cortina que separaba la sala de estar del despacho de mi padre. He descubierto mucho después que no he sido el único en conservar recuerdos de este género: un coetáneo me ha contado que de pequeño montaba también espectáculos parecidos, saliendo de debajo de la mesa cantando Dove sta Zazà? (¿Dónde está Zazá?).
Otra de mis aficiones era el chocolate. Recuerdo que un soldado americano me vio mientras tiraba de la mano de mi madre hacia el escaparate de la chocolatería Gay-Odin y me hizo señas con el dedo para que me acercase. Mi madre no podía verlo, porque el soldado estaba dentro de la tienda, pero mi mirada interesada había traspasado el reflejo en la luna, así que grité :«¡Mamá, está haciendo así con el dedo...». Recuerdo aún la alegría que me produjo aquel cartucho lleno de bombones y la sonrisa avergonzada de mi madre mientras daba las gracias. Tengo un amigo americano, un periodista, que se pone muy contento cuando me oye contar esta anécdota y creo que tiene razones...
Pero, ¿qué importancia tienen estos relatos infantiles, sepultados ya en mi memoria? Pienso que cada uno de nosotros tiene un tesoro oculto donde se agarran las raíces de su personalidad. Ese fue para mí el periodo en que me di cuenta de que el amor de mi madre no tenía límites y, de modo distinto, tampoco los tenía el de mi padre. Hoy estoy un poco preocupado por la difusión de tantas familias «estiradas» en las que la mamá lo es hasta un cierto punto y lo mismo el papá. Por fortuna –como dice el proverbio medieval– «la Providencia provee» y cada uno tiene su historia, su bella historia, única y personal.
A mí me ha quedado el gusto del sentirme en casa. Me admiran esas relucientes cocinas futuristas que se instalan hoy en las nuevas viviendas, pero siento un no sé qué dulce y profundo cuando entro en esas cocinas grandes de otro tiempo, con muebles viejos e imponentes que saben de lo vivido. Como la cocina de la casa de mi abuelo en Calabria, donde mi tía pasaba tantas horas haciendo la comida para nosotros, sin preocuparse por el calor del verano.
La cocina es en verdad el corazón de una casa, quizá sería más correcto decir que es el estómago, pero para mí no puede ser más que el corazón. Os confieso que cuando alguien me invita a almorzar y me «admite» a comer en la cocina, me siento acogido como un verdadero amigo, me siento en casa.
Recuerdo que precisamente en la cocina, cuando mi madre trituraba la carne con uno de aquellos aparatos de manivela, fascinado por aquella magia rotatoria en la que la carne entraba a pedazos y salía triturada, a veces me ganaba un capón de ella. Entonces miraba a mi madre, como para preguntarle si debía dar importancia a ese gesto suyo. Y mi madre desdramatizaba la situación riendo y diciéndome : «Capuzzié!» (¡Embobao!). Y yo comprendía que era cosa de reírse.
Son pequeñeces pero son los primeros chispazos de felicidad que te quedan dentro.
Y llegó la época de los amores. Amores de niño, obvio, pero intensísimos. Tendría seis o siete años cuando me llevaron con ellos a casa de unos amigos, durante una tarde de juegos de cartas. Esos amigos tenían cuatro hijas, pero fue la mayor la que me «adoptó». Se llamaba Margherita. Creo que tendría diez años o poco más, cuanto bastaba para dedicarse a mí con amabilidad. Me tuvo ocupado, me hizo ver un libro ilustrado, me contó historias y así me tuvo embobado. Pensaba en ella continuamente con palpitaciones.
En aquellos años se cantaba mucho: mi hermana, ocho años mayor que yo, compraba «Il Canzoniere», un folleto periódico que traía las letras de las canciones en boga. Entre estas estaba Anema e core, entonces un éxito reciente. Bueno, pues como mi enamorada se llamaba Margherita, me iba al balcón, donde había una maceta de margaritas, y con la ayuda del «Canzoniere», dirigiéndome a aquellas flores cantaba Anema e core, sin que nadie lo supiese ni me oyera. Mi amor era un secreto absoluto. Quizá también otros han tenido experiencias parecidas y también sienten cierto pudor al contarlas... Es cierto que los niños tienen una capacidad de enamoramiento profunda y radical.
Otro serio episodio apasionado sucedió cuando tenía nueve años. La fecha es precisa porque dos niñas de entonces lograron localizarme y me enviaron tres fotografías en las que pone el año: 1951. Son las fotos de una representación en la que se ponía en escena la famosa Cantata dei pastori, en la cual yo hacía el papel de san José, mientras esas niñas interpretaban a la Virgen y al arcángel san Gabriel.
Algunos detalles que recuerdo podrían dar lugar a interpretaciones curiosas e impías. La niña que hacía la parte de la Virgen tenía un carácter despectivo y me ponía en una situación embarazosa: ¡san José discutiendo con la Virgen!
Además –y esto hace el asunto más picante– yo estaba perdidamente enamorado de una de las pastorcillas. En la foto de la escena final he visto a la pastora de la cara regordeta que me había robado el corazón. Recuerdo que esa noche en la cama, rezaba para que ella correspondiese a mi amor, un amor tan intenso cuanto no declarado y, naturalmente, secretísimo. Creo que la niña, de nombre María Teresa, se daría cuenta de mi sentimiento, porque una tarde, detrás de las bambalinas del teatrito –parece una comedia transgresiva, cuando en realidad es la representación de la inocencia– tomó mi mano izquierda y comenzó a acariciarla. Mi tremenda desgracia fue que justo por entonces tuviera una erupción en el dorso de la mano, un fastidio que no he vuelto a padecer ni antes ni después, por el cual mi piel estaba muy enrojecida. «¿Qué tienes en la mano?», me preguntó María Teresa, y yo, intimidado, respondí: «una erupción». Dejó ella de golpe la mano, que se llevó consigo toda mi felicidad. Allí acabó todo.
No recuerdo nada más del resto de la historia, sino la sensación de quedar totalmente absorto que la había acompañado en aquel periodo. Luego, como sucede a los niños, todo pasó.
Tuve también muchos amigos de mi misma edad. Me he preocupado de volver a verles, después de tantos años, y es increíble cómo el tiempo no había cambiado nada en nuestra relación. Seguimos siendo aquellos «hombrecitos», con nuestra propia personalidad y nuestro entender.
En aquel periodo floreció también otro amor. Mi madre no era una católica practicante y tampoco lo era mi padre. Pero los dos quisieron que tuviera una educación religiosa y me enviaron, de los siete a los trece años, a un colegio de jesuitas. De todo aquel periodo me ha quedado la devoción afectuosa por un cuadro de la Virgen que se encontraba a la izquierda del altar, en la iglesia del colegio. Aquella pintura, que no he vuelto a ver, me ha quedado dentro, o mejor, me ha dejado en el corazón un gran cariño por la Virgen.
Después de los trece años abandoné cualquier práctica religiosa y pasé a la vecina escuela estatal. Mi visión de la vida llegó a ser frívola y pagana, excepción hecha del estudio, que era una obligación indiscutible. En apariencia era en todo y por todo un muchacho superficial y mimado como tantos otros. Me gustaba bailar, también porque había estado en un crucero por el Caribe y había asimilado el sentido del ritmo: me gustaba el mambo y el calypso de Harry Belafonte. Me gustaba el tenis, esquiar en invierno y nadar en verano. No me planteaba problemas, ni nadie de mi entorno me invitaba a hacerlo. Vivía al día. Solo una vez, mientras volvía a toda velocidad de Cervinia, sentado en el asiento posterior de una Vespa, conducida por un peligroso insensato, me encontré rezando un Avemaría. En lo profundo de mi conciencia había quedado la sensación de que la Virgen me guiaría y me defendería de los peligros. Por lo demás, oscuridad absoluta.
Más tarde, una vez iniciado el liceo, la historia de la filosofía, que había comenzado a estudiar con pasión, me transmitía el estilo de un mundo intelectual mutante, sin ninguna verdad sólida y definitiva.
Entre tanto, todavía en la enseñanza media, había madurado una amistad verdadera y profunda, nacida de un modo completamente casual. En cierta ocasión, a causa de alguna travesura que no recuerdo, el profesor de dibujo encargó al primero de la clase, Angelo Freda, que me acompañase a presentarme al director para un castigo ejemplar. El director no estaba en aquel momento, y volvimos los dos a nuestra aula. Cuando íbamos a entrar, nos dio a los dos un ataque de risa irrefrenable. La cosa, divertida al principio, se convirtió en preocupante: ¿cómo entrar en clase riendo de ese modo? La situación era tan embarazosa que nos hacía reír aún más... Hasta que, pasado un rato, antes de que acabase la clase, entramos. Yo, que estaba en el primer banco me apresuré a sentarme y hundí la cabeza entre los brazos, apoyados sobre el banco, de modo que los respingos de la risa pareciesen los sollozos de un llanto. Para mi amigo, la cosa no fue tan fácil. Apenas consiguió decir, entre risas sofocadas: «No estaba el director». El profesor se da cuenta y le dice imperativamente : «Sí, pero dime una cosa, Freda, ¿por qué te ríes?». Providencialmente sonó la campana y todo acabó ahí, pero ya había nacido nuestra amistad.
Angelo y yo comenzamos a frecuentarnos y a estudiar juntos, a hacer excursiones y jugar y, a medida que crecíamos, hablábamos de nuestro futuro y nuestros proyectos, que de hecho no correspondieron a los que la vida nos reservaba. Nos hablamos, todo lo más, una vez al año pero es como si nos hubiéramos despedido cinco minutos antes.
Así comenzó para mí la feliz experiencia de la amistad. Tuve otro verdadero amigo en Calabria, y con él compartí las aventuras y la libertad del mar y del campo: en el jardín construimos un horno de ladrillos y cerámica sin tener idea de qué íbamos a cocer allí, hacíamos pesca submarina, pensábamos que seríamos campeones de natación, escuchábamos las conversaciones de los mayores junto a la caseta familiar en la playa... Cuando fuimos algo mayores, nos comenzamos a preguntar cómo funcionaba la cabeza de las chicas, cosa que para nosotros era entonces un misterio y quizá lo es todavía.
Peppino –así se llamaba– murió prematuramente y a mí me quedó un vacío, un hueco del corazón dedicado a él. Ha dejado dos hijos espléndidos que se le parecen de un modo impresionante y que para mí son como sobrinos. Los pequeños milagros de la amistad.
A los quince años nació una simpatía con una muchacha mayor que yo. Ella era ya estudiante universitaria mientras yo estaba aún en el bachiller: una distancia enorme.
Aquel fue el primer impacto que tuve con el universo femenino. De hecho, hasta entonces, aparte de algunos conocimientos y amistades superficiales, las únicas mujeres de mi vida habían sido mi madre, mi hermana y mis primas calabresas. Todas me querían mucho, comenzando por mi madre que, como todas las madres, me idolatraba.
Aquella chica se mostró sorprendentemente exigente conmigo. Recuerdo su reproche: «A ti te interesa el estudio, luego el tenis y luego vengo yo». Un reproche que me dejó estupefacto, porque las demás mujeres que me rodeaban no eran tan exigentes, querían mi bien y nada más.
Fue entonces cuando comencé a entender que una relación de amor no es solo instintiva: se necesita pensar, requería compromiso, capacidad de hacer proyectos. Pero mientras ella hablaba de matrimonio yo era un niño (quinceañero) de un metro ochenta, que veía el matrimonio en un futuro remoto, remotísimo. Recuerdo con claridad que, cuando ella pronunció la palabra «matrimonio», para mí fue un mazazo en la cabeza.
Esta experiencia me ha servido, muchos años después, para ayudar a los adolescentes a comprender que las chicas no son solo atractivas sino, antes que nada, personas. Parecerá una verdad de Perogrullo, pero no lo es. Pues, hoy más que ayer, los chicos son inmaduros y están poco preparados para la relación con el otro sexo. Creen ir al encuentro de una dulce fábula y se sorprenden de que puedan surgir problemas en las relaciones personales. Mi educación sentimental, por ejemplo, era la de películas de Marlon Brando, como Sayonara, Ellos y ellas u otras de este género, en las que se presenta el amor como un dulce encanto que consigue superar toda dificultad. Todo acababa ahí. En una relación amorosa hay encanto pero –y esto se descubre después– va acompañado de un deseo real de hacer feliz al otro, ocupándose de conseguirlo. La adolescencia que se prolonga varios años se presta al «mariposeo» y los hace incapaces realmente de «casarse» con una persona: de hecho, aún antes del matrimonio, el otro debe ser conocido y aceptado tal como es.
En fecha reciente he leído algunas cartas escritas por un teniente siciliano de veintiocho años a su novia... ¡de quince años! Las cartas están recogidas en un libro de título elocuente: «Te prometo un viaje feliz». Es admirable el garbo y el respeto con el que el joven teniente expone a su amada una vida juntos, incluso a través de simpáticos acuerdos sobre cómo corregirse el uno al otro cuando el momento sea oportuno. Las cartas comienzan en 1941 y su matrimonio ha durado felizmente más de sesenta años. Una v...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Cita
  4. Introducción
  5. I. La felicidad tal como suele entenderse
  6. II. Las personas felices
  7. III. Mi experiencia
  8. IV. El camino de la felicidad
  9. V. Otras personas felices
  10. VI. El sufrimiento
  11. VII. Recorrer el camino de la felicidad
  12. VIII. Las pequeñas felicidades
  13. Conclusión
  14. Créditos