Los sueños de la memoria
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Los sueños de la memoria

  1. 330 páginas
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Los sueños de la memoria

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Índice
Citas

Información del libro

Martín descubre, tras la repentina y trágica muerte de su mujer y de su socio, la infidelidad de ambos. Tras varios días de dudas, decide hacerle una prueba de paternidad a su hija. Después de muchas vacilaciones, la abandona y huye a Nueva York siguiendo la pista de un padre al que siempre creyó muerto. Allí comienza una nueva etapa. En un constante ir y venir del pasado al presente, vamos descubriendo cierto paralelismo entre la vida de su progenitor y la suya. En poco tiempo se ve enredado en una peligrosa disputa por la herencia del que posiblemente sea su padre y que se encuentra gravemente enfermo. Un trágico incidente, en el que se ve involucrada la única persona que había conseguido despertar de nuevo en él la ilusión por vivir, acelerará unos acontecimientos que le permitirán comprender la sombra de su pasado y el de su familia.Una historia situada entre el apasionante mundo de la novela negra y la psicológica, entre el Madrid del siglo XX y el Nueva York del XXI; entre un futuro prometedor en una ciudad apasionante y un doloroso pasado.

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Información

Año
2015
ISBN
9788415433880
Categoría
Literatura

I

EL PRESENTE

Todo empezó en mitad de la noche con una llamada de teléfono. Aquellas inesperadas palabras fueron el inicio:
—Martín ha muerto… Su cuerpo está en el tanatorio…
La voz, por lo poco que recuerdo, era irreconocible. Su frialdad me impactó. Era una voz gutural, distante, que parecía venir de lejos, de muy lejos… Irreal, o peor aún, era como si viniera de otro mundo, de un sitio de donde no se puede volver, de un lugar sin retorno más allá de la muerte. Aunque hubiera estado sobrio, no habría sido capaz de reconocerla. Es gracioso, pero ni siquiera ahora sé quién llamó. Todo cambió de tal manera que nunca me molesté en averiguarlo; y ya, la verdad, poco importa.
No tuve opción a contestar, aunque tampoco sé si lo habría hecho. Sin darme cuenta dejé caer el auricular sobre la cama y me sumergí de nuevo en el mundo de los sueños. Unos sueños que, por el alcohol que aún circulaba por mi sangre, se habían hecho más densos y pesados. No me sorprendieron aquellas palabras; no era yo quien las estaba procesando, sino los bajos fondos de mi mente. Desde lo más profundo de mi inconsciente, las fuerzas oscuras de mi memoria me decían que aquello era solo una pesadilla; lo que había creído escuchar era parte de una alucinación de la que no era necesario despertar. Es increíble, pero siempre que recreo aquella escena en mi memoria tengo la sensación de estar viviéndola de nuevo, es tal el recuerdo que guardo de ella.
A pesar de estar completamente borracho, sabía que lo que acaba de oír, daba igual si en una pesadilla o en la realidad, era un completo absurdo; un sinsentido. El motivo era simple, espantosamente simple: solo conocía a una persona con ese nombre y esa, desgraciadamente, era yo. Sí, mi nombre es Martín. Por un momento pensé en la posibilidad de que estuviese muerto, de que todo lo que había a mi alrededor fuese parte de una ilusión, de un nuevo estado más allá de la existencia. Pero ¿cómo podía estar muerto? ¿Era entonces así la muerte?
Todo esto lo pensaba en algún profundo lugar de mi conciencia. Finalmente desperté sudando, con una inexplicable sensación de angustia recorriendo todas las esquinas de mi cuerpo. Temblaba mientras recuperaba mi memoria: ¿Quién era yo? ¿Qué hacía allí? ¿Seguía vivo? ¿Lo que me rodeaba era real? ¿Qué había hecho la noche anterior? ¿Dónde estaba?
Poco a poco me serené y di forma a mis recuerdos, primero los más lejanos, luego los más recientes, hasta llegar a los que se confundían prácticamente con el presente. Y justo cuando llegaba al final, cuando mi último recuerdo se transformaba en una parte más de ese presente, recuperé la llamada que minutos antes había creído escuchar entre sueños. Al hacerlo, renacieron mis dudas. ¿Habían sido ciertas aquellas palabras? ¿Realmente me habían llamado por teléfono para decirme que estaba muerto?
Aún experimenté unos breves segundos de indecisión, pero no tardaron en desaparecer y con ellos todos mis recelos. Sucedió cuando vi el teléfono caído sobre el suelo de la habitación, no había espacio para la duda. Al verlo, una profunda perplejidad invadió mi alma. ¿Qué rayos estaba sucediendo?
—Luisa.
—Dígame.
—Hola, soy Martín. ¿Luisa, por favor, qué sucede?
Nadie contestó. Un grave silencio recorrió la línea telefónica.
—Luisa, ¿me puede decir si me ha llamado alguien esta noche?
—¿Es usted? ¿El señor?… —Su voz era entrecortada. Luego escuché unos gemidos al otro lado del teléfono. Eran llantos un tanto histéricos que mostraban a las claras que algo marchaba mal.
—Luisa, vamos a ver, ¡tranquilícese! ¡Pare de llorar! ¡Respire hondo!— Esto no dio ningún resultado. Lo volví a intentar, con mayor vehemencia si cabe—: Luisa, ¡haga el favor de comportarse! ¡Repórtese! —Estaba claro que por ese camino no iba a conseguir nada, de hecho me pareció que en dos ocasiones quiso dejar de llorar, que intentó decirme algo, pero no pudo. Me daba cuenta de que, si no cambiaba de estrategia, no sacaría nada en claro. Decidí tomar una actitud diferente—. ¡Pare de llorar! —le chillé, con una voz seca e, incluso violenta.
La resaca provocaba estragos en mi cuerpo. Una resaca a todas luces excesiva para lo que recordaba haber bebido la noche anterior. Mi cerebro se derretía rápidamente dentro de mi cabeza. Estaba claro que algo pasaba y no conseguía enterarme de qué. Lo único que tenía claro es que alguien me había despertado unos minutos antes para informarme de que yo había muerto y Luisa seguía sin atender a razones.
—Haga el favor, Luisa, siéntese, deje de llorar y escúcheme. ¿Le ha pasado algo a mi hija? ¿Ha llamado alguien esta noche?
Pareció tranquilizarse un poco tras unos segundos de exasperantes monosílabos sin sentido.
—Sí, señor. Llamó su suegro de madrugada… Preguntó por usted, le dije que no estaba en su habitación. Luego me comentó que su mujer y usted habían tenido un accidente… —Y en ese momento comenzó de nuevo a llorar. Yo creí que iba a perder el poco control que tenía sobre mí mismo. Si me hubiese encontrado frente a ella creo que habría cometido una estupidez. Suelo ser una persona tranquila y es difícil que pierda los nervios, pero con franqueza, el histerismo es algo que me saca de mis casillas.
—Luisa, ¡por Dios! ¡Qué no es usted una niña! ¡Contrólese!
Tras mis gritos, después de un segundo de silencio, consiguió serenarse lo suficiente para contestarme. Lo hizo a toda velocidad, me figuro que por miedo a no poder volver a empezar si paraba de hablar.
—Me dijeron que me quedara en casa, que enseguida pasarían a buscar a Silvia. Al poco tiempo apareció su suegra y su cuñada Inés y se llevaron a su hija. Ellos me aseguraron que usted había muerto y que su mujer estaba muy grave en el hospital.
—¿Cuándo sucedió?
—No sé, como a las siete. Aún no había amanecido.
—¿Le dijeron en qué hospital habían ingresado a mi mujer?
—No, lo siento. ¿Realmente es usted? ¿El señor? Pero, ¿no está usted muerto? —Al decir esto comenzó a llorar de nuevo, como si la cuerda se le hubiese acabado de repente y no pudiese volver a ponerse en funcionamiento.
Colgué y marqué el teléfono de mi suegro. Escuché su voz grave y profunda. Me quedé callado. No tardó en hacerme todo tipo de preguntas nerviosas; me figuro su sorpresa al recibir una llamada desde el teléfono de un muerto.
¿Por qué no le contesté? Quizá por una idea que, a pesar de la resaca, surgió de repente de las profundidades de mi subconsciente y que era la única explicación posible a lo que sucedía a mi alrededor. Una sospecha que, de alguna manera, había estado presente agazapada en mi mente desde que desperté, pero que por su crueldad me resultaba difícil creer. Una conjetura que, cuando cobró forma, hizo que me diera cuenta de que había entrado en un camino sin retorno.
Esperé unos minutos en silencio. Marqué de nuevo el número de teléfono.
—Dígame.
—Martín, ¿eres tú?
—Sí, ¿quién iba a ser si no? ¿Qué es eso de un accidente de coche? ¿Lidia está mal?
—¿De verdad eres tú? ¿Desde dónde llamas? Si tu móvil estaba en el coche…
—Llamo de casa desde mi madre. Ayer tuve una cena de trabajo y me quedé en Madrid a dormir. ¿Me puedes explicar lo que sucede?
Tardó unos segundos en contestar. No necesitaba que lo hiciera, sabía perfectamente lo que había sucedido. Es más, intuía lo que pasaba en ese momento por su cabeza; exactamente lo mismo que por la mía unos segundos antes. Si para mí había sido un shock, para él debió de serlo aún mayor. No quise forzar una respuesta que sabía no podía existir. Había empezado a recuperar el dominio de mí mismo. Mi mente se transformó en un témpano de hielo, de hecho la resaca con la que había despertado desapareció en cuestión de segundos. La frialdad que se apoderó de mí era la huella que solo el vacío puede dejar en el corazón de los hombres.
A través de la ventana miraba la lluvia caer sobre la ciudad. Las gotas se deslizaban lentamente por el cristal; eran unas gotas muy finas, imperceptibles, como un manto acuoso. Aquella lluvia lo había acelerado todo, había ayudado a precipitar el desenlace final. Incomprensiblemente no sentía dolor, ni siquiera congoja, y la ansiedad de la mañana se había desvanecido para convertirse en tristeza, en una indescifrable melancolía, pero sobre todo en vacío; en un profundo y terrible vacío.
La ciudad permanecía inmóvil, silenciosa. Aquellos instantes de quietud supusieron un mundo para mí; fueron una línea nueva, una inédita frontera que iba a marcar mi propia existencia hasta el final de mi vida, dividiéndola de cuajo en dos. Nada iba a ser igual, no podía serlo pero, mientras tanto, la ciudad se mantenía imperturbable, quieta, paralizada. Esperando poder iniciar un nuevo día, que probablemente sería igual que el anterior, y que el anterior, y que el anterior… Pero para mí nada volvería a ser igual.
—Perdona, Martín, estoy muy afectado. Lidia está muy grave. Los doctores no quieren decirnos nada.
—¿En qué hospital estáis? —contesté con una frialdad que hasta a mí me sorprendió.
—En el Doce de Octubre.
Al decir esto colgó. Yo, que había dormido con la ropa puesta, cogí mi chaqueta y, como si en realidad no hubiese sucedido nada, como si fuese una mañana de un día cualquiera, me dirigí hacia la puerta. Pensaba ir andando, no quedaba lejos y la lluvia me sentaría bien. Al salir a la calle, la humedad, el frío otoñal y la lluvia despejaron la última parte de mi mente que aún permanecía dormida. La mañana era oscura, la luz de las farolas surgía como un espectro, con un resplandor tenue, cansina entre los árboles. Las aceras estaban vacías. No se escuchaba ruido alguno. Los coches aparcados surgían de la oscuridad como si fuesen una prolongación de sus propias sombras. Se movían al ritmo de la luz de las farolas, como si esta llevase en su regazo ritmos escondidos capaces de moverlos dentro de nuestra retina. Se acababa de levantar un viento frío que venía del norte. Los árboles del bulevar comenzaron a moverse como una compañía de bailarines principiantes, de manera descompasada, de un lado a otro sin orden ni concierto. Era un presagio, un aviso de lo que terminaría sucediendo. En la plaza aún se veía algo de vida, algunas figuras se movían en la penumbra, lo hacían a gran velocidad, como si les diese miedo permanecer en aquel lugar más tiempo del debido. En cualquier minuto llegaría y entonces sería demasiado tarde.
Por un momento pensé en mi hija, pero la mente se me quedó en blanco. Luego, simplemente, dejé de pensar. Lo único que sentía era cómo el viento y la lluvia golpeaban mi cara. Caminaba, caminaba y caminaba; me sumergía más y más en un negro abismo, en un agujero negro por donde caía todo; primero lo que había a mi alrededor, luego lo que había en mi mente: las ideas, los pensamientos, los sentimientos, las sensaciones… hasta que al final desapareció mi propia conciencia. Solo una cosa parecía mantenerse viva, la idea de que el vacío jamás me abandonaría, de que nada volvería a ser igual.
El coche circulaba a gran velocidad por la autopista, la niebla cubría el paisaje con unas débiles pinceladas de tonalidades grisáceas.
Necesitaba dejarlo todo atrás. En el fondo me sentía como un hombre sin raíces, sin memoria y, lo que es peor, sin pasado; como un recién nacido, o al menos como alguien que desea volver a nacer y al que el destino le ha dado una nueva oportunidad. Me daba cuenta de que ya nada me ataba a mi pasado, ni siquiera a mi presente. Mi memoria había dejado de ser lo que era; el reflejo de un pasado distorsionado. Se había transformado en algo diferente, en una secuencia deshilvanada de escenas sin relación entre ellas, sin un porqué que consiguiese unirlas o al menos darles un sentido. Después de más de treinta y cinco años de vida, tenía la sensación de que no dejaba nada tras de mí, ni una identidad, ni una razón, ni siquiera un recuerdo. Todo lo que había hecho y sido hasta entonces no había servido para nada. Los años pasados eran una ilusión y mi vida en realidad había comenzado unos días, unos meses antes. Estaba claro que había tardado demasiado tiempo en comprender que el tiempo, tras de sí, solo deja vacío. En aquel momento recordé una frase de uno de mis profesores de la universidad: «el ser humano es el único que naufraga antes de iniciar su viaje». No podía estar más de acuerdo con él.
Comenzaba a llover de nuevo. Una manta gris de agua sucia caía del cielo. El cielo plomizo se confundía con la lluvia, con las nubes. No había ninguna gama de colores, todo era uniformemente gris. Me quedé observando la autopista que surgía como un enorme buque a punto de zozobrar. La imagen estaba quieta, como si fuese parte de un cuadro que deseaba tomar vida pero cuyo color y cuya falta de movimiento se lo impedían. Muy pocos automóviles circulaban aquella mañana de otoño. Solo las nubes nos acompañaban. Eran densas, espesas, lo cubrían todo borrando de nuestra visión cualquier forma o contorno. Eran como una sábana algodonosa y húmeda a punto de caer sobre nosotros, como un viscoso velo que se hubiera introducido en nuestros sentidos para confundirlos. Parecían querer enterrarnos en una nueva dimensión donde el tiempo hubiese dejado de ser un concepto lineal y se hubiese transformado en un ente abstracto, sin forma, en algo aleatorio y paradójico.
—No creo que tengas muchos problemas en el embarque. No hay nada de tráfico. El aeropuerto estará vacío —dijo mi tío.
Mi mirada continuaba perdida. Seguía a las luces de las farolas que alumbraban con timidez los árboles y los edificios. La mañana era fría, gélida y gris. Aquella era una buena manera de despedirme; nada mejor que un día así para empezar una nueva vida, para abandonar una existencia que surgía en mi memoria como una equivocación, como lo que nunca debió ser.
—Espero que consigas lo que deseas, pero creo que te va a resultar difícil. —Al decir estas palabras me dirigió una mirada inquisitiva. Mi rostro permaneció imperturbable—. Nunca se sabe, la vida da muchas vueltas, a veces demasiadas, igual demuestras ser lo que no eres.
Yo sabía que, en el fondo, él no pensaba así, pero también entendía su problema: de alguna manera se sentía culpable. Él había sido quien, consciente o inconscientemente, me había empujado a un viaje casi sin retorno y era lógico que al final le entrasen dudas. Nunca podré desconfiar de su buena fe. De hecho es de las pocas personas de las que aún continúo fiándome, y eso tiene mérito, sobre todo después de lo que he tenido que pasar. El ser humano es un pozo insondable de contradicciones y para poder sobrevivir hay que ser consciente de ello.
Todos nos podemos confundir en esta vida; en realidad siempre es más fácil confundirse que acertar. La existencia, muchas veces, lejos de ser un producto de nuestra voluntad, es un continuo y constante intento de arreglar nuestras equivocaciones, de ir poniendo parches a una herida que irremediablemente, con el tiempo, se va haciendo cada vez más grande. Como él mismo me había dicho muchas veces, «Es más difícil aprender a vivir con las heridas, que intentar curarlas. El problema es que nos empeñamos en pasarnos la vida poniendo tiritas, en vez de descubrir que la existencia no es más que una lesión de imposible curación con la que debemos aprender a sobrellevar».
—Una vez llegues allí, ya sabes a dónde dirigirte ¿verdad? Espero que me tengas informado de todas tus pesquisas.
Yo le miraba absorto, casi sin escucharle, pensando en lo que me esperaba al otro lado del Atlántico.
—Gracias a lo que me has contado, aún tengo una esperanza. Remota, pero una esperanza.
—Ya ...

Índice

  1. I EL PRESENTE
  2. II EL VIAJE
  3. III EL PASADO
  4. IV EL FUTURO