Lanzarote o el caballero de la carreta
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Lanzarote o el caballero de la carreta

  1. 160 páginas
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Lanzarote o el caballero de la carreta

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Información del libro

Lanzarote o el caballero de la carreta no solo se distingue por ser la precursora de la narrativa moderna, sino que destaca aún más si cabe, por su aportación trascendental a la literatura artúrica. Con Chrétien de Troyes el héroe emprende sus hazañas, exclusivamente, por amor a una dama o una doncella. El denominado amor cortés importado de los trovadores occitanos. Es así como Lanzarote, por su desmedido amor a Ginebra, sensual y carnal a la vez, traiciona incluso a su propio rey Arturo. Con esta edición pretendemos cautivar al lector con un lenguaje ágil y ameno. Pero también, que con las notas precisas a pie de página y un glosario conciso de personajes y lugares, además de una filmografía selecta de las mejores películas sobre esta saga, comprenda aún mejor esta novela imprescindible de aventuras.

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Información

Año
2010
ISBN
9788415098140
Categoría
Literature
Categoría
Classics

EL CABALLERO RIVAL

Ambos cabalgaron sin desviarse de la ruta hasta alcanzar una fuente. Junto a una enorme piedra, el manantial emanaba del centro de la pradera. Alguien olvidó un peine de marfil reluciente. Nadie, desde tiempos inmemoriales, había visto objeto tan bello. Quien se peinaba con él había dejado un manojo de cabellos enredado en sus púas.
La doncella, al percatarse de que había una fuente y sin decirle nada al Caballero, pensó en una idea más sugerente y tomó otro camino.
No se dio cuenta de que la doncella le proponía un nuevo sendero. Recapacitó, de repente, porque temía ser víctima de algún tipo de astucia. Quizá evitara el buen camino para no afrontar peligros inesperados.
—¡Doncella! —gritó—. ¡Os equivocáis de atajo, es por aquí! No creo que esa sea la buena dirección.
—Señor —apuntó la doncella—, segura estoy de que este es el mejor camino.
Él le contestó:
—Seguro no estoy de ello, señora. Me he comprometido, desde el comienzo, y desviarme no es lo previsto. Os lo ruego, por aquí es por donde debemos ir, y no cambiaré la dirección.
Siguieron así el camino hasta la gran piedra, y allí permanecía el peine.
—Ciertamente —dijo el Caballero—, jamás había visto, que yo lo recuerde, un peine tan hermoso como este.
—Dádmelo —dijo ella.
—Sin duda —contestó él.
Ensimismada mirando el cabello durante largo rato, lo retuvo en la mano. Reía con desenfreno. El Caballero le preguntó por el motivo de su risa, a lo que la doncella respondió:
—No tengo por el momento, y no insistáis en ello, intención de desvelároslo.
—¿Por qué no? —preguntó él—. En realidad, soy un incrédulo.
El Caballero pensaba que un amigo debe responder a las preguntas de una amiga, y esta a las de su amigo.
—Si existe alguien a quien amáis de todo corazón, señora, en nombre de esa persona os ruego que no guardéis silencio.
—En verdad —apuntó—, vuestra petición es categórica. Os contestaré entonces. No os mentiré. Este peine, si bien informada estoy, pertenece a la reina. Este mechón incrustado en el peine, tan hermoso, rubio y brillante, creedme cuando sostengo que no creció en otra caballera distinta a la suya.
El Caballero respondió:
—Existen muchos reyes y muchas reinas, ciertamente, pero ¿a qué reina os referís?
La doncella replicó:
—Señor, se trata de la esposa del rey Arturo.
Sintió un mareo al escuchar estas palabras y tuvo que apoyarse en el arzón de la silla. Pensando que caería del caballo, la doncella, al verlo, se alarmó. Que se desvaneciera era lo que más temía. Poco le faltó para desplomarse tras oír aquellas palabras. Permaneció en silencio durante un buen rato a causa del dolor que sintió en su corazón. La doncella, para socorrerle, bajó del caballo. Por nada en el mundo quería verle desfallecido en el suelo. El Caballero, cuando la tuvo tan cerca, mostró vergüenza. Y le dijo:
—¿Por qué habéis venido junto a mí?
No creáis que la doncella confesó la razón: hubiera muerto avergonzada. Revelar la verdad la sonrojaba. Decidió no pregonarla y con mucha delicadeza murmuró:
—No me he propuesto otra cosa que recoger el peine. No deseo sino tenerlo en mis manos y no podía esperar más.
El Caballero, que con suma delicadeza no rompió cabello alguno del mechón, no veía inconveniente en que lo tuviera, y se lo dio. Nadie nunca venerará objeto alguno como él lo hizo con el mechón; miles de veces lo acarició, con los ojos, con la boca, con la frente y con el rostro: los cabellos de la reina eran para él la felicidad y la abundancia. En su pecho, cerca del corazón, entre la camisa y la piel, fue donde los puso. Ni por un carro que rebosara de esmeraldas y rubíes los cambiaría. De ahora en adelante, y así lo pensaba, ya no sería víctima de úlcera ni enfermedad ninguna. Le repugnaban el diamargariton,[6] la pleuresía y la triaca.[7] Pero también las oraciones a san Martín y a Santiago. Con la fe plena en los cabellos no precisaría de ningún otro remedio. En verdad, ¿cuál era el encanto de ese mechón? Que miento o estoy loco es lo que pensaréis, pero la verdad os digo cuando afirmo que todo el oro del mercado, fundido y refinado, que brillaba más que la noche y resplandecía como el mejor día de verano, no podía compararse con la melena de la reina. El Caballero jamás aceptaría cambiar los cabellos por todo ese oro. Más explicaciones no quiero dar.
La doncella montó a caballo sin olvidar el peine. El Caballero andaba feliz con el mechón en el pecho.
Alcanzaron un bosque tras recorrer una inmensa planicie. El camino se estrechaba a medida que avanzaban. Los caballos, uno detrás del otro, en fila; imposible que cruzara si viniera otro de frente. En el lugar más estrecho del sendero, un caballero pareció acercarse; entretanto, la doncella iba por delante del huésped. Ella supo reconocerlo tan pronto como lo miró, y le dijo a su acompañante:
—Señor Caballero, el que viene hacia nosotros armado está y a luchar dispuesto. Si vos no oponéis resistencia, cuenta con llevarme consigo. Ha enloquecido por mí, me ama y por eso estoy segura de lo que pretende. Ruega, desde hace mucho tiempo, que le ame, lo sé por él y por sus mensajeros. Pero no pienso concederle mi amor, por nada del mundo podría amarlo. Prefiero morir, que Dios me ayude, antes que amarlo. Por su euforia es como si ya me poseyera. Si sois valiente, ahora tendréis que demostrarme de qué sois capaz. Veré claramente si sabréis protegerme. Si digno sois de ser mi guardián. Creo no mentir si os considero un guerrero, un audaz caballero.
Exclamó él:
—¡Adelante!
Esas palabras recobraban todo su sentido, como si hubiera dicho: «No importa. Ni preocuparte debes, ni decirme tampoco lo que tengo que hacer».
Entretanto, el otro caballero se acercaba rápidamente. Se creía afortunado al encontrarse con la persona amada y se apresuraba por eso. Cuando estuvo junto a ellos, saludó cortésmente y dijo:
—¡Sea, venga de donde venga, bienvenida aquella que deseo por encima de todo y por la que sufro sobremanera!
Que la doncella no le hubiera saludado no habría estado bien y, al hacerlo, se sintió ardiente. Ni siquiera vencer en un torneo le hubiera otorgado tanta confianza. Jamás habría conquistado tanto honor y tanta consideración como ahora. Empuñó el freno del corcel y, lleno de autoestima, dijo:
—¡Os acompañaré! He dirigido bien mi barca y he llegado a buen puerto. Ya ha desaparecido el peligro del mar y no existe riesgo alguno junto al río. Del sufrimiento a la gloria, de la enfermedad a la salud. Todo lo que deseaba lo tengo y, sin cometer pecado alguno, podríamos emprender la marcha.
La doncella apuntó:
—De nada sirve lo que decís. Este Caballero es mi guardián.
—Cierto —contestó—, pobre guardián el que tenéis. A vuestro Caballero, así lo creo, más haría de comerse una pizca de sal que defenderos. Caballero no hay capaz de defenderos contra mí. Cuando por fin estéis a mi merced, os llevaré junto a él. Dificultad tendrá para defenderos, sea o no de su agrado.
El Caballero ni se inmutó. Sin sarcasmos ni fanfarronerías, a pesar de lo que había escuchado, cedió su palabra al otro hidalgo:
—¡Señor, no os precipitéis! En vano no habléis y medid vuestras palabras. Vuestros derechos, siempre y cuando los tengáis, os serán respetados. Es bajo mi protección, entiendo y que lo sepáis, como la doncella anda por estos parajes. Durante demasiado tiempo la habéis retenido y es hora de prestarle la libertad. No tiene ya por qué dispensaros respeto alguno.
Que le quemen vivo si se llevara a la doncella.
El Caballero precisó entonces:
—Cometería un error si permitiera partir a la doncella. Sabed que estoy dispuesto a entablar un combate con vos. Si luchamos de veras no podemos hacerlo aquí, en este sendero tan estrecho. Preciso sería hallar otro camino, campo o pradera.
Suspirando le respondió:
—Que no sea otra cosa, de acuerdo estoy y razón tenéis. Estrecho es el camino y mi caballo cómodo no está. Daremos media vuelta, temo que pudiera partirse las zancas.
Consiguió salir sin lastimar a su caballo, y dijo:
—Lástima, porque lo es, que nuestro encuentro no tenga lugar en un espacio abierto y con espectadores, para que contemplaran quién de los dos recibía más golpes. Vayamos en busca de ese lugar. Cerca de aquí daremos con un terreno libre de obstáculos.
Llegaron a un prado donde varios caballeros, doncellas y damas dedicaban su tiempo a los juegos. El lugar era idóneo y se prestaba a ello. Unos jugaban a las damas y otros al ajedrez, a los dados y al dominó. Juegos todos ellos muy serios. Los más jóvenes, para distinguirse de la muchedumbre, presa de los juegos, bailaban, cantaban, saltaban, brincaban y peleaban.
En el otro extremo del prado, un caballero de cierta edad, montado en un caballo español, castaño de color, con el arnés y la silla dorados. De aspecto canoso y la mano en un costado. Tan solo vestía camisa. Observaba a los jugadores y a los bailarines. Lucía un abrigo de tela con llamativos adornos. A lo largo del camino, no muy lejos, una veintena de hombres armados montaban unos caballos irlandeses. Todos, entretanto, gritaban; al percatarse de la presencia de los tres nuevos intrusos, dejaron los juegos y el recreo.
—¡Miradle, observad al Caballero de la carreta! Ante su presencia, que nadie cuente con jugar, y quien pretenda hacerlo será maldecido. Maldito aquel que se atreva a jugar con él.
El hidalgo que amaba a la doncella era hijo del caballero canoso y, recién llegado, ya creía poseerla.
—Señor, feliz lo soy mucho, y sabed que Dios me acaba de conceder a la persona que más deseo. Ni de haberme coronado rey sentiría semejante felicidad.
Pero el caballero le dijo a su hijo:
—Este trofeo no sé si te ha sido otorgado realmente.
De inmediato, exclamó:
—¿No lo sabéis? ¿No lo veis, señor? No hay duda de ello, lo juro. Dios me lo dispensó en la senda del bosque.
—Quien anda detrás de ti seguro no estoy de que lo consienta. Disputártela podría —replicó el padre.
Entretanto, los bailes, los juegos y el recreo cesaron, y el Caballero, próximo a la doncella, exclamó:
—¡Hidalgo, permitid marchar a la doncella! Si decidís retenerla, entonces pelearé con vos.
El viejo caballero aconsejaba a su hijo:
—Hijo mío, deja que la doncella parta, no la retengas más, así harás bien.
Enojado, el hijo juró con estas palabras que no la devolvería:
—¡Que Dios no me conceda jamás, desde hoy, favor alguno si la devuelvo! Bajo mi ...

Índice

  1. LANZAROTE
  2. APUNTES A ESTA EDICIÓN
  3. EL MARAVILLOSO MUNDO DE ARTURO
  4. PRÓLOGO
  5. MELEAGANT SECUESTRA A GINEBRA
  6. EL CABALLERO Y LA CARRETA
  7. EL LECHO PROHIBIDO
  8. LA ORILLA PELIGROSA
  9. LA DONCELLA INESPERADA
  10. EL CABALLERO RIVAL
  11. LANZAROTE DESCUBRE SU PROPIA TUMBA
  12. LANZAROTE LIBERA A LOS CAUTIVOS
  13. EL CABALLERO PROVOCADOR
  14. EL PUENTE DE LA ESPADA
  15. PRIMER COMBATE CONTRA MELEAGANT
  16. LA INDIFERENCIA DE GINEBRA
  17. FALSAS NOTICIAS. DESESPERO y RECONCILIACIÓN
  18. NOCHE DE AMOR
  19. MELEAGANT RETA A KEU
  20. LA DESAPARICIÓN DE LANZAROTE
  21. EL TORNEO PARA DESPOSARLE
  22. EL CAUTIVERIO DE LANZAROTE
  23. LIBERACIÓN DE LANZAROTE
  24. LA MUERTE DE MELEAGANT
  25. GLOSARIO
  26. FILMOGRAFÍA SELECTA
  27. BIBLIOGRAFÍA