Panorama del siglo XX
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Panorama del siglo XX

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Panorama del siglo XX

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¿Cómo llamar al siglo XX? El siglo de las guerras mundiales, de la descolonización, de la decadencia de Europa como centro del mundo, el siglo de la conquista del espacio, de la globalización, de las potencias emergentes, el siglo de la explosión demográfica, de la electrónica y la informática, de la revolución genética… Pero no nos convence ninguno de esos nombres, pues no logran definirlo plenamente.Podemos aquí asomarnos a ese complicadísimo siglo XX contemplando el panorama que nos muestra José Luis Comellas, y que nos ayudará a comprender mejor nuestro propio tiempo.

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Información

Año
2016
ISBN
9788432146299
Edición
1
Categoría
History
Categoría
World History

1. Vista previa. El mundo en 1900

 
 
 
 
 
La población del planeta en el portal del siglo XX era, a lo que se nos alcanza, de 1.650 millones de habitantes. Si sobre el año 1800 había sido de unos 1.000 millones aproximadamente, había crecido en la centuria anterior cosa de un 65 por ciento, un progreso como no parece que hubiera podido existir en tiempos anteriores; pero la novedad sensacional dentro de la historia de la demografía humana tiene lugar en el siglo XX, cuando la población total del globo alcanzó en 2000 de la cifra de 6070 millones; es decir, que se incrementó en el plazo de un siglo nada menos que un 360 por 100. Una explosión demográfica tan fabulosa no se ha registrado jamás en los anales de la historia, ni siquiera en la prehistoria, por ejemplo, cuando sobrevino la llamada revolución neolítica, que incrementó la demografía del mundo en tasas incomparablemente superiores a las del Paleolítico, por más que hoy nos parezcan ridículas. He aquí que la revolución a la que nos estamos refiriendo ha de inscribirse también entre los hechos que hacen distinto a todos el siglo XX. La distribución de este aumento por partes del mundo, por artificiosas que sean en su concepción esas partes, podría ser la siguiente:
 
Millones de habitantes
1900
2000
Europa
  408
  728
Asia
  947
3725
África
  133
  765
América
  156
  836
Oceanía
      6
    31
 
En algún momento tal vez quepa comentar estas cifras más atentamente. Por de pronto, puede resultar significativo el relativamente lento crecimiento de Europa respecto del resto del mundo. Siempre Asia fue la región más poblada, por razón de su enorme extensión y la gran densidad de China, India y Japón hasta reunir el 57 por 100, más de la mitad de la población mundial. Por el contrario, Europa, «esa pequeña península de Asia», que decía Paul Valery en frase que quizá orgullosamente se ha repetido miles de veces, reunía en 1900 el 25 por 100, es decir, que de cada cuatro seres humanos, uno era europeo. Cuando se escribe este libro, apenas roza el 10 por 100, apenas es europeo 1 de cada 10. Una decadencia demográfica de esa magnitud no era de esperar en un siglo tan próspero como el XX, ni registra, que sepamos, precedente alguno a lo largo de los siglos. ¿No hay motivos también para motejar al XX «el siglo de la decadencia de Europa»? Decadencia tanto demográfica —provocada, fundamentalmente, por un drástico descenso de la tasa de natalidad— así como de fuerza posesora o de influencia de facto en el conjunto del planeta. El hecho tiene toda la trascendencia dramática que queramos imaginar.
Pero volvamos a 1900, que es nuestro punto de partida. Europa es todavía el centro del mundo. Muchos europeos residen en América, en África, en la India, en Australia. Están allí como administradores, como colonos o como inmigrantes. Podríamos imaginar más de 100 millones de nacidos en Europa que viven en el resto del mundo. Pero hay mucho más que eso. De todos los países de África, solo dos son independientes y soberanos: Etiopía, con su emperador o Negus, protegido por Inglaterra, y Liberia, el pequeño estado adonde fueron llevados esclavos libertos desde Estados Unidos para que pudieran vivir «en su ambiente», bajo una relativa protección de los americanos. Los demás países eran colonias o protectorados de potencias europeas (Marruecos fue protectorado desde 1906). Francia e Inglaterra se reparten casi toda África; otras potencias administradoras son Italia, Bélgica, Portugal y España. El enorme y poblado territorio de la India está en manos de los ingleses, que lo consideran el florón de su imperio; también los británicos poseen grandes territorios en el sureste asiático, aunque Indochina depende de los franceses. El Reino Unido domina también el inmenso continente australiano, que pertenece a su Commonwealth, así como Nueva Zelanda. Indonesia es colonia holandesa, como son también holandeses algunos enclaves en India y un territorio de Guayana en Sudamérica. La mayor parte de las islas de Oceanía pertenecen a Francia o al Reino Unido. También al Reino Unido, y como parte de su Commonwealth pertenece el territorio de Canadá, tan extenso o más que los Estados Unidos, aunque mucho menos densamente poblado. Los Estados Unidos vivieron todo el siglo XIX sin colonias: no las necesitaban, en parte porque se dedicaban a colonizarse a sí mismos en las vastas llanuras del Oeste, y en parte porque preferían exportar que colonizar. Con todo, en 1900 la nación norteamericana se había apoderado, después de una guerra con España, de Cuba, Puerto Rico y Filipinas; y justo al mismo tiempo (¿casualidad?) de las islas Hawaii. Cuba resistió tenazmente a los norteamericanos, que decidieron retirarse en 1901, no sin quedarse con toda la producción azucarera de la isla. El creciente control de buena parte del mundo por la enorme potencia norteamericana se verificaría por otros procedimientos que el de la colonización.
Tenemos por tanto que la vocación colonialista fue fruto de una decisión de las potencias europeas —fundamentalmente de las que daban al Atlántico—, y que constituyó para ellas una suerte de filosofía, que trascendió principalmente de 1880 a 1900. Por el otro lado, Rusia se había extendido por el «Extremo Este», en un proceso más parecido al de los Estados Unidos en Norteamérica de lo que usualmente se supone. La inmensidad de Siberia, hasta el estrecho de Bering (por un tiempo también fueron los rusos dueños de Alaska, hasta que se la vendieron a los americanos por la fabulosa suma de siete millones de dólares) fue una hazaña de pioneros y no solo de ocupación oficial. También los exploradores y militares rusos se hicieron dueños de las mesetas del Turquestán, donde comenzaron a enfrentarse con los ingleses. El imperio de «todas las Rusias» era, a comienzos del siglo XX, el bloque continental más vasto que se ha visto jamás, aunque los rusos tenían menos medios que los americanos para comunicar, poblar y explotar debidamente aquellos enormes territorios.
Así es como Europa se sentía dueña del mundo, y no solo por sus posesiones, sino por su prestigio y su capacidad creadora. Por entonces, comenta Bullock, «Europa había alcanzado la plenitud de sus posibilidades... Al poderío político y económico de Europa había que añadir su superioridad cultural. París, Berlín, Londres, Viena, Roma, eran los centros culturales del mundo». No puede despreciarse el poderío de los Estados Unidos, «esa otra Europa —que dice Carlton Hayes— trasladada al otro lado del Atlántico». Pero América, aunque más rica que cualquiera de los países europeos considerado aisladamente, era inferior a la suma de todos ellos, y su prestigio, su esplendor, su cultura, sus manifestaciones artísticas, quedaban todavía por debajo. América era, al fin y al cabo, un continente previamente europeizado: no resultaba ajeno, como China, India o África. Y es también, no lo olvidemos, que la coyuntura de 1880-1900 presencia la crisis definitiva del imperio chino, que tardaría en encontrar nuevos derroteros en la historia, en tanto India había perdido toda su hegemonía de múltiples estados, religiones y lenguas, que no se entendían entre sí, convertida desde 1857 en dependencia del imperio británico.
Por lo que se refiere a África, resulta todavía hoy muy difícil comprender por qué aquella extensa parte del planeta fue durante siglos (en aquel siglo, en aquel otro...) incapaz de constituir siquiera un estado o un conjunto de estados dotado de la mínima coherencia, o de jugar un papel, por débil que pueda suponerse, en el conjunto de aquel enorme territorio, o de trascender de alguna manera al mundo. La división tribal, la escasa tradición histórica de sus distintas zonas, la falta de una minoría capaz de buscar más amplios horizontes, parecían haber condenado a aquel enorme continente a ser dominado —¡y explotado!— por otros. Europa, frente a una América apenas dotada de ínfulas coloniales, dominaba por 1900 las cuatro quintas partes de los territorios del mundo (prescindimos de la europeizada América), y el hecho es digno de ser considerado, porque jamás en la historia había existido nada parecido.
El colonialismo, digámoslo así —prescindimos del modelo ruso, sin duda más parecido al poblador de fronteras propias, al estilo de los americanos—, es un producto de la mentalidad europea, segura de su cultura secular y de su capacidad de proyectarse al exterior. Es esa misma mentalidad la que la lleva a creer en una cultura superior, y a concebir el derecho, pero también el deber de dominar a pueblos semisalvajes, o para los criterios de entonces, salvajes del todo, con el fin de controlarlos y, mediante ese control, aleccionarlos debidamente. Son los términos en que Charles Dilke canta a «the Greater Britain», la Más Grande Bretaña, que extiende las alas de su águila imperial sobre los cinco continentes y los cinco océanos. Gran Bretaña, esa pequeña isla del noroeste de Europa, con una extensión inferior a la provincia de Buenos Aires, era dueña de un territorio ultramarino 120 veces superior al de la metrópoli y habitado por 350 millones de seres humanos. También en otros países de Europa, en su momento lo veremos, el colonialismo estaba de moda, era alabado como una bendición del mundo por 1900. Si no lo tenemos en cuenta es difícil entender la mentalidad dominante a principios del siglo XX.
La diferencia entre los países del mundo, diferencia cultural, organizativa y tecnológica, era mayor en 1900 que en 2000. No justifica ello las ínfulas de Occidente como la parte merecedora de ser la cabeza destinada a regir el mundo, ni el aprovechamiento que las potencias occidentales se arrogaron de los recursos de los países considerados inferiores e incapaces de explotar sus propias riquezas naturales. La única certeza clara que obtenemos de un viaje virtual al mundo de 1900 es que el contraste entre culturas, y más todavía entre civilizaciones, tal como se manifestaban a comienzos del siglo XX, era mayor del que existiría a finales de siglo. A la hora de valorar esta conciencia de superioridad puede producirnos una cierta sonrisa el hecho de que uno de los padres de la antropología moderna, Leo Frobenius, cuando quiso conocer la reacción de los negros africanos ante la música occidental, llevó al país de Kasai, en el Congo, un disco que suponía que de seguro les iba a gustar, el Vals del Emperador, de Johann Strauss. Los negros no mostraron señal alguna de placer, permanecieron serios y a lo sumo se limitaron a balancearse a un lado y otro. «No son capaces de discernir el compás de tres por cuatro». Y todavía a la altura de mediados de siglo, uno de los intérpretes de la Historia más famosos del mundo, Arnold Toynbee advertía que hay dos clases de comunidades humanas: aquellas que son «sujeto de historia» y aquellas que son «objeto de antropología». Hoy somos menos propensos a admitir diferencias, aunque por obra de ese prurito nos equivocamos con frecuencia. Quizá a finales de estas páginas podamos reflexionar sobre si es posible establecer la «Alianza de Civilizaciones» o si tal vez convendría otra fórmula, igualmente bienintencionada y generosa para llevarnos bien (un tema que, por pura lógica, habrá que plantear con la máxima prudencia).

2. La «belle époque»

La expresión se consagró después de la primera guerra mundial, como añoranza de tiempos más felices, que eran considerados como un pequeño paraíso perdido. Los primeros catorce años del siglo XX, conviene también reconocerlo, no fueron perfectos ni felices para todos; estuvieron perturbados por guerras relativamente lejanas, como la de los boers en África del Sur, o la única librada entre grandes potencias, la ruso-japonesa de 1904-1905, que tuvo lugar ciertamente a miles de kilómetros de Europa o de América, en que los japoneses, que jugaban en su casa y disponían de un ejército aguerrido y una flota moderna, derrotaron inesperadamente a los rusos. Fue un hecho que sorprendió a la opinión mundial, y consagró a Japón como gran potencia, pero no tuvo ulteriores complicaciones, como no fuera el descontento de activistas rusos que preludiaron lejanamente lo que iba a ocurrir en 1917. No podemos olvidar las pequeñas guerras balcánicas, libradas en el extremo sureste de Europa por aquella pandilla de «chiquillos irresponsables» que eran las pequeñas naciones de fronteras discutibles y de hecho discutidas. Las grandes potencias, reunidas en Berlín o en Londres, ponían paz inmediata entre los revoltosos, sin que llegara la sangre al río. Los fuertes eran siempre los que obligaban a los débiles a hacer las paces. Y no pasaba la cosa de aquellas niñerías. La buena voluntad, la prosperidad económica, la cultura compartida por todo el mundo civilizado, auguraban una paz permanente para mucho tiempo.
Si pudiésemos viajar a los países civilizados de entonces, encontraríamos unas diferencias sociales más acentuadas que hoy, pero con signos evidentes de mejora. La acción del Estado se amplía a los servicios públicos, como la enseñanza obligatoria y la sanidad. Hay más hospitales y escuelas que nunca, el analfabetismo ha sido barrido de las naciones desarrolladas de Europa, nuevas técnicas destinadas a la salud general se practican en los centros importantes, y las pestes, aquella maldición de siglos pasados, se consideran desterradas para siempre. Cuántas veces se dijo por entonces que aquellos tres grandes enemigos de la humanidad la guerra, el hambre y la peste, son males del pasado. Una nueva época se adivina, llena de esperanzas. Y una nueva coyuntura económica adviene en la mayor parte del mundo civilizado: Europa occidental y central, Estados Unidos, Argentina, Chile, Brasil y otros países de Iberoamérica. Después de un...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Introducción
  4. 1. Vista previa. El mundo en 1900
  5. 2. La «belle époque»
  6. 3. La crisis intelectual de comienzos de siglo
  7. 4. La primera guerra mundial
  8. 5. De la guerra a la revolución
  9. 6. De los años veinte
  10. 7. La Gran Depresión y sus consecuencias
  11. 8. Totalitarismo
  12. 9. Los contrastes y las tensiones
  13. 10. La espiral de la agresión alemana
  14. 11. La guerra ya es mundial
  15. 12. La vuelta de la guerra
  16. 13. La paz y el nuevo equilibro del mundo
  17. 14. Las Naciones Unidas
  18. 15. La Guerra Fría
  19. 16. La era atómica y la carrera nuclear
  20. 17. La conquista del espacio
  21. 18. La descolonización
  22. 19. El surgimiento del Tercer Mundo
  23. 20. Capítulo aparte: la enorme China
  24. 21. Empequeñecimiento y unión de Europa
  25. 22. La revolución de 1968
  26. 23. El final de la Guerra Fría
  27. 24. Panorama iberoamericano
  28. 25. El fin de la historia y el encuentro de civilizaciones
  29. 26. Fin de siglo, cambio de siglo
  30. Nota
  31. Créditos