Dios también reza
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Dios también reza

  1. 256 páginas
  2. Spanish
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Dios también reza

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Índice
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Información del libro

Dios es amor y fiesta, risa, piropo y amistad, es belleza, beso y serpentina, y por eso lo queremos. El autor relata en este libro cómo reza Dios. Él recita en alta voz sus ideas y sentimientos y ora a los hombres, inferiores a él, claro, pero hijos suyos muy queridos.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2014
ISBN
9788428826464
Categoría
Religión
1
Ignoro quién lo dijo por primera vez, pero me complació la frase en cuanto la avisté en mis sensores, y ella me da pie ahora a este rezo que te brindo: «Observaba los astros, pero como tenía los ojos puestos en el cielo, cayó en un pozo».
¡Pardillo! Era de esperarse que, de tanto mirar a las estrellas, se diera de bocas a jarro con un pino. Que eres un capullo, bienamado. Mira al suelo, que de él naciste, hijo mío, que eres barro, mi amor.
Vosotros, mis tormoncillos entrañables, decís que los cielos se encuentran allá arriba, por encima de las nubes, a años luz de las estrellas, y que yo, no sé por qué, debo habitar por aquellos andurriales. Allá vosotros, pero a mí, sábetelo bien sabido, me gusta patear la tierra y enlodarme en ella, reír con los que ríen y sufrir con los que arrugan el entrecejo porque lloran y lo pasan mal; pero se me obliga con frecuencia a vivir racionalmente en el zaquizamí de un presumible rascacielos empinadísimo, como un penacho, allá, entre nubes, con peligro de un avión suicida, y eso.
Bien merecido tiene entonces quien cae en el pozo, se descuajaringa, es un decir, y se quiebra la jeta al golpe. No me busquéis en las alturas, terroncillos de lodo, que yo vivo aquí, a ras de tierra, en el mismo nivel en que queman mis hijos sus sístoles y diástoles apresuradamente.
Descúbreme, por tanto, bienamado, sobre todo entre los más pequeños, los desafortunados, los pobres. ¿Por qué? –preguntas–, porque ellos me necesitan desesperadamente, y algo hay que hacer para que se les restituya la parte de la herencia que les corresponde. No te empecines, pues, en dar conmigo preferentemente en las grandes asambleas, en las suntuosas parafernalias, en los truenos o en el vendaval. ¡Qué va! Me gusta mucho más, repito, rozarme con el barro, la arcilla, el lodo, la ciénaga, entre otros motivos para que vosotros no os veáis precisados a venir a mi encuentro donde siempre, como si vuestro Padre no tuviera redaños para presentarse de sopetón donde y como quiera, sigilosamente, de puntillas, como amigo. No me confinéis en las alturas, descolgado del huelgo de la arcilla, vaporoso, irreal, idea o sentimiento solo, o mera posibilidad apenas. Quiero un sitio aquí, un puesto a vuestra mesa, un camastro, un vaso de vino y un abono en los campos de fútbol, con la masa.
Y si algún día, de tan mirar a los astros obsesivamente, llegaras a caer de bruces al fondo de la cuneta, aprende de los chopos que se afincan desesperadamente en tierra, absorben allá la humedad del río o del regato y disparan más tarde sus ramas y sus pájaros hacia la altura. Ningún árbol se empina sin clavarse previamente en el humus en que hunde sus raíces. De lo contrario, también él se caería al hoyo de tan mirar las estrellas lejanísimas. Búscame a ras de tierra, donde a menudo brillan las luciérnagas.
2
¡No me malinterpretes, bienamado, pero si un día llegáramos a encontrarnos, me gustaría hallarte desligado de toda atadura religiosa, no uncido a nada, libre y encendido el corazón.
Te he sorprendido algunas veces atrapado por el encanto de un niño prendido a su cometa, y yo también, como tú, levemente sonreído, amusgados los ojos, zigzagueantes, de acá para allá, según el viento y el hechizo de la cometa, tira y afloja. La mirada hipnotizada del chavalín acaricia la brisa con sus pestañas chiquitinas.
«Suéltale cuerda a la cometa», escribiste tú mismo hace años, sin dar entonces importancia al hecho de que el niño mantenía asida a su mano la cometa, imposibilitándole poder volar a su antojo, libre y retozona. Pero subía, me dirás, y es esa –recalcas– la razón de su existencia. ¿Y no sería muchísimo más bello –subrayo por mi parte– que la cometa fuera libre para trazarse por sí misma los caminos, sin que nadie la jalara desde abajo o desde arriba?
Así, libre de toda atadura y coerción, quisiera yo encontrarte cuando acaso lleguemos a toparnos en la vida. Tú y yo, mano a mano, con el corazón en la boca, la mente libre y espontáneo el gesto, sin un «según como, a condición de que, a tenor de, habida cuenta de» y otras menudencias que estrangulan a menudo el espíritu y acartonan el alma. No te me escandalices, pero cada día me resulta más difícil estomagar, por ejemplo, los semáforos que ordenan y limitan el tránsito de viandantes y conductores, al tiempo que, en otras ocasiones, me gusta contemplarlos como racimos de colores, confetis –imagino– de un arco iris guindados por encima de vuestras cabezas.
No cabe duda de que se precisa de una sumisa y obsequiosa coordinación, pero sin estrangular el vuelo libre del espíritu de mis hijos, entre otras cosas porque yo nunca los pensé como un hato de marionetas.
Si acaso un día, repito, llegáramos a toparnos en la vida, que sea como el encuentro juguetón de dos brisas enamoriscadas, libres, casi etéreas; y que tú te dejabas caer entre mis brazos; y que yo no te retenía; y como que de pronto comenzabas a hundirte; y que yo te asumía y te lanzaba nuevamente, distante de mí y a mí abocado, creativos los dos, a punto de volatín y pirueta.
Mi terroncillo de limos grises, es mejor equivocarse que quedarse pasmado como un orate.
Me gustan las veletas mucho más que las espadañas.
3
«Siempre mayor», decís de mí, y siempre chico, añado de mi parte, como el sol que se abreva en un charquito de agua y se hace miniatura.
Si un día llegara mi luz a deslumbrarte, cosa que no pretendo, híncate de rodillas junto al agua y abrévate de bruces en el fuego de ese niñito ardido –el sol– que alivia sus ardores en el charco, y reflota lo mismo que una guinda, tan pequeñito él siendo tan grande.
Y brindemos los dos, yo a ras de tierra, casi nada, y tú, en ti y en mí empinado, como una espiga; yo, ascua diminuta a flor de lodos y de lágrimas, tú, mangle, yo, raíces.
¡Oh, mi grumo de arcilla blanda!, ¡qué cuna tan mullida para acostarme yo! En ti los cienos se harán oro a mi contacto, y tu raíz de tierra oscura, árbol.
¿Fue Dios quien se hizo limo o Niño se hizo el sol a flor del barro?
4
Ayer tuve un mínimo altercado, llamémoslo así, con un ángel grandullón, quisquilloso y cicatero. Si me permites un respingo de humor, aventuraré que él debió de tener problemas de identidad en su período larval –no te rías– o en la época de lactancia. Siempre me han preocupado los entrañables barros míos mellados por un agazapado complejo de inferioridad, timidez o similares. Barrunto que algo así debió de vivir el pobrecillo espíritu volátil, digo –y perdonadme–, en su período de incubación.
Me dijo el susodicho a bocajarro que era yo excesivamente humanista, que estaba tocado del síndrome del humus y que me despepitaba con todo lo que sonara a homínido y pitecanthropus. Contuve la risa, pero, por lo visto, el cuitadillo se percató de las comisuras forzadas de mis labios, mi morrete apiñado, rezongó y dijo que su observación no había que tomarla a chirigota. No, Sumo Bien –gagueó–. Se ha elaborado una encuesta confidencial, y de este tenor han sido las respuestas de tus ángeles.
Le paré el carro o, mejor, sus volanderías, con benevolencia, pero con decisión. Por lo que veo –dije–, según vuestros puntos de vista, yo debería enquistarme en lo meramente espiritual, o séase, inciensos, éxtasis, arrobos, profundas contemplaciones esenciales del ser eterno, ascetismo, humildades, loores, alabanzas y liturgias monacales. ¿Sí? ¿Es que existe otro yo para andar por los barros, salpicarse en ellos, entrar en los bares donde mis arcillas se echan unos chatos entre pecho y espalda o un pacharán, se fuman unos Ducados, hablan del Athletic o del Osasuna, y cotillean al borde de un café exprés y unas palmeras? ¿Sí? ¿Y las manos grasientas de mis tormones grises, qué?, ¿y las que acarician teclados, bites o dorremifasoles, qué?, ¿y mis artistas bohemios creativos, y los drogadictos, y el último rock duro, el heavy metal o el rap, qué?
Me hizo un par de venias zalameras excusándose, y se me perdió por un vano de nubes hasta dejarse caer en una alberca para apagar sus fuegos ruborosos. Agustín de Hipona, que también la pringó en vida, y la Magdalena, que tampoco se anduvo por las ramas, fortuitos testigos presenciales del suceso, aplaudieron el lance, y casi me dedican una avenida. Ni tanto, les dije. Me da el tufillo de que coreáis mi respuesta por una pizca de conveniencia.
Y te recordé, mi bienamado, cuando hace ya una ristra de años te endilgaron idéntico sambenito, «demasiado humanista», y por tal pecado quisieron catapultarte a muchos tiros de piedra de donde entonces quemabas tus celos por mi nombre.
Otro día me las vi también y me las deseé frente a un grupo de viejos salmanticenses, según creo, que criticaban acerbamente lo que otro congénere suyo, más moderno, llegara a decir cuando dijo que el objeto de toda teología es el hombre. Y me armaron una gresca para que lo silenciara, y yo les redargüí y les dije que a ver si ellos tuvieron en tiempos mejor buena voluntad que la expresada ahora por mi muy amado Karl sajoncísimo. Y además, si servía de algo, que yo mismo participaba muy mucho de tal aseveración. ¡Lo que dije! Se sonrojó el Tormes, y el rosicler de la tarde quedó lívido ante el acentuado carmín de sus venas y hasta de sus cogullas.
Bienamado, sé muy bien, y tú también, que yo soy muchísimo más que un arrebatado pálpito humano, hijo de la emoción, más que el hombre, y más que todas sus más bellas realizaciones; pero, así y todo, cuantos crean en mí deberán afincarse prioritariamente en el barro humano para poder rastrearme en su limo primigenio; escarbar en él hasta dar conmigo, caer de rodillas para adorarme y besar después aquellas arcillas en las que yo humedecí amorosamente mis manos al principio del tiempo para siempre.
Bienamado, no me digas, por tanto, qué es lo que piensas de mí, y sí qué es lo que haces a favor de los hombres más empequeñecidos. Cuando te tilden de humanista, escarba más abajo todavía, y hallarás en aquellos limos el brillo humilde de una luciérnaga. Es mi sonrisa y mi aquiescencia. En esos barros, hijo mío, se hizo tu Padre latido un día lejanísimo.
5
¡Me siento tan bien cuando alguno de vosotros me dice «Padre» a boca llena! Abbá me llamaban ayer, algo así como papacito ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Agradecimientos
  3. Nota autobiográfica
  4. Para alcanzar su secreto
  5. No es difícil hablar de lo que se ama
  6. Propósito
  7. Dios también reza
  8. Adiós
  9. Contenido
  10. Créditos