Introducción al Antiguo Testamento
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Introducción al Antiguo Testamento

  1. 376 páginas
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Introducción al Antiguo Testamento

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Desde su lanzamiento en 1987, la Introducción al Antiguo Testamento de John Drane ha sido ampliamente aclamado en el mundo anglosajón como la obra más accesible y mejor documentada, no tan sólo como texto didáctico en las aulas de los Seminarios sino también como herramienta ideal para estudio personal bíblico serio y profundo.Tras varias revisiones por el autor, la presente versión española incorpora los más recientes descubrimientos y opiniones de los eruditos en cada materia, de manera especial en lo que respecta a cuestiones históricas, como por ejemplo en lo referente a los orígenes de Israel como nación.Incluye un tratamiento específico de los valores espirituales y religiosos del Antiguo Testamento, incluye en el análisis la mayor parte de libros deuterocanónicos, y enfrenta con valentía las críticas y cuestionamientos más actuales al A.T. en cuestiones éticas escabrosas, como es el caso de las supuestas limpiezas étnicas.Aunque es probable que parte de los planteamientos y conclusiones de Drane puedan ser vistos por algunos como excesivamente avanzados, su prestigio académico como profesor de la Universidad de Aberdeen y del Fuller Theological Seminary, en California, hace de esta obra, profusamente ilustrada, un auxiliar de referencia indispensable en la biblioteca de todo pastor que quiera estar al día en lo que respecta a los últimos descubrimientos y las teorías más recientes en la investigación del contexto del Antiguo Testamento.

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Información

Año
2004
ISBN
9788482677804
1 Introducción al
Antiguo Testamento
De todas las literaturas de civilizaciones antiguas que han llegado hasta nosotros ninguna es tan fascinante, o tan provocativa, como el Antiguo Testamento. Además de formar parte de los clásicos de la literatura, es altamente estimado como sagrada escritura por las tres religiones más grandes del mundo: Islam, Judaísmo y Cristianismo. Ya de por sí, este dato no sólo ha evitado su desaparición, sino que ha provocado su expansión y permanente atractivo para pueblos muy alejados del contexto cultural y religioso en el que nació. Existen muy pocos libros tan antiguos como éste y que, sin embargo, sigan siendo tan leídos por tantas personas. Aunque los hechos que relata acaecieron hace bastante tiempo y en escenarios nada familiares, todavía hoy nos sentimos fascinados por ellos, ya que en sus páginas tenemos los ricos tesoros literarios de toda una nación: el antiguo pueblo de Israel. Comienzan en la edad de piedra y terminan en el mundo de los primeros cristianos. Las partes más recientes tienen más de 2.000 años, mientras que los orígenes de sus obras más antiguas se pierden en la más nebulosa antigüedad. Pero su mezcla incomparable de relatos épicos, de historia, de reflexión filosófica, de poesía y de comentarios políticos reúne todos los elementos de aventura, de emoción y de suspense que podemos esperar de una novela policíaca de nuestros días. El Antiguo Testamento ha sobrevivido a las erosiones del tiempo para convertirse en materia prima de producciones de Holywood a gran escala, así como en un libro al que acude todavía hoy mucha gente en busca de inspiración personal.
Incluso una lectura por encima, pone de relieve que el Antiguo Testamento no es, desde luego, un libro de una pieza. En realidad, se trata de una completa biblioteca de libros diversos, y es precisamente la pura diversidad de sus contenidas lo que explica, en parte, su perenne vigor y atractivo. Desde los grandes relatos épicos sobre héroes nacionales como Moisés, Débora, David o Ester, hasta otros libros más reflexivos, como Job o el Eclesiastés, hay aquí para todos los gustos y para todos los ánimos y sentimientos. Los relatos de intriga y pasión –algunas veces encantadores, y otras inquietantes– se combinan con disquisiciones filosóficas sobre el sentido de la vida humana. Tratar de establecer el sentido de estos libros tan marcadamente distintos, no resulta una tarea sencilla, y de hecho, a lo largo de los últimos 200 años muchos especialistas han elaborado gran número de teorías al objeto de intentar entender y explicar los orígenes de cada uno de ellos, así como su significado en su propio contexto. Muchas hipótesis no pudieron sobrevivir por mucho tiempo, y los últimos 20 años del s. XX fueron testigos del derrumbe de muchas opiniones que las generaciones anteriores consideraron ser el resultado más sólido de la ciencia bíblica. Con todo, sobrevive una convicción: si se quiere entender de modo más pleno los libros que configuran la Biblia Hebrea, hay que sumergirse en la realidad del mundo en el que fueron escritos. Interpretar esta literatura es una empresa compleja y polifacética, si bien una de las claves es investigar el significado de estos libros cuando fueron escritos. ¿En qué forma son el reflejo de las necesidades y aspiraciones de sus autores y primeros destinatarios? ¿Cómo contribuye el conocimiento de otras culturas de aquel momento a la comprensión de la antigua nación de Israel? A fin de dar respuesta a estas y otras cuestiones, hay que emplear muy diversas disciplinas especializadas, entre las que se incluyen arqueología, análisis sociológico, teoría literaria e investigación histórica, por no mencionar los métodos propiamente religiosos y espirituales.
A lo largo de buena parte de los siglos XIX y XX, la erudición puso el acento en la diversidad de los materiales contenidos en esta colección, a pesar de que para la comunidad que les dio vida eran distintas partes de un todo coherente. Más aún, el aglutinante de su unidad lo constituía un conjunto de percepciones espirituales, que si son descuidadas en la interpretación se hace prácticamente imposible entender lo que los autores del Antiguo Testamento pretendían expresar. Aun aceptando la diversidad de preocupaciones e intereses –por no hablar de las centurias que los separaban– estaban todos convencidos de que sus libros, así como la experiencia nacional que reflejaban, llegaron a ver la luz no sólo merced a las presiones sociales, económicas o políticas, sino gracias a la actividad de Dios presente en todas ellas. Más allá de los obvios intereses humanos que los distintos relatos dejan traslucir, la Biblia Hebrea es un libro eminentemente espiritual, que proclama que este mundo y todo cuanto en él acontece no es el producto de la casualidad, sino el resultado de la actuación de un ser divino que es, por tanto, el Dios de la creación y de la historia. Es más, este Dios no es descrito a modo de una fuerza divina remota e inaccesible, sino de manera esencialmente personal, como uno con quien los seres humanos pueden tener, y de hecho tienen, un trato personal. Ya en las primeras páginas del primer libro (Génesis) se asienta este mensaje, que será después expuesto y remarcado en las páginas que siguen. Sin duda, el lector moderno puede reaccionar de muy diversas maneras ante semejantes pretensiones abiertamente religiosas, algunas de las cuales serán examinadas aquí en capítulos subsiguientes. Pero cualquiera que sea la respuesta que susciten, cualquier lectura del Antiguo Testamento que no tome muy en cuenta su propia cosmovisión, tan sólo proporcionará una comprensión muy parcial de su significado y su sentido.
Los relatos
Una de las dificultades más frecuentes con las que se cruza el lector novato del Antiguo Testamento, es tratar de diferenciar entre el hilo conductor del conjunto y las historias particulares que lo configuran. Esta dificultad surge por el largo proceso de formación sufrido por cada uno de los libros, y por el hecho de que la colección misma pasó por varios procesos de edición antes de alcanzar la última en su formato actual. En consecuencia, no resulta muy difícil hallar opiniones encontradas en sus páginas. Por ejemplo, el marco general de toda la colección afirma rotundamente que el Dios del que habla tiene jurisdicción sobre el mundo entero, mientras que buena parte de los relatos parecen implicar casi lo contrario –especialmente en los más antiguos–, pues en ellos la actuación de Dios parece circunscribirse al reducido círculo de un grupo étnico. Prestaremos bastante atención a estas evidentes tensiones de la narración en los capítulos subsiguientes. Pero merece la pena adelantar un análisis del conjunto narrativo en su formato actual. Los eruditos han ignorado, con frecuencia, que independientemente de sus orígenes literarios, la forma en que estos libros fueron compilados para formar la última edición de la Biblia Hebrea tenía como propósito presentar un mensaje coherente que apareciera condensado en cada uno de los relatos y los proyectara a un horizonte más amplio que su propio contenido particular. Sin lugar a dudas, no es ilegítimo especular sobre los estadios de formación atravesados por cada uno de los libros, pero es el formato final de la colección entera el que se convierte en la medida de su significado último. Del mismo modo que el impacto de una comida bien cocinada es más que la simple suma de cada uno de sus ingredientes, el significado del Antiguo Testamento trasciende el sentido de cada uno de sus componentes.
En las primeras páginas, el escenario es a escala internacional, y si bien el enfoque principal es sobre un pequeño grupo de gente, los primeros episodios recorren buena parte del mundo antiguo. Desde temprano, sin embargo, el interés principal gira en torno a un matrimonio sin niños –Abrahán y Sara– que vive en Ur, una ciudad de Mesopotamia (Génesis 11, 31-12, 5). Sin esperarlo, esta pareja se convierte en progenitora de una gran nación que, ya por el final de los relatos introductorios, se ha asentado en una tierra idílica donde «fluye leche y miel» (Deuteronomio 6, 3). Entre el Génesis y el Deuteronomio, tenemos los relatos memorables de los hijos nacidos en el seno de esta familia, y de cómo sus descendientes, contra su voluntad, acabaron siendo esclavos en Egipto. La narración de la historia de los primeros días de Israel, convirtió este tiempo impuesto de esclavitud en uno de los puntos sobre los que pivotará la experiencia de Israel, presentando a Moisés, jefe carismático educado en la corte faraónica, como el artífice de su conciencia nacional. Las generaciones de escritores posteriores del Antiguo Testamento, no dudaron en afirmar que esto era precisamente una parte del plan de Dios para con su pueblo. Con gran visión y sensibilidad, el profeta Oseas pinta a Dios como un padre amante, y a Israel como a su hijo: «Cuando Israel era niño, lo amé y desde Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos... Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien levanta el yugo de la cerviz; me inclinaba y les daba de comer» (Oseas 11, 1-4). Casi 200 años más tarde, y después de muchas calamidades, esta convicción tenía aún una importancia capital: «Cuando elegí a Israel, juré con la mano en alto al linaje de la casa de Jacob; cuando me manifesté a ellos en Egipto, les dije con la mano en alto: «Yo soy el señor, vuestro Dios». Aquel día les juré con la mano en alto sacarlos de Egipto y llevarlos a una tierra que yo mismo les había explorado: manaba leche y miel, era la perla de las naciones» (Ezequiel 20, 5-6).
La huida de Egipto
Con su huida dramática de la esclavitud en Egipto, conocida como el «éxodo», comenzó a configurarse el destino de Israel. Pero entre el éxodo y su entrada en la tierra de Canaán, se encuentra el relato de la entrega de la ley de Dios a Moisés en el monte Sinaí. Cuando los escritores del Antiguo Testamento examinaron cuidadosamente el significado de su experiencia nacional de Dios, asignaron siempre a su ley un puesto central. El entorno de la entrega de la ley era terrible y dramático: «El monte Sinaí era todo una humareda, porque el Señor bajó a él con fuego; se alzaba el humo como de un horno, y toda la montaña temblaba… Moisés hablaba, y Dios le respondía con el trueno» (Éxodo 19, 18-19). Cuando examinamos hoy las leyes del Antiguo Testamento (contenidas principalmente en el Éxodo, Levítico y Números), entendemos fácilmente el temor del antiguo Israel, pero nos resulta muy difícil de comprender la gran alegría que ellas le producían. En efecto, cuando examinamos estas leyes desde nuestra perspectiva moderna, pueden parecernos severas e irracionales, pero el pueblo del Antiguo Testamento jamás pensó de esa manera. Nunca vieron ellos la ley como una carga pesada, ya que su mirada iba más allá del humo y del fuego del Sinaí, repasaban los acontecimientos que habían tenido lugar con anterioridad y sabían que la ley de Dios estaba fundamentada firmemente sobre su amor. La obediencia de los israelitas era la obediencia libre y amorosa de quienes están agradecidos por beneficios inmerecidos. No es pura casualidad que los diez mandamientos comiencen no con una instrucción, sino con el recuerdo del amor y de la bondad de Dios: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Éxodo 20, 2). A la vida nómada, que se remontaba hasta Abrahán mismo, le sustituyó, a su debido tiempo, una vida agrícola sedentaria en una nueva tierra. Aquí, Israel comenzó a formularse nuevas preguntas acerca de su fe en Dios. Hasta entonces había conocido al dios («el Señor») al que Moisés servía como un dios del desierto; pero nuevas cuestiones comenzaron a preocuparle: ¿Sabe este dios cómo hacer granar las cosechas? ¿Cuál es su experiencia en la cría de ovejas para que éstas tengan muchos corderos? Desde nuestra era tecnológica, tal vez puedan parecer preguntas ingenuas, pero para aquellas gentes eran las más importantes. La vida misma dependía de sus respuestas, y la lucha por encontrarlas domina, de una manera o de otra, el resto de los relatos del Antiguo Testamento. En efecto, cuando Israel se asentó en su nueva tierra, otros dioses y diosas eran adorados ya en ella; y, al parecer, tenían amplia y reconocida experiencia en asuntos agrícolas. En consecuencia, comenzó una larga batalla de lealtades entre el Dios del desierto y los nuevos dioses y diosas de la tierra de Canaán: Baal, Aserá, Anat y sus cómplices. Israel se vio tentado a abandonar a su propio Dios y a preferir a estos otros dioses. Desde los primeros momentos, hubo héroes locales, similares a los llamados «jueces», preparados para combatir esa traición espiritual. Pero con el paso del tiempo, las cosas fueron de mal en peor, y los grandes profetas del Antiguo Testamento no se cansaron de denunciar una y otra vez que el pueblo de Israel había abandonado a su Dios propio y verdadero, para adorar a dioses falsos.
La antigua e impresionante civilización egipcia debió de intimidar a los esclavos hebreos. En la foto, el Templo de Karnak en Luxor.
Dios prometió a los israelitas que se asentarían en una tierra fértil. El cultivo del olivo se convirtió en parte fundamental de su forma de vida agrícola.
Ocaso de la nación
Los éxitos nacionales de Israel alcanzaron su cenit en los días de David y Salomón (hacia 1010-930 a. C.), pero entonces mismo comenzó el ocaso. El vasto reino fue dividido. La parte septentrional fue la primera en venirse abajo, siguiéndole, poco después, la parte meridional. Los profetas, desde el valeroso Elías hasta el introvertido Jeremías, clamaron, tanto en el norte como en el sur, contra la corrupción política y social que indicaba el ocaso de la nación entera. Aunque hablaron en circunstancias diferentes a la gente de su tiempo, todos ellos creían que el pueblo de Israel se arruinaba por su creciente olvido de la ley de Dios y por su progresiva inclinación a los falsos dioses y diosas de Palestina.
El ocaso de Israel se consumó por completo en el año 586 a. C., cuando su capital, Jerusalén, con sus magníficos edificios, fue tomada y parcialmente destruida por el rey babilonio Nabucodonosor II. Esto supuso un desastre de proporciones inmensas, pero, una vez más, de las cenizas de la derrota surgió una nueva vida. Los nuevos guías de Israel tuvieron una visión mucho más amplia que sus predecesores, convencidos de que también este nuevo desastre formaba parte del plan de Dios para su pueblo. Reelaboraron las lecciones del pasado, plenamente convencidos de que Dios no olvidaría sus anteriores promesas. Habría una nueva creación y un nuevo éxodo a mayor escala que en el pasado, porque todo el mundo sería ahora el escenario de la renovada actuación de Dios. Israel se convertiría en «luz de las naciones, para que la salvación alcance hasta el confín de la tierra» (Isaías 49, 6).
Con esto, el relato ha trazado como un círculo completo. Comenzó con Abrahán y con la promesa de que a través de él Dios bendeciría a muchos pueblos, una promesa a la que le llovieron desafíos desde muchas partes. Política y económicamente se encontró siempre bajo las amenazas de los egipcios, de los cananeos, de los asirios o de los babilonios. Religiosamente fue socavada en sus cimientos cuando el pueblo de Israel se sintió tentado a abandonar al Dios de sus padres y a volverse al culto de otras religiones más convenientes, que le permitirían dejar su responsabilidad moral y espiritual en los lugares de culto en vez de constituir la base de la vida cotidiana en casa y en el mercado. Pero la bondad de Dios para con su mundo jamás falló: «El Dios santo de Israel guarda sus promesas... Yo, el Señor, estaba allí al comienzo, y yo, el Señor, estaré allí al final» (Isaías 49, 7; 41, 4).
Baal cananeo o dios de la tormenta. La lucha contra la idolatría recorre todo el Antiguo Testamento. ¿Era el Dios de Israel uno de los tantos dioses, o era el único Dios?
Comprensión de los relatos
Es fácil obtener una impresión general de los relatos del Antiguo Testamento; pero, para muchas personas, el más fascinante de lo...

Índice

  1. Cubierta
  2. Página del título
  3. Derechos de autor
  4. Índice
  5. 0. Colección Seminario
  6. 1. Introducción al Antiguo Testamento
  7. 2. La fundación de la nación
  8. 3. Una tierra que mana leche y miel
  9. 4. «Un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones»
  10. 5. Los dos reinos
  11. 6. Judá y Jerusalén
  12. 7. Esperanzas frustradas y nuevos horizontes
  13. 8. El desafío de una nueva era
  14. 9. El Dios vivo
  15. 10. Dios y el mundo
  16. 11. Vivir como pueblo de Dios
  17. 12. El culto a Dios
  18. 13. De la Biblia Hebrea al Antiguo Testamento
  19. Bibliografía fundamental del AT
  20. Índice temático
  21. Índice de mapas, cuadros y diagramas