CAPÍTULO V
—¿Cómo van a pasar esos valses de moda? –se puso de pie al instante el Indio–, por eso precisamente se llama clásica esa música, porque nunca muere.
—También me propuso boda un caballero extranjero que había encontrado un lago de petróleo en la selva del Petén; le pagaron miles de quetzales para guardar el secreto, y solo él y yo sabemos dónde queda ese lago escondido.
—Para eso mejor tenemos en Nicaragua a un Gastón Pérez, Oreja de Burro, que compuso el bolero Sinceridad, esa sí que es una pieza famosa: solo una vez, platicamos tú y yo... –cantó el Turco destempladamente.
—Al oír la música la gente vecina llenaba el solar, y se metía en la pulpería de mi abuela que mandaba a cerrar la puerta y quería sacar al muchachero a escobazos; “¡se están robando el pan dulce estos bandidos!”, gritaba. Pero era imposible. La algarabía no acababa hasta que mi abuelo, ya bolo, se quedaba dormido en su camastro y los músicos salían con sus instrumentos al patio a esperar que mi abuela les pagara el toque.
—¿Cómo vas a creer que Oreja de Burro se pueda comparar con un portento como José de la Cruz Mena? ¿Va a ser, pues, Sinceridad mejor que Amores de Abraham? ¡Nunca!
—Turquito, vos no me hacés caso, oíme lo que te digo, yo siempre he sido difícil con los hombres. Por mucho petróleo que tengan, si una se compromete, es para toda la vida.
—Atrancada en su cocina, mi abuela les rezongaba que si acaso ella los había mandado a buscar, ¿para qué le hacían caso a un picado? y que no había músico que no fuera vago, encerrados en el aposento ellos también le entraban al trago, y si salían con las narices coloradas no era de estar soplando, sino de estar bebiendo.
El coronel se reía con una convulsión del vientre desnudo y buscaba al Indio para hacerle compartir la risa; pero el Indio mantenía la cabeza gacha y sin dejar de menear el dedo índice, negaba frente al Turco.
—Pues aunque te duela, la vez que llegaron a Managua Los Panchos, ¿verdad, Jilguero? Al no más apearse del avión, ¿cuáles creen que fueron sus primeras palabras? “Queremos conocer al autor de Sinceridad”. ¿Acaso mentaron a Mena? No lo mentaron.
—Y ese mismo enamorado, me pidió: “Fátima, vámonos para mi país donde tengo muchos palacios y tierras”. Pero yo no quise. Lo único que me quedó en recuerdo de él fue una niña rubia, que por su apariencia dorada, no cree la gente que sea de estos lados.
—Qué iban a estar consiguiendo un solo real de mi abuela. Furiosos entonces, se paraban frente a la puerta de la cocina y tocaban un son de toros, aquel de la gran puta que te parió, se vistió de colorado, y desde las otras casas del barrio, de los solares, en la calle, comenzaba a levantarse una gritería de alegría, y mi abuela encerrada, a amenazar: “¡Les voy a echar la Guardia, muy atrevidos!”.
—¿Qué tienen que ver Los Panchos con Amores de Abraham? Ese valse triunfó en unos juegos florales del Ateneo de León, no es para el arrabal. La noche del estreno, la concurrencia que colmaba el Teatro Municipal se puso de pie, conmovida, al final de la ejecución, para pedir que saliera al escenario el ganador, ¡sin sospechar quién era! El leproso, el paria...
—Y otra vez, Turco, un americano dueño de la Metro-Goldwin-Meyer, me vio bailar y solicitó contratarme como rumbera estelar de cabaret romántico en México, en Guatemala me estaba desperdiciando, me dijo. Me iba a poner también en las películas junto a Ninón Sevilla.
—Y cuando más noche mi abuelo se despertaba, quejándose de grandes dolores de cabeza, ella seguía brava pero al rato acababa por apaciguarse, ya sabe cómo son las mujeres, coronel; apiadada, se le acercaba para aplicarle paños de alcohol en la frente, y él, con voz quejumbrosa, le pedía no desvelarse, que le dejara la botella de alcohol a mano porque él mismo iba a ponerse los paños.
—Pero si Sinceridad le ha dado la vuelta al mundo, hombre Indio, en el extranjero ese bolero es como el himno de Nicaragua. Decís vos, Jilguero, que sabés de música. Diga usted, coronel, que es hombre de gusto.
—No juguemos con el himno nacional –se distrajo momentánea- mente del Jilguero el coronel– eso es sagrado, y usted que fue militar lo sabe –regañó el Turco.
—Qué tal cuando me hubieras visto en grandes letras en los anuncios de los cines, Turquito: Hoy, Fátima Fatal, Hoy Canta, Ríe, Baila, Llora para Usted –y desplegaba frente al Turco el gran rótulo luminoso, movía las manos conteniendo el tamaño de las letras de la marquesina con la medida de sus dedos cabezones de uñas carcomidas.
—Y apenas mi abuela se estaba quedado otra vez dormida, oía pasos primero y después ruidos, ¿quién cree que andaba levantado, tropezándose en la oscuridad, coronel? pues mi abuelo, que buscaba su victrola para darle manubrio; ya estaba otra vez picado porque se había bebido el alcohol de los fomentos a falta de guaro, y su perdición poder beber sin música, a medianoche volvía el aposento a llenarse de música.
—Tocate Sinceridad, Jilguero, para que vea el Indio.
—Esto es trágico, Turco, no es cosa de guitarreos. Se desgranaban los aplausos dentro del teatro, mientras afuera el pobre músico genio lloraba sentado en un quicio, cubierto de llagas el cuerpo y apoyado en su bordón, imposibilitado de entrar por aquella puerta iluminada a descubrirse como vencedor y recibir el homenaje que le correspondía. Genio del pentagrama y guiñapo humano, ¡así es la suerte!
El Jilguero recibió la guitarra, pero siguió dedicado al coronel.
—Pues sí, señor, ese era don Chico García, mi abuelo. Bonito “El Corozo”, ¿verdad, coronel? Allí pasábamos Carlos y yo las vacaciones; pero todo fue que muriera mi abuelo, para perderla otra vez. Aunque, qué se le va a hacer, usted fue el de la suerte, y la vida es un, te-quito-me-quitas, él mismo lo decía. Salud, coronel.
El coronel, todavía riéndose, se hizo el sordo y muy amoroso abrazó a la Colegiala, escondiendo la cara.
—Que te toqués Sinceridad, que la oiga el Indio –meneó el Turco la guitarra por el brazo.
—Con eso no me van a convencer. ¡Qué profanos son ustedes!
—Jilguero, ¿te acordás lo que te conté aquél día? –se oyó venir de muy lejos, humilde la voz de la Niña de las Rosas– yo fui torera.
—¿Torera? –se encrespó la risa del coronel, llenándosele de agua los ojos.
—Es cierto, fue torera –la miró con cariño el Jilguero.
—Vengo de San Vicente Pacayá y mi parte fue Leocadio Fuentes, conocido como el Quetzal del Ruedo; con mi hermano Nehemías, llamado el Charrito, éramos tres. Yo era la Niña de las Rosas.
—Ideay Jilguero. ¿Y Sinceridad al fin?
—Una canción de cantina –siguió negando el Indio, sin abrir los ojos.
—En parte yo estoy con el Indio –ya atropellaba las palabras el coronel, crecida la lengua– esos compositores de bolero se han perdido en las cantinas. En Nicaragua todo se jode por amor al guaro, pongamos por caso, los grandes beisbolistas criollos.
—La cuadrilla de nosotros recorría todo Guatemala toreando, y un día nos lanzaron flores en la plaza de San Antonio Palopó.
—Para eso también los poetas. Darío era un gran bolo.
—¡Eso sí que no lo permito! –gritó el Indio volviéndose a parar.
—El poeta Darío que ustedes mientan era un gran vulgar, solo versos relajos hacía, yo los he oído. ¿Verdad, amor? Se reacomodó en las piernas del coronel la Colegiala.
—Perdimos el campeonato mundial de 1942 en Cuba, ¿por qué? Por el guaro. Se los digo porque yo fui comisionado del equipo. Había que andar sacando a los jugadores de los bares antes de cada partido, de goma iban a calentar los pitcheres.
—En Chimaltenango tuvimos la última corrida y ya nunca más volvimos a torear, porque una noche que estábamos en San Vicente desgranando maíz en el corredor de la casa, llegaron unos hombres embozados y nos dispararon con escopetas. Mi papá cayó doblado sobre las mazorcas, también mataron a mi mamá.
—Ahora van a compararme al Divino Cisne con beisboleros. ¡Solo eso faltaba!
—Cuando en 1949 tocó celebrar en Managua la novena serie mundial, el hombre estaba muy preocupado de que los jugadores del seleccionado fueran a romper la bebedera como siempre, y nos dejaran el honor patrio por los suelos; me dio, pues, instrucciones de echarlos presos a todos, quince días antes de la inauguración; y de los talleres de zapatería, de las pedreras, de las bodegas donde trabajaban, anduvieron las patrullas recogiéndolos. Los pusimos incomunicados en las bartolinas del Campo de Marte, y solo a las prácticas podían salir, bajo custodia, con órdenes estrictas a los centinelas de no dejar a nadie acercárseles, ni sus esposas que fueran, por temor de que les pasaran alguna botella escondida.
—Pero en esa serie mundial, ¿no perdió casi todos los juegos Nicaragua? Hasta El Salvador nos ganó. ¿No será que les hizo falta el guaro, más bien? –le llenó el vaso hasta el borde al Turco.
—Rubén Darío se codeó en la corte francesa con reyes y emperadores –apoyó la frente sobre la mesa el Indio–, marquesas y damas de alta alcurnia pasaron por sus manos. ¡Era un Pegaso rudo!
—¿Usted se sabe aquel verso de Darío, Indio? –preguntó la Colegiala.
Aquel que en el monte vistes
Y le dijiste patas de mulo
Dale besos en el culo
y esos son los versos tristes
—Nehemías y yo nos corrimos para dentro de la casa; ellos balearon el quinqué y con linternas de mano se propusieron continuar su fechoría. Yo logré ocultarme debajo de la cama, pero Nehemías quiso salirse por la ventana y allí lo alcanzaron los tiros, caído su cuerpecito en el lodo del patio, donde se revolcaban los coches. ¿Y todo por qué Jilguero? Porque en la plaza de Salcajá hacía un domingo, no había querido mi papá dedicarle un toro al cumpleaños del general Ubico. Y desde el tendido, lo sentenció con el dedo el gobernador militar.
—Si se perdió, fue por culpa del manager, un cubano contratado por su fama, pero que era un verdadero desastre. En uno de los últimos juegos, el hombre ya no aguantó la indignación ante sus errores; bajó del palco presidencial, se puso la gorra, y cogió él mismo la dirección de la novena. Al cubano tuvimos que retirarlo del cuadro a la fuerza, no quería salir.
—¡Qué clase de manager el hombre! Ese día nos metieron diez a cero. Yo estaba allí, yo bajé detrás de él al campo como su edecán que era. Me acuerdo la rechifla que le dieron –dijo el Turco.
—Eso, que declame el Indio –aplaudió desmadejadamente la Colegiala.
—La princesa está triste. ¿Qué tendrá la princesa?
Y yo me incliné para donde vos, Turco, que te fijaras en el Indio, que le quitaras el trago porque a la hora llegada no iba a servirnos para nada.
—Sola amanecí con los cadáveres, y ya sin nadie en el mundo cogí mi camino siendo niña de catorce años; viví primero en San José Pinula, y despuesito, rodando, rodando, vine a dar a Mixco donde Lasinventura. Ya hará de eso sus quince años, Jilguerito. Si vos me hubieras conocido entonces, lo lozana que yo era...
—Solo penurias saben estas, carajo –calló de mal modo a la Niña de las Rosas el coronel–, lo que pasa es que el score iba ya muy abultado en contra de Nicaragua, ese juego estaba de todas maneras perdido. Y lo que valió de el hombre fue su gesto sincero. Usted que bien lo conoció, Turco, que anduvo a su lado, no me va a negar la gran sinceridad de el hombre.
—Con tanta sinceridad... –volvió a cantar entonces el Turco, exageradamente alto.
—Qué glorias beisboleras ni qué glorias beisboleras. ¡No hay más gloria que Rubén Darío!
Y yo insistiéndote con disimulo sobre el estado fatal del Indio, y vos, que allí lo dejáramos, ya había hecho su papel de traérnoslo hasta aquí, ya de poco nos podía servir su ayuda. Ahora iba a ser asunto de nosotros dos. Y en el cobertizo de palma que sirve de cocina al campamento, ya andan trastejeando los encargados de hacer el café. Está todavía oscuro pero comienza el movimiento de hombres que al acercarse al vivac, encontrarán que no se fueron a acostar los de la fogata y siguen en la rueda, oyendo.
—Son glorias distintas, pero también glorias nacionales, Indio. El Chino Meléndez, tenés por caso. Nueve ceros le colgó a los Gigantes de Nueva York, nada menos; ni a segunda base le llegó un solo corredor, ya no digamos levantarle un fly. “Chino, dejalos batear que nos estamos muriendo aquí de sueño”, le gritaban los outfielderes. Pero él, sin mácula, tiraba su bola de fuego, uno, dos, tres, sacando en fila los big-leaguers orgullosos, que así doblegaban la cabeza, out tras out. El gran juego histórico. Nicaragua, 1, Gigantes de Nueva York, 0.
—Ese juego, ¿cuándo fue, coronel...