París en frimario
Le bastaban unos minutos de atenta observación y una breve charla para encasillar a su interlocutor en alguno de los parámetros de luchador social que había construido durante los últimos años. Révolutionnaire, escribió un día con su pluma fuente en la primera hoja de una libreta de dibujo, y luego la fue llenando con diferentes versiones de una tabla que cada vez adquiría mayor complejidad. Así, Beatrice conservaba cierta tranquilidad sobre los fondos que arriesgaba con ellos, deduciendo a través de sus esquemas el futuro comportamiento de los guerrilleros, revolucionarios, militantes o jóvenes idealistas latinoamericanos que llegaban a ella. No es que pensara que sus modelos y sistematizaciones estaban libres de prejuicios y fantasías, pero así era su mente, tendía a la esquematización.
Los gestos de las manos, la modulación de la voz, la predilección por el té o el café, la limpieza de los zapatos y algunos elementos de la conversación eran los insumos que Beatrice utilizaba para construir el perfil de sus invitados, con lo cual, pensaba, podía prever los riesgos que estaba tomando con cada uno de ellos.
No había dudado en poner a Orestes en la casilla del Che. Era valiente, temerario y tan inquieto que si algún día tomaban el poder en México, le costaría mucho trabajo participar en el nuevo gobierno. Pero cuando Nadia, su esposa, llegó a París trayendo a su pequeña con ella, el arrojo de Orestes se había templado en una inteligente prudencia y Beatrice tuvo que moverlo, no sin cierta inquietud, a la casilla siguiente.
Al ver a Antonio pensó que era otro joven cegado por el resplandor del Che, de clase media, rebelde y arrojado. Después decidió que su capacidad analítica, sus maneras educadas y su ambición serían más fuertes que su pasión y lo cambió de lugar.
Antonio había venido al departamento de Beatrice sólo a recoger las llaves de la casa de Brest, pero ella lo invitó a sentarse para charlar y tomar un té.
—Quería conocerte, Antonio. Orestes me ha hablado mucho de ti, pero la verdad es que últimamente tengo mis reservas. Necesito conocer a la gente que va a mi casa porque no todos los camaradas son "el hombre nuevo".
Oficialmente, Beatrice coordinaba la ayuda solidaria de diferentes organizaciones como Medicins du Monde, Medicins sans Frontières, y Au Secours, para América Latina. Extraoficialmente "recaudaba fondos" para los movimientos de liberación en la región. Por sus relaciones y sobre todo por su capacidad diplomática, era una pieza clave para los grupos de izquierda y las guerrillas, pues se encargaba de coordinar las relaciones entre ellos y de gestionar apoyo financiero con los gobiernos de los países de Asia, África y Oriente Medio que simpatizaban con su causa. Además, Beatrice no dudaba en prestar su propio patrimonio para financiar operaciones especiales o ayudar a compañeros en problemas. En general eran préstamos que no tenían mayor respaldo que su gran confianza en las organizaciones, confianza que sólo recientemente había minado El Pelao, un compañero uruguayo de los Tupamaros, especialista en electrónica.
El Pelao era calvo, tenía gran fortaleza física y era inteligente y sagaz. Vivía en Europa desde el golpe de Estado en su país, y diferentes organizaciones le confiaban misiones específicas en operaciones de alto riesgo.
Beatrice tenía especial confianza en los Tupamaros, eran la organización más cercana a sus valores, por lo que no dudó en darles las llaves de su casa cuando le pidieron ayuda para el camarada, quien tenía problemas cada vez más graves con el alcohol. Pensaron que una temporada aislado era lo mejor para su recuperación. Lo enviaron a la casa de Brest sin recursos, confiando en que su voluntad revolucionaria lo sacaría de la adicción.
—Fue una mala decisión. El Pelao descubrió la cava de la casa. No tuvo problema para abrirla y beberse todo. Cuando se le acabó lo que había en casa no dudó en vender lo que pudo. Las vajillas de plata, la porcelana, hasta una armadura del siglo XIV, una de las piezas más importantes de la casa. No supimos nada hasta que me llamaron del hospital, adonde fue a parar con una grave crisis alcohólica– le contó Beatrice a Antonio.
Antonio había conocido a El Pelao y lamentó que un hombre tan valiente hubiese sucumbido al engaño del alcohol. No era el primero de los camaradas que desarrollaban una adicción. El alcohol y los narcóticos eran el gran enemigo de los movimientos revolucionarios, por ello la mayoría de las organizaciones había prohibido su consumo, pero esa norma en los últimos años era cada vez más laxa.
—Vendió muchas cosas de valor inestimable. Los compas le pidieron a Piñeiro que lo asilara en Cuba y parece que ahora está bien. Pero después de esa experiencia prefiero entrevistar yo misma a la gente que va a mi casa– dijo la francesa.
Beatrice vivía con su marido y sus dos hijas, Alice y América, dos adolescentes rubias de clarísimos ojos azules, como los de su madre. Ella y su esposo, un empresario franco argentino, decidieron volver a Francia durante las primeras semanas de la dictadura.
—Perdimos mucho. Parte de la empresa, la casa, los autos. Pero quedarnos hubiera sido un suicidio.
La francesa dejó solo al mexicano mientras iba por las llaves y unas cosas que le pidió que entregara en Bretaña. Antonio recorrió la sala. Había dos balcones que se asomaban a la rue Bonaparte. Salió al primer balcón y encendió un cigarrillo. Sintió un gran placer al aspirar la primera bocanada del tabaco oscuro de sus Gitanes. Soltó el humo lentamente, frente a los antiguos edificios de París, perfectamente erguidos uno al lado del otro, con una dignidad y belleza que cada siglo, cada década, cada año, consolidaban.
Antonio se preguntó cómo sería él si hubiera nacido ahí, en la calle Bonaparte del barrio parisino de Saint-Germain de Prés, en ese lugar elegante en el que el aroma de tabaco oscuro también sabía a lujo. ¿Le preocuparían la justicia y la libertad o estaría demasiado ocupado en seguir amasando su felicidad?
"Qué determinante es el lugar en que uno nace", pensó; y a él le había tocado nacer en la calle Independencia de Taxco, Guerrero, del vientre de una madre maestra rural y del germen de un padre campesino. Madre ausente, padre ausente, abuela presente. A pesar de todo, estaba convencido de que no le había ido tan mal. Su abuela analfabeta, orientada por un gran sentido común, le había construido las figuras de una madre y un padre tan sólidas que el pequeño Antonio sólo en las noches sintió sus ausencias. Su padre era un hombre bueno –decía la abuela– responsable, trabajador. Alguien que amaba a su hijo, pero el trabajo, ese mal necesario, lo mantenía alejado. Se había ido al Norte de brasero unos años, y luego, aunque eso no lo decía la abuela de Antonio, había regresado y construido una familia con una mujer decente y sumisa.
Su madre era una mujer buena, responsable y trabajadora, decía también la abuela, quería a su hijo, pero tenía que trabajar para mantenerlo, por eso sólo iba a verlo cada quince días. En poco tiempo, y eso también lo ignoraba el niño, construiría una familia, con un hombre joven y bueno, tendría otros hijos, y Antonio ahí casi no cabría.
Se relacionaría con sus padres ausentes a base de ignorancia e imaginación, de la misma forma en que se relacionó con los superhéroes que fue encontrando en los folletines que leía, y con los mártires de la Independencia y con los héroes de la Revolución Mexicana y luego, ya en la adolescencia, con los guerrilleros que empezó a conocer.
Hubiera sido muy diferente su vida si hubiese nacido en la calle Bonaparte, en el barrio de Saint Germain de Prés, en París. Si sus padres no lo hubieran dejado a cargo de su abuela quizás hubiera sido un buen agricultor, como le hubiera gustado a su progenitor. Si no le hubiese hervido la sangre al conocer de adolescente el concepto de injusticia en carne propia, quizás hubiera sido un buen abogado, como quería su madre. Si hasta sus manos no hubieran llegado el Manifiesto Comunista y el Diario del Che en Bolivia; si no hubiera conocido a estudiantes que simpatizaban con la guerrilla de Lucio Cabañas; si no hubieran encarcelado a sus compañeros que simpatizaban con la guerrilla y sobre todo, si no hubiera conocido a Lucio, la vida de Antonio hubiera sido diferente. Pero siendo las cosas como eran, a los diecisiete años lo único que deseaba era ser guerrillero. No estaba interesado en las mujeres ni en los autos ni en la universidad. Sólo quería combatir en la sierra al lado de Lucio y morir, si había que morir, por la revolución de los pobres.
Y en ese sueño puso Antonio todos sus empeños. Pronto se destacó como líder estudiantil, se ganó la confianza y el respeto de sus compañeros y subió a la sierra. Durante los tres días que duró el camino al campamento, Antonio nutrió de fantasías su expectativa. Esperaba encontrar al líder guerrillero como al mejor de sus héroes: alto, fuerte, carismático, con su uniforme verde olivo, su boina y su estrella ...