Soy lo que hago
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Soy lo que hago

  1. 160 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Índice
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Información del libro

La acción ha sido hasta ahora un concepto irrelevante para la teología. El presente libro quiere contribuir a colmar esa laguna que no puede mantenerse por más tiempo. En el mundo de la acción, una religión que la ignore puede quedar fácilmente al margen, como quien nada tiene que decir de lo que ocupa y preocupa en la vida de las personas. Es el destino de las sectas, coherentes acaso en sus ideas, radicales en sus posturas, pero impresentables en sociedad.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2014
ISBN
9788428826488
Categoría
Religion

HERRAMIENTAS PARA LA ACCIÓN

LA LECTURA CREYENTE
En ambientes eclesiales se suele repetir una frase hecha que se admite corrientemente sin análisis ulteriores: la actividad por sí sola lleva al activismo. Nunca he entendido del todo por qué esa última palabra se cargaba de un acento peyorativo, salvo cuando la he visto empleada por personas que ocupaban su vida en no hacer gran cosa y a quienes –así al menos me parecía– procuraba una excelente coartada para no actuar. Al fin y al cabo es a un activista a quien seguimos, Jesús de Nazaret, que en los relatos de su vida aparece en su ritmo diario agobiado por múltiples solicitudes y tareas. Una situación tan significativa que los evangelistas la subrayan explícitamente. Es verdad que, por otra parte, no dejan de hacer mención de los momentos en los que, retirándose del barullo y buscando un sitio tranquilo, se dedicaba a la contemplación. Y, ciertamente, la larga praxis cristiana atestigua que la acción tiene que venir acompañada de una actividad contemplativa.
En nuestras sociedades desarrolladas parece haberse instalado una moda –minoritaria, pero significativa– que invita a los ajetreados ciudadanos a recogerse en variadas formas de meditación, en sistemas diversos de ejercicios que ayudan a la relajación, a la entrada en sí mismo, a la búsqueda del centro y a objetivos de porte semejante. No es este el lugar apropiado para lanzar –aunque sin duda muy justificadamente– una mirada de sospecha a esas prácticas y a sus objetivos y resultados.
En todo caso, para quien ha emprendido el camino de la acción, ese espacio contemplativo se lo proporciona lo que se ha venido en llamar la lectura creyente, una expresión que se ha popularizado a partir de los movimientos apostólicos, pero que para muchos es aún un tanto arcana.
Para llegar a la lectura creyente hay que colocarse en una línea de salida que parece contradictoria para este propósito. Consiste en sostener que el mundo es profano y, por lo tanto, autónomo. Esta afirmación es tan dificultosa para los espíritus religiosos que el cristianismo apenas se ha atrevido a formularla. Otras tradiciones religiosas juzgan imposible que el mundo no esté lleno de dioses, no esté habitado por la divinidad o no sea él mismo divino. Ello explica que la solución panteísta aparezca como atractiva y razonable y que florezcan algunos de sus subproductos, como la brujería o la magia. A pesar de esos efectos indeseables, palabras como “laico”, “profano”, “secular” o “autónomo” han sido siempre poco gratas para las religiones, sospechando que con ellas se desgajaban zonas que ellas consideraban como propias.
Así pues, hay que repetir que una de las riquezas que el cristianismo ha ofrecido a la humanidad es esta afirmación y las consecuencias que se derivan de ella: el mundo no es sagrado. Dios existe y el mundo también. ¡Qué gravedad la de aquel momento en el que Dios vio frente a sí al mundo, esa realidad distinta de sí mismo, y lo calificó de bueno!
No solo otras religiones o creencias, también pensadores no especialmente religiosos reprochan a la tradición cristiana que haya desacralizado el mundo, que haya despojado a la naturaleza de su carácter sagrado21.
El cristianismo ha desencantado al mundo, nos recriminan, pero nosotros no tomamos ese enunciado como acusación. Con todas las matizaciones que sean necesarias, incluso afirmamos que, en su desencanto, en su profanidad, radica precisamente gran parte de su encanto. Pero si, con una acusación contraria a la anterior, se nos reprocha que la Iglesia ha pecado muchas veces de inconsecuencia y no ha dejado siempre a la sociedad a su (libre) albedrío, lo concederemos. Incluso para ella, la secularidad del mundo resulta difícil de aceptar. Y, sin embargo, se trata de una idea que está en la tradición bíblica, que ha ido calando, que se ha ido filtrando a través del tiempo y que hoy –pese a tanto esoterismo rampante– estamos en mejor situación para entender.
Pero con lo dicho no acaba todo. En el juego dialéctico que se da siempre en el cristianismo, hay que añadir inmediatamente una afirmación aparentemente contradictoria. El mundo no está dejado de la mano de Dios, sino penetrado por su Espíritu. La Palabra que resonó al principio de la creación, aquella que existía antes de los siglos, puso su tienda entre nosotros, y su presencia no puede quedar sin efectos. Donde resuena la voz de Dios, la realidad queda transformada.
Ciertamente no es fácil comprender cómo la realidad puede seguir siendo ella misma –profana, autónoma, ya lo hemos dicho– y ser a la vez de Dios. Para acercarnos a entender ese juego paradójico podemos echar mano de una realidad que también ha dado mucho que pensar. Recordemos lo que sucede en el arte. Un artista plástico utiliza colores, líneas, texturas, perspectivas. Son realidades que él no ha inventado, que están al alcance de cualquiera y, por tanto, no le pertenecen. El verde sigue siendo verde, aunque lo utilice este pintor. El azul, azul, aunque sea característico de aquel otro. Lo mismo puede decirse de un círculo, de un cuadrado, de una línea recta u ondulada o de las texturas que el pincel deja en el óleo. Pero cuando la obra está acabada, muchos reconocerán, antes de la firma o del catálogo, un Fra Angelico, un Greco, un Picasso. Y aún más: en diversas épocas, personas distintas acudirán a contemplarla. Descubrirán profundidades que apenas sabrían definir, intuirán realidades a las que les costaría poner nombre, pero que no por ello son menos reales y enjundiosas. Para quienes tienen ojos para ver, esa obra de arte estará cargada de significaciones profundas.
Esta aproximación por la vía del arte puede servirnos de pórtico para acercarnos a entender la presencia de Dios en el mundo. Con su intuición de poeta y de místico, san Juan de la Cruz la formuló de este modo:
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura.
La hermosura de Dios se refleja en el Hijo, pero es el Espíritu quien nos la hace ver, quien nos la comunica y así «nos vamos transformando en su imagen con esplendor creciente, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18). Este Espíritu –nos dice el poema– ha dejado vestidas de su claridad todas las cosas. Pero, ¿qué queremos decir concretamente con eso? Teilhard de Chardin lo explicaba así desde su visión de científico y de contemplativo:
La manifestación de lo divino no modifica el orden natural y aparente de las cosas, del mismo modo que la consagración eucarística no modifica ante nuestros ojos las especies santas (…) Como esas materias traslúcidas que quedan iluminadas por un rayo de luz que en ellas se encierra, el mundo, para el místico cristiano, aparece bañado de luz interna que intensifica su relieve, su estructura y sus profundidades. Esta luz no es el matiz superficial que puede ser captado por una grosera sensación. Tampoco es el brillo crudo que hace desaparecer los objetos y ciega la vista. Es el sereno y poderoso resplandor generado por la síntesis en Jesús de todos los elementos del mundo (...) Si se nos permite modificar ligeramente una expresión sagrada, diremos que el gran misterio del cristianismo no es exactamente la Aparición, sino la Transparencia de Dios en el universo. ¡Oh! Sí, Señor, no el rayo de luz que pasa rozando, sino el rayo que penetra. No tu Epifanía, Jesús, sino tu Diafanía22.
La creación entera, pero sobre todo el mundo de los humanos, se ha hecho diáfana para quien pueda percibirla, para aquel que la contempla con la mirada de la fe. Y, al contrario, mantiene su opacidad para quien no tiene la mirada en esa longitud de onda. «¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos nos oís?», reprochaba Jesús a sus discípulos (Mc 8,18).
Y hay más. El Espíritu Santo es el retorno del Hijo al Padre, pero, desde la encarnación de aquel, en esa vuelta lleva también consigo al mundo. «Subió a lo alto llevando cautivos», dice la carta a los Efesios (4,8). La historia, los acontecimientos, la vida humana, están ya recorridos por esa tensión que los impulsa hacia Dios, en un «designio establecido de antemano (…) que el universo, lo terrestre y lo celeste alcancen su unidad en Cristo» (Ef 1, 10). San Pablo lo sabía cuando dijo que la creación entera gime con dolores de parto. Una imagen poderosa que resume en ocho palabras la dinámica que inhabita al mundo, el desasosiego que le invade, su oculto deseo de que se manifieste lo que es ser hijos de Dios (Rom 8,19s).
LA LLAMADA DE DIOS EN EL UNIVERSO
Para decirlo de otra manera: Dios ha insertado en el mundo una llamada. Una llamada parece nada, pero puede serlo todo. Es algo impalpable para quien no presta atención, pero para quien está vigilante, a la escucha, puede transformar la vida. «¡Si me llamaras, sí, si me llamaras! Lo dejaría todo, todo lo dejaría (…) Tú, que no eres mi amor, ¡si me llamaras!». Así lo dijo Pedro Salinas haciendo buena una vez más la intuición de Heidegger de que el poeta y el teólogo –el filósofo, decía él– habitan colinas cercanas.
La llamada de Dios hace posible que la realidad mantenga su autonomía y esté a la vez atraída por lo sagrado. Usando dos palabras de Ortega, la realidad está al mismo tiempo ensimismada y alterada, cerrada en sus cuestiones y abierta a la cuestión última. Es secular en su realidad, pero sagrada en su sentido.
Cada vez más el cristianismo va desentrañando esos dos polos aparentemente irreconciliables. Cuando Bonhoeffer, un espíritu tan religioso, nos advirtió de que debíamos vivir etsi Deus non daretur, como si Dios no existiese, hacía justicia a la primera parte. Nos invitaba, como Jesús mismo, a dar al César lo que es del César. Pero cuando Mounier escribió que «el acontecimiento será nuestro maestro interior», llegaba al corazón del otro polo y nos emplazaba a mirar con ojos místicos la realidad.
Con una frase que se ha repetido profusamente, Rahner dijo que el cristiano del siglo XXI debería ser un místico y un revolucionario. Alguien capaz de transformar el mundo, pero apto también para verlo con una mirada contemplativa. Pero hay que añadir que esa...

Índice

  1. Portadilla
  2. Prólogo
  3. Poniendo las bases
  4. De qué acción hablamos
  5. Herramientas para la acción
  6. La espiritualidad de la acción
  7. La acción de Dios
  8. Meditación sobre el fracaso
  9. Apéndice: Jesús, educador en la acción
  10. Notas
  11. Contenido
  12. Créditos