TELENY
OSCAR WILDE
Traducción de ALBERTO CARDIN
Prefacio del autor
Desde los primeros días de mi llegada a Niza, durante el pasado invierno, me había yo cruzado en varias ocasiones por el paseo con un joven moreno, delgado, un poco encorvado, de tez pálida y ojos —hermosos ojos azules— rodeados de profundas ojeras, rasgos suaves, pero prematuramente envejecidos y recorridos por una enfermedad que a la vez parecía de carácter físico y moral. Caminaba con esfuerzo y todo en su aspecto revelaba los implacables estragos causados por la tuberculosis, esa terrible afección a la que tantas gentes vienen, inútilmente, a buscar curación bajo el tibio sol de la Riviera. Se hallaba completamente solo en Niza y parecía presa de una profunda melancolía.
Me costó trabajo reconocer en este solitario paseante, en este anciano precoz, a mi joven amigo D..., a quien no había vuelto a ver desde la última fiesta dada, dos años atrás, en el Bachelor’s Club de Londres; lo había encontrado entonces en compañía de un artista húngaro bastante conocido, llamado T..., con quien parecía unirlo una estrecha familiaridad.
Pronto reanudamos nuestro conocimiento, y poco a poco, a pesar de la diferencia de edad que mediaba entre nosotros, y gracias sin duda a la semejanza de nuestras opiniones con respecto a gran cantidad de temas concretos, terminamos por intimar. Cuando su debilidad no era tanta como para impedirle realizar su paseo diario, salíamos juntos, quedándome, en cambio, a hacerle compañía, cuando se veía obligado a guardar cama; ambos nos alojábamos en el mismo hotel, en el que nos encontrábamos prácticamente solos, estando como estaba la estación a punto de terminar.
Como casi todo el mundo, me había enterado en su momento de la trágica muerte de T..., quien se había suicidado, sin que nadie llegara a saber la razón de esto, circulando por aquel entonces al respecto los más escandalosos chismorreos. Como era natural, pronto el nombre del músico hizo su aparición en nuestras conversaciones, y poco a poco fui obteniendo de mi pobre amigo la confesión completa de sus relaciones con aquél. Fue así como pude conocer y transcribir, a medida que me iban siendo contadas y sin omitir detalle, las peripecias de sus extraños amores. Sin dejar de anotar igualmente, por su singularidad, un cierto número de reflexiones, de paradojas y aforismos filosóficos o antirreligiosos, que denotaban en el joven enfermo un desdeñoso desprecio por los principios generalmente aceptados y las convenciones sociales.
El relato que a continuación expongo no es pues una novela. Es una historia verdadera, la dramática aventura de dos seres jóvenes y bellos, cuya corta existencia tronchó la muerte, como consecuencia de unas pasiones extraviadas, que difícilmente podrán ser comprendidas del común de los mortales.
Quede bien claro que, en este relato (que en ocasiones tomará forma de diálogo) me guardaré de toda indiscreción que pueda afectar a la identidad de los personajes, por lo que pido al lector benévolo que se conforme con encontrar aquí, sin más precisiones y siempre bajo seudónimo, la historia de los amores de Camille Des Grieux y René Teleny.
Solo me resta añadir, a manera de epílogo, que el triste final del narrador ocurrió poco después de concluir el último capítulo de sus confidencias. D... se extinguió suavemente, una hermosa mañana del mes de mayo, y fui yo la única persona que acudió a los breves y matutinos funerales que suelen celebrarse en Niza en honor de los enfermos extranjeros que allí van a morir. Siguiendo sus instrucciones, me abstuve de informar de su defunción a todo el mundo, incluida su madre; limitándome a avisar a su apoderado comercial en Londres, después de haber realizado las gestiones precisas para que su cadáver fuera transportado a esta ciudad. Su cuerpo reposa ahora en el cementerio de Brompton, bajo una lápida de mármol blanco, mandada preparar por él en vida, y donde le aguardaban ya los despojos mortales de Teleny.
Julio de 1892.
Capítulo I
—Cuénteme su historia desde el comienzo, Des Grieux, y dígame cómo llegó a conocerlo.
—Fue en Queen’s Hall, durante un concierto de caridad en que él actuaba; pues, aunque considero a los artistas amateurs como una de las numerosas plagas de nuestra moderna civilización, siendo mi madre una de las organizadoras del acto, me creí en la obligación de asistir.
—Pero no se trataba de un simple aficionado...
—No, ciertamente; por esta época empezaba a hacerse ya un cierto nombre. Se hallaba ya sentado al piano cuando yo ocupé mi asiento en mi palco de orquesta. Tocó primeramente una de mis gavotas preferidas, una de esas ligeras y graciosas melodías que parecen impregnadas de un perfume de lavanda ambarina y que recuerdan a Lully, a Watteau y a esas bellas marquesas empolvadas, cubiertas de satén, que nerviosamente juegan con su abanico.
Al dar fin a su pieza, paseó varias veces su mirada por el lado de las damas organizadoras, y en el momento de ir a levantarse mi madre, que se hallaba sentada detrás mío, me tocó en el hombro para hacer una de esas inútiles e intempestivas observaciones con que a menudo suelen importunarnos las mujeres, de modo que cuando al fin pude volverme de nuevo para aplaudir, él había desaparecido.
—¿Y qué ocurrió?
—Déjeme recordar... Hubo luego una serie de cantos, creo.
—¿Y él ya no actuó más?
—¡ Oh, sí! Volvió a mitad del concierto, y mientras saludaba antes de sentarse, sus ojos parecían buscar a alguien por entre las jardineras, fue entonces cuando nuestras miradas se encontraron por primera vez.
—¿Qué tipo de hombre era?
—Era un muchacho de veinticuatro años, de talle esbelto, cabellos cortados a lo Bressan, de un extraño color rubio-ceniza, matiz este debido, como más tarde pude saber, a una ligera capa de polvo, y que contrastaba de manera singular con el negro de sus pestañas y de su fino bigote. Su tez tenía esa blancura mate propia de los jóvenes artistas. Sus ojos, que a primera vista parecían negros, eran en realidad de un color azul sombrío y, aunque en general parecían tranquilos, cualquier profundo observador hubiera notado en ellos a veces una espantosa fijeza, como si se hallaran capturados por alguna lejana y terrible visión, para dar de inmediato lugar a una expresión de terrible hastío.
—Pero ¿por qué esa tristeza?
—Cuando yo le hice esta misma pregunta, él alzó primeramente los hombros y respondió luego riendo: «¿Nunca ha visto usted fantasmas?» Más tarde, cuando hubimos alcanzado un mayor .grado de intimidad, me respondió: «¡Mi destino! ¡Qué horrible destino el mío!». Pero, reponiéndose de inmediato y frunciendo las cejas, añadió: Non ci pensian.
—Un carácter sombrío y reconcentrado, sin duda.
—En absoluto. Solo muy supersticioso, como lo son todos los artistas, según creo.
—¿Tenía él en su mirada algún poder magnético?
—En lo que a mí concierne, ciertamente sí. Pero sus ojos no eran lo que podría llamarse unos ojos hipnóticos: eran mucho más soñadores que penetrantes, pero con un poder de penetración tal, no obstante, que la primera vez que nuestras miradas se encontraron, los sentí hundirse hasta el fondo de mi corazón; y aunque su expresión no era excesivamente sensual, cada vez que él fijaba sus ojos en los míos, yo sentía hervir la sangre en mis venas.
—He oído muchas veces decir que era admirablemente hermoso. ¿Es esto cierto? No habiendo podido verlo sino una vez...
—Sin ser de una belleza asombrosa, tenía un rostro muy agradable. Su manera de vestir, aunque de una corrección impecable, daba muestras de una cierta excentricidad. Aquella tarde, por ejemplo, llevaba en el ojal una ramita de heliotropo blanco, a pesar de ser la moda entonces las camelias y las gardenias. Sus maneras eran las de un perfecto gentleman, pero en escena, como ocurre con los extranjeros, exhibía una cierta rigidez.
—¿Y después de haberse cruzado sus miradas?
—Se sentó y comenzó a interpretar su partitura. Yo consulté el programa. Era una r...