El misterio de la noche polar
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El misterio de la noche polar

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El misterio de la noche polar

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¿Quién fue Arthur Conan Doyle, el célebre escritor del que surgió Sherlock Holmes, el detective más famoso del mundo? En este libro, César Guerrero nos cuenta la historia del famoso novelista cuando, en calidad de médico incipiente, viaja al océano Ártico a bordo del ballenero El Esperanza y de los misterios y aventuras que deberá resolver y sortear. Las vicisitudes de la caza de ballenas y focas, así como tenebrosas apariciones y tripulantes misteriosos son parte de esta novela que además de retratar de manera excepcional la vida de Arthur Conan Doyle -antes de ser uno de los escritores más conocidos de la literatura universal-, describe el mundo y el estilo de vida de los míticos cazadores de ballenas en el siglo XIX."El misterio de la noche polar" es una novela de aventuras. Su protagonista es el creador de Sherlock Holmes, sir Arthur Conan Doyle. Mezcla de biografía y ficción, narra el viaje al Polo Norte que en 1880 hizo el joven Conan Doyle a bordo de un ballenero con el propósito de aliviar las apretadas finanzas de su extensa familia en desgracia. Con veinte años de edad y aún estudiante de medicina, Conan Doyle buscaba su propia aventura al tiempo que se gestaba su vocación de escritor. Convenientemente documentada sobre la vida a bordo, las circunstancias de la época y la biografía del escritor escocés, "El misterio de la noche polar" se vale de hechos reales para presentar al lector una novela de suspenso al mejor estilo del género policíaco que pocos años más tarde daría fama y fortuna a su protagonista.Luego de hacer una investigación sobre la vida de Arthur Conan Doyle y releer libros como "Estudio en escarlata por varios años", César Guerrero comenzó la historia poco conocida del viaje de Conan Doyle al Polo Norte. Sin ser una biografía, "El misterio de la noche polar" descubre a un individuo escocés en su primer acercamiento a la novela.

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Información

Año
2015
ISBN
9786079409050
Edición
1
Categoría
History

1. La clase del Dr. Bell


55° 56’ norte, 3° 11’ oeste




Febrero de 1880. Edimburgo, Escocia.

El doctor Joseph Bell no tenía ningún antecedente sobre los pacientes que me encomendaba citar a sus cátedras, pero con mirarlos apenas unos instantes deducía sobre ellos más que yo mismo, su ayudante, a pesar de que disponía de infructuosos minutos para observarlos e interrogarlos antes que él. Antes de pasar al anfiteatro quirúrgico de la Enfermería Real de la Universidad de Edimburgo, donde Bell daba sus clases, entrevistaba a sus pacientes para elaborar su perfil clínico.
Una fría mañana de febrero, al comienzo de un nuevo semestre, llegó una mujer pelirroja, con el pelo algo revuelto y las mejillas encendidas. Traía a su hijo de seis años tomado de la mano. Le pedí que se sentara mientras terminaba de ordenar mi escritorio, que en realidad era una simple tabla adosada a un antiguo muro. La luz del recinto, antesala del estrado donde tenían lugar las clases del doctor Bell, entraba por una pequeña ventana cuyo vidrio era tosco y que descomponía la luz como una lente mal tallada dificultando mi labor de registro.
El niño se impacientó con mi prolongado acomodo de cosas sobre la mesa. Toda esa faena no era sino un pretexto para ganar tiempo. Lo hacía a propósito para atisbar las características de los pacientes y ejercitar así mis capacidades de observación y diagnóstico antes de hacerles preguntas. Esa mañana el reto era, una vez más, encontrar algo que el doctor Bell no hubiera visto o, al menos, lo mismo que él. Pese a todos mis intentos aún no lo había conseguido. Años de entrenamiento metódico nos separaban.
—¿A qué hora nos hará pasar? —preguntó la señora.
—Dentro de unos minutos, una vez que me dé sus datos generales para el expediente —contesté.
—Muy bien. ¡Nevin! ¡Siéntate por favor! Entonces, ¿podemos empezar?
—Sí, claro —respondí—. ¿Cuál es su nombre?
—Ida McKinnon.
Era momento de hacer la primera prueba.
—Bien. ¿Y su edad? ¿Treinta y cinco?
—No. Treinta y dos.
Siempre será arriesgado tratar de adivinar la edad de una mujer, especialmente si uno le calcula más edad de la que en realidad tiene. Pero a la señora McKinnon no pareció molestarle la diferencia de tres años en mi suposición. Seguí con mis preguntas.
—¿Sólo un hijo?
—No, dos.
—¿Es usted de Fife? —ensayé de nuevo.
—Sí, vivo en Burntisland —me respondió. Pero un instante después preguntó extrañada—. ¿Cómo lo supo?
—Lo recuerdo por la última vez que vino —mentí. Me costó trabajo disimular mi regocijo. Había sido capaz de deducir de dónde provenía la señora McKinnon a partir de un pequeño detalle.
—Pero si es la primera vez que vengo aquí —añadió suspicaz.
—¿Ah, sí? —dije despreocupadamente—. Pues entonces debo haberla confundido. Discúlpeme.
—Está bien. Siga.
—Gracias. ¿El niño es el paciente, cierto?
—No señor, soy yo.
—De acuerdo. —Claramente hasta ahí había llegado mi sagacidad. Mi primer regocijo había alterado mi concentración. Dejé la pluma sobre el escritorio, me incorporé y me dirigí a la puerta.
—Pase por favor.
—Sí, gracias.
La enjuta figura del doctor Bell estaba de espaldas a nosotros, inclinada sobre la mesa de trabajo y frente al auditorio donde se desarrollaba su clase. Tan pronto la señora McKinnon y su hijo se colocaron al centro del estrado, los estudiantes volcaron sus miradas inquisitivas sobre ellos, esforzándose por captar cualquier detalle singular que pudiese brindar algún dato verificable sobre los antecedentes personales o clínicos de ambos, antes de que Bell nos asombrara otra vez con su inusitado talento y nos avergonzara por nuestra desidiosa capacidad de observación. El doctor Bell giró ciento ochenta grados y los ojos de mis compañeros parecieron recogerse de inmediato en la penumbra de la sala, aguardando cada gesto de nuestro perspicaz mentor. Toda la energía de su agudeza parecía moldear su afilado rostro y su poderosa nariz, dirigida como una antena hacia su objeto de estudio y fijando en éste la penetrante mirada de sus ojos grises. Con su andar renqueante se acercó un poco más a la señora y a su hijo y preguntó:
—¿Qué tipo de cruce hizo usted desde Burntisland?
—Tomé un ferry.
—¿Disfrutó su caminata por Inverleith Row?
—Sí.
—¿Qué hizo usted con el otro niño?
—Lo dejé con mi hermana en Leith.
—¿Y sigue usted trabajando en la fábrica de linóleo?
—Sí, así es.
La señora McKinnon y yo estábamos tan estupefactos como el auditorio. Con cuatro preguntas precisas, el doctor Bell nos había demostrado una vez más cómo era capaz de indagar en la vida de una persona desconocida como si la conociese íntimamente. Al igual que yo, se había percatado del acento de la señora para deducir que era del otro lado del fiordo que separa a Fife de Edimburgo pero, ¿cómo averiguó que era de Burntisland? ¿Y cómo supo que había hecho un rodeo para pasear por Inverleith Row? ¿Cómo supo que tenía otro niño además del pequeño con el que se presentó ante nosotros, tomado de su mano? ¿O que trabajaba en la fábrica de linóleo?
—¿Lo ven caballeros? —dijo Bell mientras daba la vuelta hacia el auditorio—. Cuando la señora me dio los “buenos días” noté su acento típico de Fife y, como ustedes bien saben, el pueblo más próximo en Fife es Burntisland. (¡Ah, o sea que eligió lo más probable!, pensé).
—Ustedes pueden distinguir la arcilla roja en las orillas de las suelas de sus zapatos, y la única arcilla de ese tipo que se puede encontrar a veinte millas a la redonda de Edimburgo es la de los Jardines Botánicos. Inverleith Row circunda los jardines y es el camino más rápido hacia aquí desde los muelles de Leith. Ustedes observaron que el abrigo que lleva colgado sobre los hombros es demasiado grande para el niño que está con ella, de manera que salió de casa con dos niños. Finalmente, la señora tiene dermatitis en los dedos de la mano derecha, lo cual es típico en los trabajadores de la fábrica de linóleo de Burntisland. ¿Preguntas? —Nadie las hacía, después de esa explicación fundamentada en datos observables para todos, razonable y precisa.
Recuerdo bien el truco de su primera clase. Resultaba menos sorprendente, pero didácticamente estaba mejor dirigido. “Esto, caballeros, contiene una potente droga”, decía con su estridente voz, mientras sostenía un frasco. “Es extremadamente amarga al paladar. Ahora, quiero ver cuántos de ustedes han desarrollado los poderes de observación que Dios les ha dado.” Bell entrelazaba sus manos por la espalda y recorría el aula detenidamente, de derecha a izquierda y viceversa. Siempre que probaba este ejemplo con cada nueva generación de alumnos, había alguno que apelaba por un ejercicio menos riesgoso para evadir lo que parecía una prueba ineludible. “Pero señor, puede analizarse químicamente.” Bell asentía, fingiendo considerar la objeción. “Sí, sí… pero quiero que lo prueben por olfato y gusto. ¡Qué! ¿Se echan para atrás?” Bell destapaba el frasco y agitaba la mano sobre la apertura dirigiendo el olor hacia su nariz aguileña. Luego agitaba el líquido ambarino con un dedo. “Como yo no pido a mis alumnos hacer nada que yo mismo no haría, lo probaré antes de pasarlo a ustedes.” Inmediatamente después acercaba el dedo a su boca y succionaba. El sabor debía ser horrible, pues las facciones de su rostro, cercano a los cuarenta, se estrujaban con marcada violencia, como si la innombrada droga fuese el más letal de los venenos. Pero tras unos instantes más, el doctor Bell se recuperaba y entregaba el frasco al primero de la fila.
—Ahora tú.
Comenzaba entonces un largo viacrucis de estudiantes nerviosos que, si bien estaban ciertos de que no morirían o enfermarían, atestiguaban la circulación del amargo y desagradable cáliz, lo que tomaba el tiempo de toda esa primera clase, dadas las dimensiones del quorum que ocupaba el anfiteatro. Una vez que el último había pasado “la copa”, Bell se mostraba sumamente decepcionado, lo que sorprendía a unos e irritaba a otros. “Caballeros”, decía, “estoy profundamente apesadumbrado de comprobar que ninguno de ustedes ha desarrollado el poder de percepción, la facultad de observación de la que tanto les hablé al inicio de esta clase, porque si fuese así, si me hubieran observado realmente, se habrían percatado de que mientras sumergí mi dedo índice en el terrible brebaje, fue mi dedo medio —sí— el que de algún modo encontró su camino hacia mi boca”.
El auditorio reaccionaba con el gruñido de aquél que cobra...

Índice

  1. Índice
  2. Portada
  3. Créditos
  4. 1
  5. Semblanza biográfica de Sir Arthur Conan Doyle
  6. Glosario náutico
  7. Colofón
  8. Sobre el autor