Cómo cambié de opinión sobre la evolución
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Cómo cambié de opinión sobre la evolución

Reflexiones evangélicas sobre fe y ciencia

  1. 212 páginas
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Cómo cambié de opinión sobre la evolución

Reflexiones evangélicas sobre fe y ciencia

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Quizás no haya otro tema potencialmente tan amenazador para los evangélicos como la evolución, especialmente en ciertos contextos. Es una idea que de por sí parece ya excluir a Dios. Sin embargo, muchos evangélicos han llegado a aceptar las conclusiones de la ciencia pudiendo a la vez mantener una sólida fe en Dios y la Biblia. ¿Cómo realizaron ese camino? ¿Cómo llegaron a aceptar a la vez la evolución y la fe?Aquí se presentan las historias de un grupo de personas que aman a Jesús y valoran la autoridad de la Biblia, pero que también aceptan lo que la ciencia dice sobre el cosmos, nuestro planeta y la vida que de manera tan exuberante lo puebla.

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Información

Año
2019
ISBN
9788494959493
Categoría
Religion
1

De las guerras culturales
al testimonio conjunto:
un peregrinaje en la fe
y la ciencia
James K. A. Smith
James K. A. Smith es catedrático de filosofía en el Calvin College y miembro fundador del Colossian Forum. Su libro más reciente es Who’s Afraid of Relativism? (Baker Academic, 2014). Él y Deanna, su esposa, tienen cuatro hijos y son apasionados de la horticultura urbana.
No deja de ser raro (y también algo triste) que quienes me enseñaron a pelear fueran cristianos. Al no haber crecido en un hogar evangélico, no recibí la habitual formación en la fe (educación cristiana, grupo de jóvenes, lánguidas versiones de Michael W. Smith canturreadas en campamentos de verano…). Por ello, tampoco desarrollé esa capacidad tan típicamente evangélica de otear las líneas divisorias que delimitan nuestra cultura.
Sin embargo, cuando a los dieciocho años me convertí, me resarcí rápidamente de esas carencias. Me empapé de la Biblia y de cualquier enseñanza bíblica que cayera en mis manos (por lo general, casetes con conferencias de expositores bíblicos de renombre; el lector deducirá de ahí a qué generación pertenezco…). Abandoné mi proyecto de ser arquitecto y, con una imperiosa vocación al ministerio, me inscribí en una universidad cristiana. Viví mi primer año allí como un auténtico recluta en lo que años más tarde se daría en llamar «guerras culturales».
Sorprendentemente quizás, fue en esa universidad cristiana3 donde surgieron mis primeras inquietudes sobre la ciencia. Puede parecer raro, dada la percepción habitual de esas universidades como reductos anti-intelectuales hostiles a la ciencia. Pero conviene matizar algo esa imagen. En mi experiencia de universidad cristiana, descubrí en mí un renovado interés por la ciencia gracias a la energía y pasión de mi profesor de apologética. Antiguo ingeniero naval, con un doctorado en ingeniería química, el «Dr. Dave», como le llamábamos, había experimentado una conversión radical y una vocación al ministerio. Tras una época de seminario, se dedicó a un ministerio de enseñanza que a la larga le condujo a nuestra universidad, en la que su docencia incluía la apologética y las «evidencias cristianas».
Los conocimientos y la entrega del Dr. Dave eran portentosos. Me contagió su fascinación por la arqueología (una ciencia histórica) y sus presentaciones sobre las evidencias geológicas del diluvio o las cosmológicas sobre la creación me dejaban asombrado. Ahí estaba yo, en una universidad cristiana, donde se me invitaba a reflexionar sobre la datación por carbono, el efecto Doppler o la geología sedimentaria, con el impacto del volcán St. Helens como tema de estudio preferido. Para alguien como yo, que en el instituto se había limitado a verlas venir, sin ningún interés especial por la ciencia, resultaba chocante que fuera en una universidad cristiana donde despertara mi interés por las moléculas o las galaxias.
El Dr. Dave se dio cuenta de mi curiosidad, se interesó personalmente por mí y me tomó bajo su tutela como aprendiz. De hecho, aunque los aspectos intelectuales de la «ciencia creacionista» suscitaban mi interés, no puedo subestimar los factores personales y pastorales que también estaban en juego. Me interesaba por la ciencia creacionista porque el Dr. Dave había demostrado claramente su interés por mí. Me notaba dispuesto a dejarme convencer intelectualmente porque percibía el cuidado pastoral que se me brindaba. Era mentalmente receptivo al creacionismo porque el Dr. Dave me demostraba afecto y atención espiritual. Tuve la sensación de haber llegado a la culminación de todo ello cuando me regaló una copia del (muy denostado) libro de Ian Taylor, In the Minds of Men: Darwin and the New World Order. Todavía está en mi librería, no ya porque valore sus argumentos sino por reconocimiento a la amistad que simbolizaba.
No fue hasta más adelante que me di cuenta de que, en mi educación en la universidad cristiana, la ciencia tenía como principal objetivo servir como munición en una guerra cultural. Con ello no quiero negar que hubiera auténtico interés o curiosidad por los diversos aspectos de la creación, o las sutilezas del mundo físico. Pero sí afirmo que esa curiosidad era limitada, selectiva e instrumentalizada. La ciencia interesaba en la medida en que aportara «evidencias» que ayudaran a triunfar en una disputa, tumbar al contrincante y afianzar la propia posición en la guerra cultural. La ciencia no se contemplaba como una vocación apta para cristianos, sino como arma arrojadiza para el debate.
Además, pronto fui dándome cuenta de que la «ciencia» que se me ofrecía era en realidad un muestreo muy selectivo y sesgado de datos y evidencias: en contraste con la actitud ecuánime –dispuesta a descubrirse equivocado– que caracteriza a la exploración científica auténtica del mundo natural, mis profesores estaban principalmente interesados en aspectos de la ciencia que confirmaran una cierta forma de leer la Biblia (en concreto, una lectura del Génesis según la aproximación creacionista). Comencé así a sospechar que no me había enterado del todo de la película, que la ciencia era mucho más que la geología diluviana o las preguntas capciosas sobre la datación por carbono que me habían tenido ocupado hasta entonces.
Resulta interesante que las semillas de mi distanciamiento crítico de esa clase de «ciencia» se sembraran también en esa misma universidad cristiana, a resultas de mi encuentro con la teología «añeja de Princeton». (En el libro VIII de las Confesiones, su autobiografía espiritual, Agustín de Hipona relata cómo su conversión se fraguó por contacto con varios libros importantes. Mi «conversión» en el ámbito de la ciencia y la fe es también fruto de un encuentro con libros importantes. ¿Quién iba a sospechar que las bibliotecas ejercieran de evangelista?) En las clases de teología sistemática, los profesores se referían repetidamente a la rica herencia de pensadores reformados, que incluía a B. B. Warfield, Charles Hodge, A. A. Hodge y otros. En mi papel de empollón bíblico-teológico, rastreé la biblioteca de la universidad a la caza de cualquier obra, esencial o no tanto, de esos insignes eruditos y comentaristas bíblicos. Me pasé horas en la planta baja de la biblioteca, entre los estantes de sus obras. Cuando disponía de algún dinero, añadía algún Warfield o Hodge a mi creciente colección personal. De ese modo, la educación que recibía «arriba», en las aulas de la universidad, se complementaba con mi formación paralela en teología reformada de «solera Princeton». Y en esas obras, ya entrado el siglo XIX, me encontré con una postura bastante diferente ante la ciencia.
La cosa acabó de cristalizar cuando di con la excelente antología de Mark Noll, The Princeton Theology 1812–1921: Scripture, Science, and Theological Method from Archibald Alexander Hodge to Benjamin Breckinridge Warfield. Ahí por primera vez descubrí textos de teólogos evangélicos reformados, doctrinalmente ortodoxos, con posturas no sólo abiertas sino claramente favorables a los avances en la ciencia evolucionista. Curiosamente, uno de mis profesores había citado a Warfield como uno de los grandes defensores de la inerrancia bíblica, pero había silenciado del todo su postura a favor de la evolución. Ahí comenzaron a resquebrajarse algunas de mis anteriores certezas. Comprendí que la ciencia era mucho más de lo que me habían enseñado y que como cristiano evangélico no tenía por qué amoldarme a la habitual postura defensiva, de desconfianza ante la ciencia, sino que era posible mantener la curiosidad y la imparcialidad ante cualquier aportación. Más aún, me di cuenta de que la ciencia no era tan solo una herramienta apologética, sino que la investigación científica era intrínsecamente buena, incluso cuando pudiera conducir a situaciones inquietantes.
Esa época de mi vida resultó ser en muchos sentidos una encrucijada, el punto en que mi peregrinaje en la fe me acercó a la tradición reformada (trato de ello con más detalle en mi breve libro Letters to a Young Calvinist: An Invitation to the Reformed Tradition4), con repercusiones en todas las áreas de mi pensamiento, mi visión de la ciencia incluida. Pero de esa tradición reformada también absorbí una actitud ante la historia y las riquezas históricas de la tradición cristiana. La Reforma fue un movimiento renovador en el seno de la iglesia universal que se gestó con el rescate por parte de los reformadores de antiguas fuentes cristianas, como Agustín o Juan Crisóstomo. Ello confiere a la tradición reformada una actitud de deferencia cronológica –en el sentido de que hay mucho que aprender de lo que otros han escrito o dicho antes– y, al tiempo, un cierto y saludable escepticismo sobre lo teológicamente novedoso.
Esa nueva sensibilidad sobrevoló mi encuentro con otro libro importante en mi peregrinaje, The Creationists: The Evolution of Scientific Creationism, de Ronald Numbers. En su meticuloso estudio Numbers demuestra la escasa tradición de la interpretación creacionista (igual que el dispensacionalismo como aproximación a la escatología bíblica). Dado que mi peregrinaje en la tradición reformada me había infundido una profunda gratitud hacia el valioso legado del cristianismo histórico, esa...

Índice

  1. Contenido
  2. Presentación de la serie Ciencia y Cristianismo
  3. Andamio editorial– Grupos Bíblicos Unidos
  4. Prólogo a la edición española
  5. Prólogo
  6. Agradecimientos
  7. Introducción
  8. 1 De las guerras culturales al testimonio conjunto: un peregrinaje en la fe y la ciencia
  9. 2 ¿Quién tiene miedo a la ciencia?
  10. 3 La conclusión inevitable
  11. 4 Aprendiendo a adorar a Dios por su obra en la evolución
  12. 5 Un catedrático de Antiguo Testamento festeja la creación
  13. 6 Tomar partido por el Señor de la vida
  14. 7 Paz
  15. 8 Aprender el lenguaje de Dios
  16. 9 Fe, verdad y misterio
  17. 10 La inspiración de un universo fascinante
  18. 11 Teteras hirviendo y simios remodelados
  19. 12 Del diseño inteligente a la creación evolutiva
  20. 13 El viaje de un científico hacia una fe cristiana reflexiva
  21. 14 Un viaje a tientas
  22. 15 Un creacionista evolutivo bíblicamente satisfecho
  23. 16 Una percepción acertada de la realidad
  24. 17 La controversia sobre la evolución en Norteamérica en perspectiva británica
  25. 18 Reconciliar evolución y cristianismo: una evolución personal
  26. 19 La evolución de un creacionista evolutivo
  27. 20 Aprender de las estrellas
  28. 21 Así que, ¿crees en la evolución?
  29. 22 El espíritu de una creación en evolución: conjeturas de un teólogo pentecostal
  30. 23 Dos libros + dos ojos = cuatro requisitos para el testimonio cristiano
  31. 24 Descansar en Cristo, no en respuestas fáciles
  32. 25 Espacios de sosiego