Sangre en
Atarazanas
Prólogo. Una vida al cronómetro
A los 13 años era aprendiz en una tienda de géneros de punto; a los 14, meritorio en un banco; a los 15, mecanógrafo de un concejal; a los 16, empleado en la casa de Pich; a los 17, oficial en la secretaría del señor Lerroux; a los 18, redactor de Los Miserables; a los 19 entré en la cárcel; a los 20 era redactor de El Sol; a los 22 tuve que salir de Barcelona porque la muerte me acechaba traicionera; a los 23 era corresponsal de varios diarios españoles en París, en Berlín, en Ginebra o en Londres, y pasaba hambre para comprar libros y flores a las mujeres; a los 25 regresé a Barcelona con el corazón destrozado, la salud quebrantada y las alas un poco rotas... Pero siento en mí el deseo de volver a volar...
Este es mi primer libro, y como en mi vida hay de todo, días buenos y días malos... Es un poco arbitrario, amargo, divertido o triste, según las impresiones recibidas en el momento de escribir...
Para ti es, lector. Yo una vez escrito lo hubiera echado al fuego. Ahora hasta casi me arrepiento de no haberlo hecho.
Francisco Madrid
En la puerta del mal camino
Lectora, lector: he aquí el Distrito Quinto; he aquí toda la fiereza y toda la brutalidad de Barcelona. Es el Distrito Quinto la llaga de la ciudad; es el barrio bajo; es el refugio de la mala gente. Cierto es que viven en él familias honradas. Esta es la tragedia. En el montón deforme de basura y de dolor, de inconsciencia y de pecado, que forma el Distrito Quinto se mezclan el obrero y el chorizo; la lavandera y la peripatética que en el cabaret elegante parece hija de nobles y que duerme en su propia casa sobre un catre... Ni los barrios bajos de Génova, ni el barrio del puerto de Marsella, ni la Villette parisina, ni el Whitechapel londinense, tienen nada que ver con nuestro Distrito Quinto, con el ambiente equívoco de nuestra zona prohibida. Es más, el Distrito Quinto les supera. Se juntan aquí, de una manera absurda y única, la casa de lenocinio y la lechería para los obreros que madrugan; la tienda que alquila mantones y en donde se presta dinero a las artistas de los music-halls y el palacio del conde de Güell; cal Manco y la Casa del Pueblo Radical; el hospital de la Santa Cruz y la taberna de La Mina; el cuartel de Drassanes y la pequeña feria de libros viejos; los hoteles meublés y la Atracción de Forasteros... Lo bueno y lo malo; la civilización y el hurdismo, que es toda una política nacional. Pasea esa desdichada de La Moños sus harapos, y unos cuantos imbéciles vestidos de hortera y unas cuantas rameras que huelen a Heno de Pravia le hacen cantar unas canciones grotescas para reírse de su locura. Cruza la calle el sereno Juan, y se cubren la cara para que no les reconozca los pequeños ladrones. Venden cocaína algunos limpiabotas, y aparecen los invertidos en plena calle mostrando sus vergüenzas, su impudor y su pecado; las gitanas de Villa Rosa cantan roncamente, y al acecho una procesión de pedigüeños os asalta casi con violencia; duermen en los quicios de las puertas los pobres, y apoyado en un farol, un borracho expone una teoría filosófica con la música del Porque era negro... Hay todavía becs de gaz, románticos y calles silenciosas.
Vamos a entrar en el Distrito Quinto. En la puerta del Arco del Teatro nos despedimos del amigo que nos acompaña y que no quiere seguir porque teme la atracción del mal. En el bar adosado a la pared, un pelotari paga unas cañas. La calle es estrecha, es larga, es sucia, es tortuosa. Vista, desde las Ramblas, parece que las casas de una acera y de otra se juntan y que queda un trozo vacío por donde asoma el cielo de color de violeta.
Sangre en Atarazanas
Entonces Jaume Ros parose ante un cartel teatral pegado a la pared de la calle del Marqués del Duero junto a la de San Beltrán. Se acercaron los dos hombres que le seguían de cerca desde el paseo de la Aduana y dispararon a quemarropa. Cayó Jaume Ros, gritando:
–¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!
Los dos agresores ganaron las escaleras de la calle de San Beltrán. Uno de ellos resbaló y cayó, dándose un golpe en la cabeza con la verja de la fuente, pero levantose y continuó la carrera; el otro corría arrimado al edificio de La Eléctrica Española y al llegar al cruce de la calle de Santa Madrona adentrose en la taberna denominada Las cuatro gotas, exclamando:
–Quin susto! –como si huyera del atentado.
El compañero siguió corriendo por la calle de Santa Madrona, cruzó la del Arco del Teatro para pasar a la de Berenguer el Viejo y dobló rápidamente la del Cid. Aquí detuvo la marcha y, con paso nervioso pero lento, caminó por la acera. El barrio chino estaba animado a aquella hora. Un dependiente de la taberna El Mundo, en mangas de camisa, permanecía en el quicio de la puerta. El huidor le dijo “¡Adiós!” y pasó al patio de La Mina. Entró en el zaguán de la casa de dormir, se acercó al registro, pidió una cama, dio su nombre y apellidos y se dirigió a la sala menor del albergue.
Jaume Ros no pudo pronunciar más palabras que estas: “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!”. Se acercaron al cadáver unos vecinos, unos clientes de la pequeña taberna establecida en la calle de San Beltrán junto a las escalerillas que conducen al Marqués del Duero; bajaron unos pasajeros de un tranvía de circunvalación, que en el momento de la agresión pasaba por allí; corrieron unos guardias que salieron, pistola en mano, de la delegación de policía de Atarazanas y que detuvieron a cinco o seis transeúntes que huían asustados por los disparos. Se oyeron pitos, abrir de ventanas y balcones; algunas exclamaciones y voces anónimas de Agafeu-lo! Agafeu-lo!. Los policías cachearon a los curiosos. Una madre dio una zurra a un peque...