Mi lucha contra Hitler
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Mi lucha contra Hitler

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¿Qué hizo el autor para ser considerado un peligroso enemigo de Hitler? Golpear sin miedo en las raíces intelectuales y espirituales del nazismo, sin espionajes, sin violencias. Dedicó todas sus fuerzas a romper el hechizo que el nazismo poseía entre tantos de sus compatriotas.El relato cubre de 1921 a 1938, cuando la contribución de Hitler a Alemania era considerada positiva e inevitable, y las denuncias de von Hildebrand despreciables. Sus declaraciones públicas le llevan a ser incluido en las primeras listas negras nazis, en 1921, mucho antes de que se desataran los horrores del Tercer Reich.Memorias de Dietrich von Hildebrand, de 1921 a 1938. Muestran cómo llegó a ser un peligroso enemigo de Hitler y el artífice de la resistencia intelectual ante el nazismo. Su lucha continuó tras huir de Europa, mediante artículos publicados en Viena: algunos de ellos se recogen al final de este volumen.

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Información

Año
2016
ISBN
9788432146176
Edición
1
Categoría
Social Sciences
PRIMERA PARTE
MEMORIAS
1921
A principios de diciembre de 1921, Hildebrand viajó a París «con muchas expectativas» para asistir a un congreso organizado por el filósofo y político Marc Sangnier (1873-1950). La fama de Sangnier respondía a su intento de conciliar el catolicismo con la República francesa y, de un modo más genérico, el cristianismo con la democracia, en parte con idea de contrarrestar los movimientos obreros abiertamente anticlericales. Sangnier tenía la esperanza de reevangelizar a los jóvenes mostrando las simpatías del catolicismo hacia sus necesidades sociales y económicas y buscando puntos en común con los no católicos.
En un primer momento, el movimiento cristianodemócrata fundado por él, Le Sillon (El Surco), ganó muchos y apasionados seguidores, incluidos numerosos obispos. No obstante, en 1910, a raíz de su defensa de nuevas ideas aún no aprobadas por la Iglesia, el papa Pío X intervino poniendo fin al movimiento.
Hildebrand describe detalladamente la respuesta de Sangnier a la «destrucción de la obra de su vida». Pese a la suspensión de Le Sillon, muchos de sus ideales en relación con los laicos, la justicia social, el ecumenismo y la sociedad fueron recogidos en la enseñanza del Concilio Vaticano II, convocado por uno de los mayores admiradores de Sangnier: el papa Juan XXIII.
A su llegada a París, recogieron a Hildebrand en la estación y lo trasladaron a la sede de la Liga de la Joven República, el partido político fundado por Sangnier, donde se reunió con ese «gran y noble católico» —palabras parecidas a las empleadas por Pío X pese a la suspensión de Le Sillon— y con algunos de sus seguidores para desayunar juntos.
Me impresionó muchísimo el espíritu de amor al prójimo y de cordialidad cristiana que impregnaba el ambiente. Todo era muy sencillo —el típico café francés servido en un tazón y con un fuerte aroma a achicoria, acompañado de un trozo de pan—, pero me recibieron como a un viejo amigo. Reinaba un espíritu de unión y colaboración. Me encantó.
El movimiento fundado por Marc Sangnier constituía el primer movimiento católico francés con una base republicana. Los católicos franceses y todos los obispos de Francia eran monárquicos de tendencias claramente conservadoras. Inspirándose en una encíclica del papa León XIII[1] en la que el Santo Padre proclamaba la neutralidad de la Iglesia frente a cuestiones relacionadas con la monarquía o la república, creó un movimiento religioso llamado “Le Sillon” —“El Surco”— con el objetivo de promover una profunda renovación religiosa y, junto a ella, un espíritu auténticamente cristiano.
El “Sillon” representaba la antítesis de la “Acción Francesa”. Para este movimiento, predominantemente conservador y nacionalista, la Iglesia era una entidad fundamentalmente cultural: en su opinión, “católico” equivalía a “latino”, y el “espíritu latino” se identificaba, en primer lugar, y de un modo natural, con el espíritu de Francia. El antisemitismo manifestado de forma tan lamentable en el caso Dreyfus[2] pervivía en la “Acción Francesa”. El “Sillon”, por el contrario, se hallaba impregnado de un espíritu supranacional desprovisto de todo antisemitismo, preocupado por los temas sociales y con una visión de la Iglesia católica como Cuerpo Místico de Cristo; empapado de un profundo y auténtico espíritu católico y de un amor obediente y fiel a la Iglesia.
A última hora de la tarde, Sangnier y sus seguidores solían ir a la basílica de Montmartre para pasar la noche entre cantos y oraciones. Entremedias, él les hablaba de temas religiosos. En el movimiento, que se extendió rápidamente por toda Francia y reclutó a muchos seminaristas y sacerdotes jóvenes, reinaba un espíritu de ilimitada disposición al servicio mutuo y una colaboración alegre, afectuosa y desinteresada. El “Sillon” representaba una verdadera primavera religiosa; de ahí que se convirtiera en un importante e intenso foco de formación para una vida auténticamente cristiana. Sangnier, miembro de una familia con muchos recursos, había donado buena parte de su fortuna al movimiento.
Los obispos, todos ellos conservadores y monárquicos, adoptaron una postura suspicaz —cuando no hostil— hacia el “Sillon”. A ello vino a sumarse alguna que otra afirmación absurda y exaltada de un seminarista joven y entusiasta. Los obispos acudieron al papa Pío X, presentándole una imagen muy poco positiva del “Sillon”. En plena lucha contra el modernismo, no era muy difícil tildar de peligroso a cualquier movimiento. Pío X escribió una carta a Marc Sangnier ordenando su sometimiento a los respectivos obispos locales.
Esto significó el fin del “Sillon”, ya que los obispos lo remodelaron por entero. Aunque la carta del papa fue un golpe terrible para Sangnier, este ofreció un ejemplo extraordinario. Al cuarto de hora de recibir la carta que ponía fin a la obra de su vida, disolvió el “Sillon” y escribió al Santo Padre diciéndole: “Este es el momento más hermoso de mi vida: ahora puedo demostrar cuánto amo a la Iglesia y que no quiero servirle como lo deseo yo, sino como ella lo desea”.
A continuación fundó un movimiento político llamado Liga de la Joven República que, al ser oficial y exclusivamente político, no tenía que someterse al control de los obispos, aunque siguió conservando un espíritu profundamente católico y hondamente cristiano. En la sede de la Liga del Boulevard Raspail todo daba prueba de ello.
Llevado por ese espíritu católico supranacional, Sangnier convocó un congreso por la paz al que, en respuesta a su calurosa invitación, asistían por primera vez algunos alemanes. Sangnier era una gran y noble persona. Cuando estabas con él percibías la extraordinaria calidez de su corazón, el fuego de su espíritu, una fe inquebrantable en sus propios ideales. Y poseía, además, el inmenso encanto de los franceses y un ingenio delicioso. Era un magnífico orador, uno de los mejores que he oído nunca. Causó en mí un fuerte impacto, especialmente después de escuchar toda su historia, de la que surgió una imagen clara y vívida de su personalidad. Era un hijo de la Iglesia bueno y devoto, un heroico cruzado en contra del nacionalismo y de todo prejuicio, un ser humano generoso y fascinante. Yo le estimaba mucho y coincidíamos en muchas cosas.
Entre los alemanes invitados había dos sacerdotes. Uno era el P. Metzger, procedente de Graz, donde dirigía un movimiento religioso pacifista llamado “La Cruz Blanca”[3]. Había nacido en Suabia. El otro sacerdote era el fundador de la Asociación Católica Alemana por la Paz y vicario de Ehingen an der Donau[4].
El P. Metzger tenía una personalidad extraña. Alguien me comentó después que era una mezcla de santo y de eficaz hombre de negocios. Lo que más me llamó la atención fue que, a pesar de su heroico fervor religioso, su condición de vegetariano y su radical oposición al alcohol tenían algo de sectario. Era muy amable y cordial —me tuteó de primeras— y me sorprendió su enorme capacidad de organización.
Durante el congreso, me indignó leer en un periódico alemán un artículo sobre Marc Sangnier muy poco diplomático. En ese preciso momento en que, acosado por las dificultades y recibiendo ataques de todas partes, se atrevía a invitar a París a los alemanes y a tener con Alemania un gesto extraordinariamente amistoso, aparecía en un periódico católico alemán un artículo que lo retrataba como un católico dudoso recientemente censurado por Roma.
Aquello me sacó de mis casillas y, cuando me encontré con el periodista alemán Alfred Nobel[5], le dije: “¿Quién es el zopenco desconsiderado que ha escrito este artículo?”. Por desgracia, el autor era él y, naturalmente, pasó a ser mi enemigo mortal. No me hizo falta mucho tiempo para constatarlo.
Se celebraron muchas sesiones —tanto conferencias públicas como reuniones más reducidas— en las que los ponentes eran célebres personalidades francesas. Durante uno de aquellos debates menos numerosos —que contaba con la presencia de todos los delegados y muchos asistentes franceses: en total, unas cincuenta personas—, una señora berlinesa vino a buscarme a una habitación en la que estaba manteniendo una conversación privada. “Venga, por favor. Las cosas se están poniendo muy tensas. Quizá usted pueda echar una mano”.
Al acercarme a la mesa, oí cómo un francés arremetía contra Sangnier por haber invitado a los alemanes: “Los alemanes no son ni antinacionalistas, ni pacifistas. Basta preguntarles si admiten la responsabilidad de Alemania en la guerra para comprobar que el nacionalismo les impide hacerlo”. En ese momento me levanté y dije en francés: “No sería sincero si respondiera a esa pregunta, porque no conozco los archivos rusos ni los antecedentes históricos de la guerra, ni estoy en condiciones de saber los detalles. Por otra parte, esa pregunta tiene distintos significados. Pero si tuviera la oportunidad de disponer de información y descubriera que la culpa es de Alemania, no dudaría ni un momento en decirlo. No soy nacionalista en ningún sentido de la palabra, de modo que no me negaría a admitirlo”.
El hombre se puso en pie inmediatamente y dijo: “Muy bien. Entonces le haré otra pregunta. Su respuesta demostrará claramente si es usted sincero. Dice que no es nacionalista: ¿qué piensa de la invasión alemana de Bélgica?”[6]. Volví a levantarme y contesté: “Es un crimen atroz”. Mis palabras fueron recibidas con un estruendoso aplauso. “No tengo ningún problema en admitir que se trata de un crimen espantoso”, continué, “porque, en primer lugar, soy católico; en segundo lugar, soy católico; y en tercer lugar, y una y mil veces, soy católico”. Otro estruendoso aplauso[7].
Después la gente me felicitó, y un senador de Bruselas me dijo: “Es usted un joven honesto de una familia de mala reputación” (brave jeune homme d´une famille de mauvaise réputation). Con todo, los primeros en rodearme para felicitarme fueron los seguidores de Marc Sangnier, a quien le gustó mucho lo que dije. No obstante, el rostro de Nobel revelaba lo ofendido que se se...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. CITAS
  5. ÍNDICE
  6. UNA DECISIÓN VITAL
  7. ¿QUIÉN ERA EL HOMBRE QUE SE ENFRENTÓ A HITLER?
  8. NOTA ACERCA DEL TEXTO
  9. PRIMERA PARTE. MEMORIAS
  10. SEGUNDA PARTE. ESCRITOS EN CONTRA DE LA IDEOLOGÍA NAZI
  11. AGRADECIMIENTOS
  12. ACERCA DEL PROYECTO HILDEBRAND
  13. DIETRICH VON HILDEBRAND