Crecí en una familia que, como muchas en los años setenta, estaba bastante de acuerdo con la máxima que enunció elocuentemente Simone de Beauvoir en 1949: “No se nace mujer, se llega a serlo”. Por lo tanto, mi madre se negó a comprar Barbies a sus hijas; mi hermana y yo tuvimos un montón de Legos y coches de juguete. La lucha contra los estereotipos de género empezaba en casa. Estaba convencida de que, una generación después, mi hija crecería en un mundo mucho más libre. Daba por hecho que el triunfo de la generación de mi madre había hecho posible que la feminidad se hubiera convertido en una elección en vez de en una trampa. Creía que las niñas serían libres de ser hadas o princesas, del mismo modo que las mujeres adultas podíamos elegir adoptar determinados símbolos de la feminidad que las feministas de los años sesenta habían considerado opresores, como los tacones o el maquillaje.
Pero de pronto descubrí que, casi sin que me hubiera dado cuenta, las puertas se habían cerrado. Lo que se suponía que iba a ser la libertad de elegir algo rosa de vez en cuando parece haberse convertido en la obligación de ahogarse en un océano rosa. Mi hija está creciendo en un mundo que potencia valores medievales, en el que todas las niñas son princesas y los niños luchadores, en el que todas las niñas llevan hadas y todos los niños superhéroes en los estuches del colegio. Esta involución no solo afecta a los juguetes, sino que se extiende a las expectativas que se establecen sobre muchos otros aspectos del comportamiento infantil, como la ropa, el lenguaje, el aprendizaje o la manera de pelearse. Y lo que me resulta más extraño es que nadie se cuestiona esta vuelta a los valores tradicionales.
“¡Ven a mi fiesta de princesas!”, decía la invitación al cumpleaños de una niña de la guardería de mi hija, junto a colorida ilustración de una princesa parecida a la Bella Durmiente, con corona y vestido de gala. Mi hija estaba encantada, así que cuando llegó el gran día la ayudé a ponerse su coronita de plástico y su vestidito de poliéster de la tienda Disney. Al llegar a la fiesta nos encontramos, como cabía esperar, con una docena de niñas que lucían vestidos pensados para las heroínas de los cuentos de hadas de los años treinta. Un grupito de niños vestidos de diario, todos de azul marino y gris, pululaba por las esquinas. La mesa de la merienda estaba decorada con purpurina rosa, los platos y los vasos eran rosa, y había unos cuantos platos azules lisos aquí y allá para que los niños varones tuvieran dónde ponerse.
Mi hija tardó un poco en integrarse. “Hoy está algo tímida”, les expliqué a un par de madres cuando vino a sentarse en mi regazo. “Cómo me gustaría tener una niña”, dijo una de ellas. “Son tan pacíficas. Thomas es un trasto”. Un poco más tarde le oí decir a la misma madre, que estaba en la cocina con Thomas colgado de su pierna y negándose a hablar: “Es igual que su padre, cuando está cansado gruñe en vez de hablar. De verdad, los chicos…”. En un momento dado, la fiesta derivó en pelea. Uno de los chicos tardó más de la cuenta en pasar el paquete sorpresa con el que estaban jugando y una de las niñas, enfadadísima, se levantó con la tiara en equilibrio inestable y le plantó un puñetazo en la cara. El niño empezó a gritar, se escapó de la habitación y se negó en redondo a seguir jugando, así que la madre anfitriona tuvo que sentarle a la mesa en la que había colocado las tartas. Los padres y madres que estaban en la cocina no tardaron en sacar conclusiones sobre por qué había abandonado el grupo: “A los niños de esta edad no se les dan bien jugar en grupo”, dijo alguien. “¡Son incapaces de estar quietos! Les resulta mucho más difícil”, dijo alguien más. Al terminar, cada niño se marchó con su bolsita de regalo, las de ellas rosa y con prendedores y pulseras de plástico dentro, las de ellos azules, con arañas de plástico y canicas.
Rosa para las niñas, azul para los niños. Princesas y soldados. Niñas tímidas y niños gruñones. Niñas buenas y niños agresivos. Eso es lo que queremos ver, y eso es lo que vemos. Aunque nuestros hijos no confirmen las expectativas, aunque la princesa pegue un puñetazo y el soldado quiera charlar: los estereotipos nos impiden verlo. Y los prejuicios de los padres a menudo están respaldados por las divisiones de género cada vez más marcadas que las empresas jugueteras aplican a sus campañas de marketing, así que nuestros hijos crecen viendo que las cocinas de juguete que se venden en los grandes almacenes Marks and Spencer llevan una etiqueta que pone “Mamá y Yo”, y la de las cajas de herramientas y los taladros de juguete pone “Papá y Yo”. En la página web de las farmacias Boots se pueden encontrar todos los maravillosos artículos del Museo de la Ciencia, incluido un juego para mandar mensajes cifrados, pero todos están en la sección de “juguetes para niños”. En otra página web, de la juguetería Hiya Kids de Putney, en el sur de Londres, en 2008 la sección “para niños” incluía un montón de objetos sugerentes, entre ellos unos walkie-talkie, un detector de metales y un juego de bolos, mientras que el apartado femenino solo vendía cocinas de juguete, juegos de té, disfraces, muñecas y casas de muñecas. Una empresa, Indigo Worldwide, va aún más lejos y comercializa dos juegos de letras magnéticas distintos para que aprendan a leer los niños y las niñas. El juego de las niñas incluye palabras como “corazón”, “amor”, “cocinar”, “amigas” y “ángel”, mientras que en el de los niños aparecen “dinero”, “monstruo”, “terror” y “correr”.
Recuerdo que, cuando mi hija tenía cuatro años, visité por primera vez la juguetería Hamleys, en Londres. Allí las secciones están perfectamente divididas: cuando subes la escalera mecánica te introduces en el mundo rosa y plata de las Barbies, los tutús y las hadas. Su catálogo explica: “Las princesitas merecen lo mejor, ¡y en Hamleys tenemos la mejor selección de juguetes para niñas! Encontrarás todas las muñecas que puedas imaginar y también montones de accesorios. Tenemos juegos de ponis, cajas de maquillaje y muchas cosas más […] ¡Todo lo que una niña puede desear!”. Los juguetes para niñas más vendidos eran un muñeco bebé, unos ratoncitos bebé, un cambiador para bebés y purpurina para el cuerpo. Un reflejo de la feminidad que Simone de Beauvoir describió en 1949: “La niña acuna a su muñeca y la viste mientras sueña con que la acunen y la vistan a ella; a la inversa, piensa en sí misma como una maravillosa muñeca”.
Uno de los ejercicios de marketing más potentes que se han dirigido a esta generación es el de las Princesas Disney. No puede haber nada más tradicional que resucitar a todas las heroínas que Disney lleva setenta años creando (Blancanieves, Cenicienta, La Bella Durmiente, Ariel, Jasmine, Pocahontas y Bella), y lanzarlas, como se empezó a hacer en 1999, como una única y sonriente fraternidad de color pastel. Y, sin embargo, la marca se propaga como el fuego: las ventas de los productos Princesas Disney aumentaron desde ciento treinta y seis millones de dólares en 2001 hasta mil trescientos millones en 2003, y alcanzaron los cuatro mil millones en 2007.
Para muchos ha sido una sorpresa la enorme popularidad de una marca que apela a una feminidad tan anticuada. Yo nunca había visto ninguna película de las Princesas Disney hasta que tuve una hija. No es que mis padres pretendieran eliminar a Disney de mi vida, pero los niños de los años sesenta y setenta, que no teníamos vídeos ni DVD, veíamos menos películas. De todos modos, es increíble con qué fuerza ha atrapado la marca a nuestras hijas. Hoy en día no debe de haber ni una sola niña en toda Gran Bretaña que no tenga algo de esa marca. Cuando entro en la habitación de mi hija la veo estampada en una caja de música, en muñecas en miniatura y de tamaño normal, en una varita mágica, en una taza, en un collar, en pinturas y pegatinas. Cuando abro su armario me encuentro el vestido de Cenicienta; el de Blancanieves, tan usado que ya está roto, y los taconcitos rosa de sus zapatos de Bella Durmiente.
Por supuesto que no es ningún problema el que las niñas sueñen con ser sirenitas de voz dulce o con asistir a un baile con un tutú plateado. Jamás querría privar a las niñas de ese placer, siempre que no todas estén obligadas a soñar lo mismo, siempre que eso no sea lo único que se espera de ellas, y siempre que no se considere que los niños varones se contaminarán si se les ocurre escoger una varita mágica de color rosa. Pero ahora mismo se suele asumir que todos los niños tienen que responder a determinadas expectativas. Por ejemplo, en 2003 Mattel lanzó Ello, un juego de construcción de colores pastel y formas redondeadas para niñas que competía con Lego y Duplo, solo que “específicamente diseñado para niñas”. El psicólogo de Mattel, el doctor Michael Shore, explicaba por qué las niñas necesitaban un juego de construcción especial: “La construcción está asociada a patrones masculinos de juego, pero las niñas también tienen determinadas maneras de ‘construir’. Las niñas ‘construyen’ personajes e historias cuando juegan a las muñecas […] El sistema de construcción Ello […] está pensado para estimular los juegos de rol y la creación de histori...